Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Libros

cubierta del libro

José Ignacio Gracia Noriega

El reino mágico de Arturo

Excalibur. El Grial. Lanzarote. Ginebra... La leyenda al completo

La Esfera de los Libros, Madrid 2009, 430 páginas

ISBN: 978-84-9734-847-8· 210×130 mm

El libro lleva un Prólogo de José Manuel Pérez Prendes:

«Arturo, el rey, es un sosiego brumoso realzado por el palio. Nos dice Venancio Fortunato, poeta del tiempo artúrico, que el rey franco Sigiberto lo llevaba con dignidad. No se sabe bien si la autoridad que confiere esta vieja prenda de lana de oveja que cruza el hombro de los elegidos para gobernar le quedó otorgada por construir un sistema muy poco concebible en la imaginación de su tiempo, para introducir serenidad en el ejercicio del poder, o si las nieblas, crecidas por los quince siglos que a un tiempo ocultan y muestran su recuerdo, han ennoblecido una imagen entrevista, difuminando perfiles y puliendo aristas. Pero, sea como fuere, hay un ligamento intelectual entre auctoritas y artúrico que empieza a descubrirse desde las letras mismas de las dos palabras.
Podrá deleitar el oído la polifonía que acompaña le remembranza de este monarca. Está tejida de hazañas descomunales y diarias, de dulzuras secretas y públicas, de prodigios inesperados o previsibles, de acechos malvados y bondades extremas, de renuncias extenuantes, de avaricias sórdidas. Encerrando como marco tanta agitación, sobrevuela la petición a los cielos de aquel cáliz considerado garantía de vida eternizada. Todo cuanto rodea la figura y la memoria de Arturo es deleitoso y sorprendente. Pero nadie dudará nunca de que la jerarquía moral albergada en esa selva de sensaciones pertenece a su genuina institución: la Mesa Redonda.
Conviene, sin embargo, desnudar el invento. Debe empezarse por alejar la tentación de pensar en un precedente democrático. Mejor será admitir la existencia de un simple milagro, la aproximación racionalizada a lo entonces inimaginable. Pero escribir semejante frase requiere explicar la hipótesis que resume. Comenzaré por los perfiles de la apelación q estoy haciendo a un imaginario.
Recuerde, desconocido lector, que la imaginación es un simple elemento histórico que ha coexistido con los humanos desde que empezaron a serlo. Hablo aquí de un Arturo que, como rey, debía ejercitar su auctoritas y de lo que tuvo que cavilar para poder hacer uso de ella. Convendrá primero que lo más fácil para él era actuar como tantos monarcas hicieron antes y después. Bastaba sumergirse en la mar revuelta de los poderosos para comprar hoy a éstos, mañana a aquéllos y pasado a otros, una supremacía venalizada.
Sostengo, pues, que rozó la concepción de lo inimaginable, dado que tal cosa fue inventarse una vía de ley y Derecho, como dicen los ingleses, para encarrilar, nunca mejor dicho, las violencias y ambiciones sin límite, cruzadas entre quienes, por títulos humanos o divinos, ya mezclándolos, ya separándolos, habían logrado someter a su arbitrio tierras y personas.
Tal horizonte valía como regla universalizada. Basta mirar los circuitos cronológicos de aquellos tiempos para percibir que era en ese mismo siglo vi, en el tiempo artúrico, cuando en las viejas Galias de Sigiberto I y Clotario II o en las no menos curtidas Hispanias de Atanagildo y Leovi-gildo, la lucha de poderosos se nutría de tornadizas fidelidades, sangres y venenos, para que tanto reyes corno notables de diverso jaez conservasen la preeminencia adquirida o lograsen la deseada.
Descartada la tierra enseñoreada por los pueblos francos, donde la siniestra bretona hecha reina, la impenitente envenenadora y asesina Fredegunda, fue el Juan Bautista de lady Macbeth, sólo hubo dos huidas hacia la creación de espacios para arreglar (quiero decir, introducir reglas) la ambición de riquezas y honores. Todos conocemos ambas fórmulas. Se trató de los Concilios de Toledo y de la Tabla Redonda.
Me atrevo a pensar que la sencillez de la segunda y el engolamiento de los primeros marcaron sus destinos. Quizá una demasía doctrinal, muchas veces sospechosa de disimu1ar lo detestado, fue el signo de las reuniones toledanas. Un largo plazo de olvidos y restauraciones, ya fuera de su tiempo, sería el precio de los excesos de abigarramiento participativo y del oportunismo de sus discursos, bien fundados quizá, pero lastrados por su reverencia al poder emergente en cada momento.
Veo en cambio en la Tabla una suerte de contrafigura conciliar. Poco sabemos de doctrinas escurridizas en ella, pero bien se nos muestran sus dos pasos esenciales: sentar juntos y sin preeminencias a los que quieren hacerse sombra recíprocamente. Hacer que la palabra sea su espada preferente, fuera de la posibilidad inmediata de herir al rival, amén de sus directas personas, en las carnes y honras de sus sometidos.
Miopía es de los sesudos historiadores profesionales que tanto desdeñan la fantasía de las fuentes literarias no haber apenas percibido y menos difundido la realidad encubridora de una doctrina de época, la teoría de los tres estados u órdenes, según la cual la sociedad estaba dividida entre oratores, bellatores y laboratores, es decir, sacerdotes, caballeros y burgueses.
Cuando los más antiguos novelistas artúricos desarrollaron sus relatos fue justamente el tiempo de prédica para esa supuesta buena nueva del trifuncionalismo. Advinieron entonces los mercaderes poderosos, con su liquidez insultante de nuevos ricos, tan menospreciada con la voz corno envidiada con el corazón, y se comprendió la necesidad de insertarlos en el viejo orden. El trinitario soporte escogido para ello facilitaba un doble objetivo: dar plaza a los recién llegados en la vida sociopolítica y arrastrar los ejes señoriales de la más remota medievalidad a una dignificación que escondiese la injusta arbitrariedad que consuetudinariamente soportaba su jerarquía.
Los que venían de extraer sus recursos de las prácticas medievales, es decir, los rezadores y los guerreantes, siguieron encabalgados sobre un cuarto orden, al que se hizo desaparecer de la conciencia culta, negándole nombre y mención para mejor vampirizar las rentas de sus trabajos y negarles otro horizonte que vidas de sumisión. Llamar laboratores sólo a los mercaderes tranquilizó las conciencias de los usuarios del breviario y la espada. Los cada vez más acrecidos vasallos de señoríos laicos y eclesiásticos eran sus simples bestias de carga, como atestigua el ejemplo del Fuero de León entre nosotros.
Dejaron así sepultados en ese estado, oculto como tal, a los humildes y pobres rústicos, residentes pegados a terruños y subordinaciones varias, respecto de los poderosos oratores y bellatores. No eran éstos grupos diferentes entre sí, sino en lo aparente. Por el contrario, bien solidarizados estaban en cuanto les fuese preciso para conservar su idéntico interés de predominio.
Los diferentes modos de vida que entre ellos pudiese haber no eliminaban su profunda coincidencia en lo que era su único objetivo vital. Caballeros, nobles, abades, obispos, sacerdotes de rango y demás especímenes sólo eran diferenciables en hábitos y en apariencias, pero nunca en la insaciable sed de jerarquía humana, fuerte y duradera que atase corto a los reyes débiles.
Tal escenario generalizado hubo de hacer que nunca pudiese pasar por la mente de Arturo una entonces imposible nivelación de los desiguales. Eso es lo que antes he calificado de inimaginable. Pero sí supo encontrar el modo de equiparar entre ellos a los taimados, poderosos y temibles bellatores.
No blandió a Excalibur más allá del símbolo. Para gobernar a la aristocracia, gente históricamente propensa a creerse dotada de una guapeza justificante de cualquier capricho, introdujo, en cambio, al menos por un tiempo, la palabra. De ese modo, señaló el camino que podía conducir a los guerreros, desde depredadores de infelices a caballeros generosos y valientes. Aunque sabemos que no tuvo éxito ni siempre ni con todos, su imaginación corrió hasta el final la más inesperada carrera.
Aun así, la Mesa Redonda no habría llegado a nosotros con el halo que todavía hoy es su distintivo de no contar con las melódicas variaciones, novelescas y prodigiosas, que recordé antes. Éstas siempre serán su tejido vital y quizá enseñoree todo el sistema, incluida la búsqueda del Grial, la fantástica figura de Merlín, caricatura del poder salvífico verdadero, traicionado por un sacerdocio que, aunque llamado a proclamarlo mediante transgresiones del orden injusto, yació naufragado por efecto de tres sirenas de nombres esperados: Comodidad, Corrección y Conveniencia.
Por esa complejidad de realidades y discursos, lector, era necesario que un gran alquimista de la palabra, como José Ignacio Gracia Noriega, dotado, como pocos escritores de hoy entre nosotros, del dificil equilibrio entre claridad e ironía, hiciese suya la tarea de llevar todo el contexto a los ojos y los sentidos de tantos que nunca llegarían a él por las apartadas sendas de la crítica histórica y literaria, espacios reservados a muy pocos especialistas que, además de no comunicarse con una mayoría de lectores, tampoco logran hacerlo entre sí mismos.
Gracia Noriega se nos revela en este libro como un necesario y adecuado guía en la cartografía mental artúrica ante los más amplios auditorios. Pero no todo nace de su capacidad para comprender con claridad intrincadas fabulaciones, sino también del áspero trabajo de haber transitado antes por tan recios caminos eruditos y saber bien de sus más apartadas reconditeces. Por eso, y por usar una galanura de claridades en su estilo expresivo, ofrece a los paladares intelectuales más diversos la posibilidad de una recepción mental de la gesta artúrica que invade las ideas a través de los ojos.
Son sobremanera interesantes el método y la escritura que nos ofrece el autor de este libro. Considérese ante todo la oceanidad de la bibliografia y la complejidad de las fuentes, rasgos suficientes para desalentar a muchos. Asumiendo ese peso, Gracia Noriega nos hace viajar con ellos hasta Arturo, dando oportunos pasos tutelados por insospechadas estrategias de relato.
Su voz narrativa en esta obra mantiene un parentesco con la lejana escritura en círculo que dominó el vidente de Patmos. A veces aparecen sus actitudes personales, asumidas durante años y, por tanto, con sensibilidades más giratorias que evolutivas, por lo que he creído advertir en mi propia lectura. En otras ocasiones camina dialogando con alguno de los grandes escritores artúricos o nos habla desde dentro de las fuentes mismas. Siempre está presente en su narración el escenario general trazado por los vericuetos de tales fuentes.
Hay que enfatizar aquí sobre el nada desdeñable mérito de saber crear, con tan diversos y dificiles ladrillos, una organización atractiva y fiel del cuadro artúrico general, distribuido en nueve capítulos. En ellos se percibe bien como cuanto de los personajes sabemos es algo que se cruza, se yergue, se repite, se afirma, se desvanece o se transforma, de modo demasiadas veces contradictorio y hasta anárquico, según la voluntad de las fuentes en que yace.
Queda así vinculado un gran tema con un gran escritor que sabe bien cómo conectarse con los grandes públicos sin perder cotas de fiabilidad. Como señaló con acierto uno de nuestros mejores arturistas, Juan Miguel Zarandona, en su estudio «La literatura artúrica española, ibérica e iberoamericana contemporánea: neomedievalismo cultural, literatura comparada y tradición literaria» (Mil seiscientos dieciséis, Anuario 2006, XII, Valladolid), existe una tradición literaria española sólida, integrada por el tema, heterogéneo en sí mismo, del rey Arturo y su corte de personajes.
Precisamente ése es el tema escogido por Ignacio Gracia para su último capítulo y lo hace llevando a sus lectores más allá de la creación escrita sobre Arturo en los dos continentes hispanoparlantes. Incluye la anglófona, y relacionando las cosas nos conduce desde Cervantes hasta Alvaro Cunqueiro o Benjamín Jarnés, pasando por la música de Isaac Albéniz o el cine, gran elemento de difusión social.
No tenemos, pues, con este muy recomendable libro, un simple elemento más de calidad que añadir a una larga lista de posibles aperturas hacia el tema tratado. Gracia Noriega ha obtenido la universalización de accesos a una de las principales raíces de la cultura europea. Una luz, desfigurada por las brumas del tiempo, como dije al principio, pero una luz que dista mucho de haber visto apagado ninguno de sus caleidoscópicos reflejos.»

A continuación figura una Introducción a cargo del autor:

«Este libro es un ensayo, en un sentido clásico, o, si se prefiere, crítica literaria en el sentido de «comentario de textos». Por tanto, está tan alejado de la ficción, o sea, de la novela histórica (ahora tan en boga, y que en buena parte de los casos no es novela ni historia), como de la erudición plomiza. La erudición es indispensable, aunque una vez adquirida más vale dejarla un poco al lado cuando se empieza a escribir. Por eso, en este libro se prescinde de las notas, tanto a pie de página como al final: fundamentalmente, porque las notas distraen de la lectura del texto y no suelen ofrecer más que unas precisiones detallistas, que no interesan a la mayoría de los lectores, o una bibliografia secundaria dirigida a los especialistas (los cuales no suelen leer este tipo de ensayos).
Sobre Arturo se ha escrito muchísimo: eso tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Cabe preguntarse si la mayoría de lo escrito no es ya bueno, sino ni siquiera útil. El mundo artúrico puede dividirse en tres capítulos principales:
1. El personaje de Arturo, con todos los que se mueven alrededor (Ginebra, Merlín, Morgana, Mordred, sir Gawain, Lanzarote, etcétera).
2. Los caballeros de la Mesa Redonda como institución.
3. La búsqueda del Santo Grial, que trasciende los episodios anteriores.
El éxito de estas historias a lo largo de la Edad Media y en los países en los que cuajaron (Inglaterra, Francia, Alemania, España, Portugal, Italia: puede decirse que sólo donde puso el pie el rey Arturo es la verdadera Europa), dio lugar a versiones y repeticiones diversas y excesivas que convirtieron el mundo artúrico en un laberinto. Hablar de la Vulgata, la Suite, el Lanzarote en prosa, etcétera, puede desconcertar al lector primerizo o poco avisado, y tal desconcierto es innecesario para la comprensión de ese mundo si se recuerda que disponemos del excelente resumen La muerte de Arturo de sir Thomas Malory. Por lo que el apabullante número de libros sobre Arturo, los que relatan las aventuras y los que intentan descifrarlas, podría ser reducido, sensatamente, a unos pocos. Voy a citar los principales, que además son los mejores: Historia de los reyes de Britania y Vita Merlini de Geoffrey de Monmouth; las novelas artúricas de Chrétien de Troyes; algunos relatos de Robert de Boron y, naturalmente, porque es imprescindible (y además porque su lectura es amena, rápida, apasionante y emocionante), La muerte de Arturo, de sir Thomas Malory, aquel caballero golfo y depredador que escribió su libro en la cárcel, donde purgaba diversas tropelías. Muchas obras medievales se escribieron en la cárcel, desde la época más temprana al «otoño de la Edad Media»: la Consolación de la filosofía, de Boecio; el Libro del Buen Amor, del Arcipreste de Hita, y la obra de Malory. No olvidemos que quien remata el ciclo artúrico con el golpe de gracia del humor, Miguel de Cervantes, concibió su Quijote también en la cárcel, según la leyenda.
También recomendaría la segunda sección de los Mabinogion (en edición de María Victoria Cirlot), porque nos dan una idea mucho más aproximada del mundo de Arturo que las novelas de Chrétien y de Malory, mucho más cortesanas y civilizadas. Y un buen exponente de los itinerarios de aventuras del caballero es Sir Gawain y el Caballero Verde. Y vamos a dejar de recomendar, porque si no terminaremos recomendando también el Lanzarote en prosa, que no está de más leer, y todo lo demás. Si alguien quiere leer «todo lo demás» necesitará mapas fiables. Yo he utilizado El rey Arturo y su mundo, de Carlos Alvar, y Personajes y temas del Grial, de Enric Crespi, como dos guías de fácil uso y con información precisa y habitualmente escueta. Es un poco más literario Crespi que Alvar, y Probablemente éste sea más erudito. Ambos libros están bien informados, que es de lo que se trata.
Como resumen del mundo artúrico muy conveniente y perfectamente disponible, tenemos en español, ya que no nos dirigimos lectores de otras lenguas, la Historia del rey Arturo y de los nobles y errantes caballeros de la Tabla Redonda, de Carlos García Gual, autor que trató el asunto artúrico en otros trabajos y prólogos, siempre con mucho brío literario. El título de este libro evoca el de Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros, del gran John Steinbeck, obra inacabada pero suficiente. Es de notar como curiosidad que dos grandes narradores norteamericanos, ambos muy característicos de su tierra, e incluso escritores poderosamente rurales y telúricos, Mark Twain en Un yanqui en la corte del rey Arturo y Steinbeck en el libro citado, se hayan ocupado de algo tan alejado en apariencia de sus mundos literarios respectivos como es una Edad Media europea y mágica, aunque lo hagan desde actitudes bien distintas: Twain con un claro propósito desmitificador y Steinbeck con el de la recuperación de un mundo heroico. Tales actitudes obedecían a las posiciones políticas de ambos autores: Mark Twain, en la segunda mitad del siglo xix, era un demócrata convencido y consideraba, con razón, que el sistema político norteamericano era superior a cualquier europeo, mientras que Stein-beck, a mediados del siglo xx, era un decepcionado de la izquierda, por lo que recreaba algo que la izquierda había rechazado de la manera más frívola: ciertas virtudes que no por anticuadas dejan de ser virtudes.
Merlín y su historia, de Santiago Gutiérrez, es un libro informativo no sólo sobre Merlín, sino sobre los laberintos del mundo artúrico y de los bloques literarios que a él se refieren, y Arturo rey, de Felipe Mellizo, un libro breve y bien hecho: una especie de vida escrita con el cuidado y la puntillosidad que se toman en estos casos los historiadores no profesionales (o, al menos, algunos).
En cuanto a los nombres, optamos por la versión española (Ginebra, Lanzarote, etcétera), salvo cuando el nombre español -«Galván», por sir Gawain- tiene otras resonancias, pues es apellido o incluso refrán («No lo entenderá Galván»), o sencillamente porque es más corto: Bors por Boores, Galaz (que es como figura en el Quijote) por Galahad, etcétera. También usaremos Camlann para designar a la batalla final entre Arturo y Mordred, en lugar de Salesbieres, que es como figura en las novelas francesas. Siempre que sea posible evitaremos la confusión en la transcripción de un material bastante confuso.»

El apartado del libro titulado Arturo en el cine dice así:

«El cinematógrafo aprovechó las aventuras de Arturo en diferentes ocasiones, bien basándose en las historias clásicas (principalmente las de Malory), bien fiando los argumentos al ingenio de los guionistas. El mundo artúrico, con sus vistosos y coloristas decorados medievales, encajaba a la perfección dentro de un género muy característico de las grandes épocas de Hollywood, el de las aventuras medievales, fundamentalmente situadas en Inglaterra y con dos motivos principales como filones argumentales: las cruzadas (de manera particular la Tercera, con el antagonismo de Ricardo Corazón de León y Saladino contemplado a la manera romántica) y las adaptaciones de novelas de Walter Scott. A estos dos filones se une el del rey Arturo, que no participó en las cruzadas y sólo figura de manera bastante secundaria en Walter Scott, pero que acaba predominando, también en el terreno cinematográfico, sobre los otros dos.
Las películas medievales poseen un inevitable atractivo, con sus caballeros revestidos con armaduras brillantes, las damas cautivas o solamente enamoradas encuadradas en el marco de una alargada ventana ojival, los vestuarios de colores vivos, los caballos y las espadas, los bailes de la corte y los torneos. Ya en el cine mudo triunfaban las películas de escenario medieval para lucimiento de las grandes estrellas de la época, con títulos que todavía se contemplan con agrado como Robin de los Bosques, de Allan Dwan, protagonizada por Douglas Fairbanks en 1922 y El jorobado de Nuestra Señora de París, de Wallace Worsley, de 1923, adaptación de la famosa novela de Victor Hugo interpretada por Lon Chaney. Fairbanks y Chaney eran dos actores muy distintos: el primero un héroe aventurero, famoso por sus saltos prodigiosos y por sus proezas de espadachín, y el otro por sus caracterizaciones (era conocido como «el hombre de las mil caras»,) por lo que el personaje de Quasimodo se adaptaba uy bien a su estilo, más interpretado que él al personaje (posteriormente, Quasimodo sería interpretado por otros dos actores igualmente histriónicos y exagerados, Charles Laughton y Anthony Quinn).Y ya en el sonoro, se hacen dos películas de gran éxito que resumen la concepción hollywoodiense de la Edad Media: Las cruzadas, de Cecil B. de Mille, y Robín de los bosques, de Michael Curtiz y William Keighley, que repite el tema el bandolero simpático y justiciero que vive en los bosques (nunca mejor dicho que «emboscado») y que conecta con el otro gran tema del rey desposeído y la lucha contra el usurpador: el bandolero del bosque de Sherwood, interpretado por otro actor simpático, aventurero y vital, Errol Flynn, considerado como el legítimo sucesor de Douglas Fairbanks, ayuda a Ricardo Corazón de León, al regreso de las cruzadas, a recuperar su remo.
Después del paréntesis de la Segunda Guerra Mundial y de una época de melodramas y «cine negro», en los primeros años cincuenta se imponen la alegría y los colores brillantes del technicolor. El mejor momento del cine de Edad Media coincide con el del cine musical, siendo la productora Metro Goldwyn Mayer la gran promotora de ambos géneros. En estos años se ruedan grandes películas medievales en cinemascope y brillantes colores, adaptaciones de novelas de Walter Scott, corno Ivanhoe y Las aventuras de Quintín Durward, de Richard Thorpe, o El talismán, de David Buder, y de otros autores o sobre guiones originales, como Coraza negra, de Rudolph Mate, El caballero negro, de Tay Garnett, La rosa negra, de Henry Hathaway y El halcón y la flecha, de Jacques Tourneur, en la que el protagonista es una mezcla de Robin Hood y Guillermo Tell. Las adaptaciones de Shakespeare por Orson Welles y Lawrence Olivier (Otelo y Macbeth del primero, que posteriormente haría Campanadas a medianoche, y Enrique V, Ricardo III y Hamlet del segundo) constituyen un género aparte.
Los caballeros del rey Arturo, de Richard Thorpe (autor de dos adaptaciones de Walter Scott, Ivanhoe y Quintín Durward), es un aventurero y coloreado traslado del mundo arturiano al cine en tecnicolor, y la época que retrata con desenvuelta naturalidad es tan falsa como pueden serlo las novelas de Chrétien de Troyes respecto al presunto Artorius del siglo vi. Los escenarios, decorados y vestuarios, bailes, banquetes y torneos son los mismos que los que aparecen en otras películas ambientadas (más o menos) en la época de los Plantagenet. No se trata, por tanto, de una versión arqueológica, pero tampoco eso era lo que pretendían quienes la hicieron ni el público al que iba dirigida. El reparto es sumamente efectivo, con Robert Taylor como Lanzarote del Lago, Aya Gardner como Ginebra, Mel Ferrer como el rey Arturo, Anne Crawford como Morgana, Stanley Baker como Mordred, Felix Aylmer como Merlín y Niall McGinnis como el Caballero Verde. Los guionistas, entre ellos Aeneas McKenzie, siguen a Malory con fidelidad, aunque resumiéndolo, como es natural. Pero lo esencial del libro ha sido trasladado a la película: Arturo saca la espada de la piedra, el encuentro de Arturo y Lanzarote en el bosque, el enfrentamiento con los reyes en el Círculo de Piedras y la batalla que es su consecuencia, filmada casi exactamente igual que la carga de la caballería en Azincourt de Enrique V, de Lawrence Olivier; el rescate de Ginebra, prisionera del Caballero Verde, un caballero fanfarrón, y sus amores con Lanzarote; las intrigas de Morgana y Mordred y finalmente la batalla de Camlann, iniciada por un caballero que desenfunda su espada al ver una serpiente reptando sobre la hierba. A la muerte de Arturo, la espada Excalibur es devuelta a las aguas (en este caso las del mar), y Ginebra se re-tira a un monasterio al que la va a visitar Lanzarote. Todo es conforme con Malory, salvo que Mordred y Arturo no se enfrentan personalmente en la batalla, sino que es Lanzarote quien mata al traidor en un duelo a muerte a las puertas del castillo de Mordred, al borde de un pantano. En el plano final, el Grial se aparece a Perceval y Lanzarote no lo ve. La fascinación de esta película es considerable, y tuvo, para quienes la vimos de niños, parecido efecto a la lectura de La muerte de Arturo por parte de Tennyson y Steinbeck cuando eran niños, en épocas anteriores al gran auge del cine.
También de asunto artúrico de la misma época, e igualmente muy colorista y agradable, es El príncipe valiente, de Henry Hathaway, interpretada por Robert Wagner, Janet Leigh, James Mason, Donna Reed, Ster-ling Hayden, Donald Crisp, Victor McLaglen y Brian Aherne como el rey Arturo. Esta película de aventuras muy movidas, donde hay vikingos, castillos y los caballeros de la Mesa Redonda, está basada en las famosas historietas de Harold Foster, en las que la Edad Media aparecía dibujada con líneas finas y meticuloso cuidado. El joven Valiente es hijo de un rey destronado del norte, a quien Arturo ofreció la protección en Inglaterra. De los caballeros de la Mesa Redonda dos juegan papeles principales: un traidor de negra armadura que pacta con los vikingos, interpretado por James Mason, y sir Gawain, interpretado por Sterling Hayden que adopta a Valiente como su escudero aunque le ponga en algún que otro com-promiso. El rey Arturo es el de las novelas de Chrétien: un cortesano equitativo que sabe escuchar a sus caballeros y preside los banquetes y los torneos, y también, corno es natural, las sesiones de la Mesa Redonda. La cual, lo mismo en esta película que en Los caballeros del rey Arturo, no es demasiado grande, y los caballeros dejan sobre ella sus espadas, y siempre hay más espadas que caballeros. También en esta película hay un asiento vacío al lado del de Arturo. ¿Se habrá tenido en cuenta el Asiento Peligroso?
Podemos considerar estas dos películas como «juveniles», habida cuenta que Excalibur, de John Boorman, realizada dos décadas más tarde, es premeditadamente adulta. Boorman era un director bastante artificioso caracterizado por un tratamiento muy personal de sus guiones, que había obtenido un gran éxito con la planificación de A quemarropa, un film «negro» muy novedoso en su época, con un Lee Marvin en frenesí y en su mejor momento. Pero si comparamos otra película muy semejante a ésta por su formato, y también interpretada por Lee Marvin, Código del hampa, de Donald Siegel, se podrán advertir las distancias que separan a un buen narrador como Siegel de un director con ideas y pretensiones como Boorman: la película de Siegel se conserva muy bien, mientras la de Boorman ha envejecido considerablemente. Excalibur es su mejor película y, probablemente, la mejor adaptación artúrica al cine. Gracias a la recreación de un mundo mágico y trágico (dos aspectos que las películas de Thorpe y Hathaway pasan por alto), Boorman construye un espectáculo barroco, de extraordinaria grandiosidad y belleza: en algunos momentos especialmente intensos y especialmente logrados, el espectador descubre que se encuentra en el meollo del misterio, y que lo que está sucediendo en la pantalla es mágico, aunque los actores no sean los adecuados y el que interpreta a Merlín se comporte a veces como un zascandil. Por el contrario, Mor gana es inquietante y Mordred es el ángel caído, surgido del infierno. Los colores apagados, con reflejos rojizos y verdes en escenas de un monocromatismo gris, el blanco frío de las armaduras y el frío de las aguas y de la noche, producen una sensación de extrañeza, de mundo helado y húmedo, maravilloso, tenebroso y ominoso, como si, plano a plano, y conforme avanza la historia, se fueran abriendo las puertas del más allá.
Si Los caballeros del rey Arturo es la aventura y Excalibur la magia, la versión posmoderna de Antoine Faqua titulada El rey Arturo pretende ser la historia, y en ese terreno el desatino es absoluto porque no se puede reducir a la historia la magia de una leyenda En consecuencia, es una película triste y fría, de escenarios oscuros y actores despeinados y sudorosos. Arturo y sus caballeros son guerreros sármatas obligados a servir a Roma como mercenarios, que hablan de libertad y de derechos corno si fueran demagogos socialdemócratas; Ginebra empuña el arco como si fuera Diana cazadora y lucha frenéticamente en la batalla del monte Badon, y Merlín es un reyezuelo de los bosques y mago en sus ratos libres, resistente contra Roma y partidario de la unificación de los britanos, suponemos que en una república progresista. Parece ser que, en efecto, el primer Merlín fue un jefe de los bretones del norte que, después de ser derrotado en una batalla, se retiró a los bosques y allí se dedicó a profe-tizar. En esta película le presentan delgado, alucinado y con greñas. Por muy histórico que sea el intento, preferirnos al Merlín de manto azul y larga barba blanca, a Ginebra vestida como una dama de la corte de Leonor de Aquitania, y a Arturo con la barba cuidada. A Bors le presentan como un bruto gordo cargado de hijos y a Lanzarote como un larguirucho que intenta algunas aproximaciones a Ginebra, con cierto aire de samurai, con las empuñaduras de dos grandes espadas sobresaliendo a su espalda. Y hay un obispo pérfido, y otros clérigos todavía peores. La batalla sobre el hielo contra los sajones evidencia que Faqua vio Alexandr Nevski, de Eisenstein, pero resulta menos espectacular. A nadie se le ocurre intuir el Grial, porque los caballeros de Arturo son una banda de resentidos desharrapados que no creen en nada. El resultado puede ser aceptable para quien estime este tipo de adaptaciones que por los años sesenta del pasado siglo se llamaban «desmitificadoras» y eran muy celebradas. Pero la historia no concuerda casi nunca con la leyenda, y si se atiende a la historia, se prescinde de la leyenda. Esto, tratándose de Arturo, es disparatado, porque la historia que nos pretende contar Faqua calmo falsa es tan la propia leyenda. Si no sabemos prácticamente nada de Arturo, ¿cómo es posible hacer una película realista sobre lo que hizo y dejó de hacer?
Todo lo contrario es Lancelot du Lac, de Robert Bresson, una versión casi mística, hecha con poquísimos medios (recuerdo lo bien que estaban resueltas las escenas de los torneos, con una lanza seguida en travelling a lo largo del palenque, sin llegar al encontronazo con la lanza que se suponía había de llegar en dirección contraria).
En 1978 Eric Rohmer dirigió Perceval le Gallois, basada en la novela de Chrétien, pero rodada de modo experimental, en un plató decorado con una estampa medieval: lo que explica que no haya tenido difusión.
Camelot, de Joshua Logan, basada en la tetralogía de T. H. White, aunque no de manera directa, sino a través de la comedia musical adaptada de ella que había triunfado en Broadway, es una película musical, rodada en la época en la que los musicales ya habían perdido su magia. Peor aún resulta El primer caballero, de Jerry Zucker, en la que Sean Connery es un improbable rey Arturo, pero el impresentable Richard Gere destroza cualquier buena opinión que pudiéramos tener de Lanzarote. Finalmente, una de las secuelas de En busca del arca perdida, de Steven Spielberg, trata de la búsqueda del Grial. Si Indiana Jones encontró el arca, ¿por qué no iba a encontrar el Grial? Lo encuentra entre un montón de griales, todos de oro y con muchos adornos de piedras preciosas. El arqueólogo de pacotilla de esta serie de películas, para demostrar su perspicacia, escoge una humilde copa de barro: naturalmente, es el Grial. Lamentable.
Añadamos algunas versiones pintorescas. La primera incursión de Hollywood en el mundo arturiano fue la adaptación de Un yanqui en la corte del rey Arturo de 1949, interpretada por Bing Crosby en el papel principal, que tiene muy poco que ver con Arturo e incluso con Mark Twain. Es una simple película de «colores y canciones». No sé por qué motivo, al otro lado del Atlántico se ve a Arturo como personaje de comedia e incluso de comedia musical, como lo demuestra el éxito de la adaptación musical de Camelot de White, llevada al cine por Joshua Logan en una versión disparatada, con los actores más inadecuados posibles: Vanessa Redgrave como Ginebra, Richard Harris como Arturo y Franco Nero como Lanzarote. Y ya que Arturo es personaje de «musical», ¿por qué no iba a ser Merlín protagonista de una película de dibujos animados? Cosa que inteligentemente hizo Walt Disney tomando el rábano de las novelas de T. H. White y dándose cuenta perfectamente de que esas novelas no pasan de literatura juvenil.
Una extraña película, extrañísima, es la versión española de Parsifal, de Carlos Serrano de Osma (un director de filmes «ambiciosos y desiguales netamente al margen de la producción española de la época», como Embrujo, La sirena negra, La sombra iluminada o Rostro al mar), rodada en 1951 en colaboración con Daniel Mangrané, basada en la ópera de Wagner, y que Enric Crespi califica como «obra curiosa, inquietante, visceral y atmosférica, tanto por parte de los actores como del equipo realizador. Filme object de culte de cinéfilos y wagnerianos, con abundantes pinceladas surrealistas, dalinianas, y hasta cierto punto transgresor respecto a la oscura filmografia de la época, en la que brilla corno una estrella solitaria». Yo la recuerdo vagamente, y la impresión que ha dejado en mi recuerdo evoca la atmósfera telúrica y mágica del Excalibur de Boorman, acaso por los alargados caballeros con armaduras blancas o por los fondos de niebla. Lamentaría que el parecido de la atmósfera de ambas películas fuera fruto sólo de mi imaginación.»

El libro concluye con un epílogo, a cargo del autor, titulado El mundo de Arturo:

«La fascinación del mundo artúrico, con sus personajes magníficos, su geografia no menos maravillosa y la aventura permanente como centro y motor, a la vez mística y poética, interior y épica, es inagotable, y al contrario que otras fascinaciones, cuanto más se repite, más se renueva. Y aunque el hedonismo, el materialismo, el relativismo, el socialismo, el consumismo, el papanatismo, y demás «ismos» de esta época demasiado «ístmica» dan como resultado secundario, y quién sabe si no es el objetivo principal, la abolición de toda idea noble y elevada, siempre permanecerá algún rescoldo en las luminosas profundidades del ser humano (porque no todo ha de ser psicoanálisis, no todas las profundidades son tenebrosas), al menos en tanto resista y se obstine en seguir siendo humano y no un número, objeto de la estadística y conejillo de Indias de la eugenesia y otras ingenierías sociales, y siempre será posible la esperanza mientras cabalguen en la frescura y la limpieza azul y dorada de la mañana el rey Arturo y los nobles e intrépidos caballeros de la Mesa Redonda y san Jorge, surgiendo de la niebla rojiza, hunda su lanza en las fauces del dragón. El rey Arturo, de quien decía Álvaro Cunqueiro que no debe haber libro en el que no figure su nombre; la gentil aunque en ocasiones desquiciada reina Ginebra; el apuesto Lanzarote, cumplido caballero que acaba en conquistador de dama de alta alcurnia; el bizarro y fanfarrón sir Gawain; la variable Morgana, unas veces hada y otras hermana pérfida y traidora, como corresponde a la función fraterna; el ambicioso y cejijunto Mordred, corroído por la envidia y el resentimiento; el burocrático sir Key; el ingenuo y desmañado Perceval y Galaz, puro como el oro, y sir Bors, el «hombre corriente» los tres a la busca del Grial; y, en fin, el mágico Merlín, de quien, según Feijoo, «hasta los niños tienen noticias», y a su alrededor, los caballeros de la Mesa Redonda, que eran muchos, pero cada uno individualizado, y otros caballeros aventureros o felones, heroicos o secuestradores de damas, piadosos o bocazas; y damas pálidas y gentiles, siempre dispuestas a dejar sus pañuelos de fina seda sobre las armas del caballero preferido, o damas melancólicas, que habitan en castillos apartados a la orilla de lagos profundos; y hechiceros, escuderos, reyes de tierras bárbaras y gigantes que acaban mordiendo el polvo, pueblan un reino de la imaginación y la poesía incomparablemente variado y colorista, en el que se alzan la torreada Camelot; la Ciudad de las Legiones, que es silla de arzobispo; el bosque de Broceliande, en cuyo interior Merlín tiene una mansión de setenta ventanas y setenta esquinas; el misterioso y prodigio-so castillo del Rey Pescador; el palacio helado y sumergido de la Dama del Lago; la isla de Avalón, con sus hechicerías y manzanos, y la Isla Giratoria, que se mueve lenta y solemnemente, siguiendo el movimiento del firmamento: personajes y lugares que son los protagonistas y los escenarios de la búsqueda imperecedera del Grial, que, según consta en la Demanda del Santo Grial, entró en la corte de Arturo «por la gran puerta del palacio y, una vez que estuvo dentro, el salón se llenó de buenos olores, como si todas las especias de la tierra hubieran sido derramadas allí».
Todo este mundo poético y maravilloso existe en torno a Arturo y en torno al Grial, comunicándonos la estimulante impresión de que no pueden existir una empresa y un reino de estas características si no los sostiene un ideal elevado. Aunque los ideales elevados sean inalcanzables Tan sólo tres caballeros, Galaz, Perceval y Bors, pudieron acercarse al Grial, pero no lo devolvieron a la tierra como Jasón regresó de la Cólquida con el Vellocino de Oro; sólo Galaz, el más puro, subió al cielo en la estela del Grial. Las cosas del cielo no ocupan lugar en la tierra, o, como intuía Hölderlin, el hombre sólo soporta por breves instantes la presencia de lo divino. El Grial fue la aspiración mística de unos caballeros bastante humanos: por eso no lo alcanzaron. Hoy, el mundo artúrico que bulle en torno a él es parte principal de nuestra nostalgia.»

 

Índice

Prólogo, de José Manuel Pérez-Prendes, 13
Introducción, 19

CAPÍTULO 1
Historia y leyenda, 23
La formación de la leyenda, 29
Creación y evolución de los personajes, 34

CAPÍTULO II
El reino mágico de Arturo, 41
Los nueve héroes, 46
La Casa Real de Pendragón, 49
Presentación de Arturo, 57
Vida (posible y literaria) de Arturo, 62
Arturo y Carlomagno, 74
El nombre de Arturo, 77
Arturo, nombre de rey, 79
Arturo y el sebastianismo, 81

CAPÍTULO III

La institución de la caballería y la gran aventura, 89
1, 91
La Mesa Redonda, 91
Lanzarote del Lago, 95
Sir Gawain, 102
SirKeu o Key, 108
Lanval, 110
Lionel, 114
Mordred, 116
Los compañeros mágicos, 120
Los caballeros insolentes, 124
2, 130
El Grial, 130
La historia del Grial, 139
José de Arimatea, 141
El Rey Pescador, 145
El castillo de Corbenic, 151
Mordrain, 153
Sir Bors, 156
Perceval, 163
Galaz, 167
El Grial y el Santo Sepulcro, 173
Los templarios, 175
El Vellocino de Oro y el Santo Grial, 180
El Grial y la gastronomía, 193

CAPÍTULO IV
El mágico Merlín, 197
Merlín en la literatura, 209
Merlín y Fausto, 220
Virgilio, 223

CAPÍTULO V
Las mujeres arturianas, 225
Esposas y amantes, 228
Ginebra, 230
Morgana, el hada, 236
La Dama del Lago, 244
Ygerne, 246
Dandrane, 248
Las doncellas prisioneras, 249
La doncella hospitalaria, 253
Galantes y asexuados, 256
CAPÍTULO VI

El Otro Mundo, 261
La isla de Avalón: hadas y manzanas, 269
La muerte de Arturo, final abierto, 277

CAPÍTULO VII
Los escenarios naturales. El bosque y el río, 283
Ciudades y castillos, 288
La espada, motivo épico, 296
Caballos y otros animales, 301
El número doce, mito solar, 307
Elementos bíblicos y mitológicos, 309
Bretones y sajones, 313
La cocina de Camelot, 317

CAPÍTULO VIII
Los creadores de la leyenda, 331
Geoffrey de Monmouth, 334
Chrétien de Troyes, 336
Wolfram von Eschenbach, 341
Sir Thomas Malory, 344
Arturo en la literatura europea, 348

CAPÍTULO IX
Nuevas versiones arturianas, 353
Don Quijote y el mundo artúrico, 356
Presencia de Arturo en Edmund Spenser, 370
Shakespeare y Arturo, 373
John Milton, 376
Walter Scott, 377
Alfred Tennyson, 385
Richard Wagner, 388
Isaac Albéniz, 393
Tres novelistas norteamericanos: Mark Twain, Cabell y Steinbeck, 395
Un yanqui en la corte del rey Arturo, 398
James Branch Cabell, 402
John Steinbeck, 404
T S. Eliot y el Grial, 408
T. H.White, 410
Benjamín Jarnés, 412
Álvaro Cunqueiro, 413
Arturo en el cine, 419
Epílogo. El mundo de Arturo, 427

Bibliografía, 429