Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, El arte de comer

Ignacio Gracia Noriega

El naipe y la gastronomía a la buena mesa

La mezquina aportación de los juegos de cartas

Es evidente que en este tiempo de posmodernidad tardía (donde se quiere que las cosas vayan tan rápidas que envejecen antes de madurar porque ya se sabe que la marcha de la Historia es muy lenta) la publicidad ha sustituido a las ideologías. Ningún espíritu rezumante de modernidad duda de que dentro de veinte años (pongamos treinta, para que yo tenga menos posibilidades de asistir a ello) gobernará Gran Hermano y la electrónica será el fin de la Historia. Ya lo dijo el académico Francisco Rico una noche televisiva de frenesí informático y «corrección política» apoteósica: el descubrimiento de internet era más decisivo para la Humanidad que el del lenguaje y don Francisco de Quevedo era nazi (sólo le faltó afirmar que las dos lenguas nacionales de Cataluña son el catalán y el inglés, sin duda porque el proceso independentista no estaba tan avanzado). Y hace un par de años se vaticinaba, a la vista de los sucesos de El Cairo extendidos efímeramente por los países vecinos, todos con regímenes políticos poco recomendables, que el teléfono móvil relevaba de manera definitiva al cóctel molotov corno arma de lucha revolucionaria: mas tal entusiasmo duró apenas una noche y el resultado fue que los regímenes caídos fueron sustituidos por regímenes peores. Nada digamos de los «indignados» de la Puerta del Sol, igualmente activistas del teléfono móvil. Frente a los entusiasmos revolucionarios o electrónicos, yo tengo pocas certezas, pero firmes: la principal, que la Historia no es rectilínea, y cualquier mínimo acontecimiento (no digo que el aleteo de una mariposa en China), puede desviar el curso de la Historia. La propia Historia lo certifica continuamente. Por lo que sí es incuestionable es que la publicidad es en la actualidad la teorización de la ideología dominante, no espero ni creo que siempre vaya a ser así en lo sucesivo ni, tal vez, en los próximos arios.

Viene este preámbulo a cuento de la presencia cada vez mayor de los naipes en los programas de algunas cadenas televisivas emitidos en horario preferente; y no se trata de cualquier naipe, sino del de póquer, ni de cualquier tipo de jugador ni mucho menos del que hasta hace poco se suponía que era el jugador profesional, sino de jóvenes en camiseta sentados ante tapetes verdes, a los que se acudía cuando menos con corbata. Asimismo, a la juventud se añade otra novedad: los jugadores son abstemios al menos mientras juegan y no se ve en la sala donde están la más mínima columnilla de humo, como si previamente la hubiera supervisado la ex ministra Salgado (la cual, por su gusto, prohibiría que el anuncio de la elección del Papa se hiciera por medio de la «fumata blanca», o, qué demonios, prohibiría a los papas para evitar más humos). Como la publicidad es la ideología (insistimos), y el incremento del póquer en los espacios televisivos debe entenderse como publicidad, podemos preguntarnos a qué viene esto en un país en el que están prohibidas la publicidad del tabaco y del alcohol. ¿Es que se espera que el naipe sustituya al tabaco? No lo veo tan claro, porque ese nuevo Mr. Marshall que viene dispuesto a convertir Madrid en una sucursal de Las Vegas exige la extraterritorialidad para sus establecimientos, al menos en lo que al tabaco se refiere: y es natural, porque una buena partida de póquer sin los ceniceros rebosantes de colillas es tan insípida como una corrida de toros sin puros. ¿O es que se trata de un paso más de la norteamericanización galopante del país más antinorteamericano del mundo occidental y, paradójica-mente, el más norteamericanizado? De continuar por este camino, los nuevos españoles acabarán jugando al póquer y pidiendo trabajo en inglés, que de ser una gran lengua de cultura se está convirtiendo entre nosotros en la ilusión de una lengua laboral.

A este paso, póquer y sexo van a constituir los esparcimientos «lúdicos» del posmodemo carpetovetónico. ¿Por qué tanto póquer ahora? Acaso porque en la sociedad de buenas costumbres que precedió a ésta (también de bonísimas costumbres, aunque sean «otras costumbres») el juego estaba considerado más «vicio» que el tabaco y el alcohol Y es que el juego es mucho más nocivo y peligroso, aunque en apariencia no afecta a la salud del cuerpo. Por fumar no se arruinó absolutamente nadie en los quinientos arios de historia del tabaco en Europa. Por beber se arruinaron algunos, pero no se trata de casos generalizados. En cambio, en las mesas de juego quedaron inmensas fortunas, produciendo auténticas tragedias familiares, muy superiores por su magnitud a las del alcoholismo, en tanto que el tabaco lo más que puede producir es tos o, sise quiere, cáncer. No es de extrañar que el juego haya estado prohibido en muchos países en épocas en las que se podía beber y fumar libremente. En la actualidad, se potencia el juego, que constituye un peligro social, y se prohibe rigurosamente el tabaco, cuyo peligro, caso de que lo haya, no excede la esfera individual del fumador. En el terreno que nos interesa la contribución del alcohol y del tabaco a la gastronomía ha sido importantísimo: desde las salsas borgoñonas a las dilatadas y sabrosas sobremesas, vino, licores y tabaco fueron inseparables del arte de la mesa en la época de la más alta civilidad culinaria. En cambio, la contribución del juego a la mesa (a la de manteles blancos, claro es: porque sobre los tapetes verdes el naipe es el rey) es mezquina: y escribo «mezquina» porque al menos un preparado alimentario surgió de las mesas de juego, gracias al conde de Sandwich, quien era jugador tan obcecado que, por no levantarse de la mesa para comer, pedía que le llevaran al tapete verde una especie de bocadillo de fácil masticación: de este modo, podía alimentarse con una mano mientras con la otra sostenía el naipe. Así nació el internacional sandwich, cumbre de la cocina cosmopolita. Los primeros sandwiches (como cantaba Emilín, el legendario extremo de la delantera eléctrica del Real Oviedo en las animadas veladas musicales de «Casa Manolo»: «Sandwiches americanos») consistían en un filete entre dos finas rebanadas de pan, cuya liviandad permitía a John Sandwich comer y jugar al mismo tiempo. En España tenemos la versión castiza del «pepito»: un trozo de carne de ternera en un panecillo. Al parecer, el primero que empezó a comerlo se llamaba don Pepito, lo que si es menos imponente que John, conde de Sandwich, tiene cierto aire zarzuelero, como don Melitón. Imagino a don Pepito entrando en el bar donde impuso su invento para pedir un «don pepito»: qué orgullo no le inundaría entonces, semejante al de Newton cada vez que veía caer una manzana, después de haber reparado en la caída de la primera. Y así el «pepito», si no se internacionalizó como el sandwich, se extendió hacia la periferia peninsular, siendo memorables los que preparaban en Grana, en Cornellana. Pero, como era de esperar, siempre que hay anglosajonización por medio, el sandwich se impuso al «pepito». Señalemos, en favor del sandwich, su ductilidad y falta de prejuicios y dogmatismo. Todo le vale y todo lo acepta, siempre, claro es, dentro de sus modestas proporciones. En este aspecto, es como las «fabes» o el arroz. El sandwich puede ser vegetal o animal (con carne), o mixto, que metidos en gastos son los mejores. Cuando existía Logos en la calle San Francisco, preparaban un sandwich especial de varios pisos, con lechuga, mayonesa, jamón york, queso, huevos fritos, etcétera. Era espectacular y costaba cuarenta pesetas. Anden, mis queridos lectores: vayan ahora a comer por cuarenta pesetas.

La Nueva España · 26 enero 2013