Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

El escultor Luis Fernández de la Vega

«Me fui a Valladolid y volví a Asturias con el oficio bien aprendido»

El artista, nacido en Gijón en 1601 y desconocido para muchos, fue autor de multitud de obras en conventos e iglesias de la región, como el retablo del santuario de Contrueces.

Ha pasado sin pena ni gloria el cuatrocientos aniversario del nacimiento del escultor Luis Fernández de la Vega, sobre quien Jovellanos escribe la décima de sus cartas a Ponz. El motivo de dedicarle una carta entera a Fernández de la Vega se debe a que su descubrimiento «vale por media docena de buenos retablos o de bellas pinturas», añadiendo el polígrafo gijonés, en tono de queja: «En efecto, ¿quién le diría a usted que un país donde no hay grandes poblaciones ni grandes caudales, donde son pocos los establecimientos públicos que requieran grandes obras y edificios y donde, finalmente, apenas se tiene idea del lujo artístico había de producir uno de los mejores escultores españoles? Y ¿quién me diría a mí que después de haberlo producido Asturias no se hallaría entre mis paisanos quien se hubiera dedicado a conservar la memoria de su existencia, de su habilidad y de sus obras?». Pero así ha sucedido con Luis Fernández de la Vega, a finales del siglo XVIII como a principios del siglo XXI.

«Sin embargo, tal ha sido la suerte del escultor don Luis Fernández de la Vega», continúa Jovellanos, «cuando llegué a esta villa (de Gijón), su nombre se conservaba apenas en la memoria de sus parientes y de sus obras, la mayor parte desconocidas, sólo tal cual era celebrada por algún curioso, acaso sin saber a quién pertenecía. Usted mismo las vio y admiró en Oviedo, sin hallar quien le dijese: «Son de don Luis de la Vega». De este modo la ignorancia, oscureciendo la memoria de los hombres célebres, hace que la posterioridad sea con ellos injusta y les robe la recompensa de gloria debida a sus talentos».

Es de justicia reconocer la atención que le dedicaron Germán Ramallo en diferentes publicaciones, siendo la más destacada «Luis Fernández de la Vega. Escultor asturiano del siglo XVII» (Oviedo, 1983), Joaquín Manzanares, Javier Barón y Colomán Casanovas González, que hace sobre él un breve trabajo, «Luis Fernández de la Vega y su época», incluido en «Scripta et opera medicorum», interesante obra colectiva coordinada por Joaquín Fernández García y Celestino Vigil, publicada en Oviedo en 1998.

A quien menos le importan los olvidos es al propio Luis Fernández de la Vega, el cual reside en Oviedo, ya con edad avanzada, y pese a ser nacido en Gijón.

­—¿Nació en la propia villa de Gijón? (Le pregunto).

—No, nací en el lugar de Llantones, parroquia de Santa María de Leorio, en el concejo de Gijón, en 1601. Mi padre era molinero pero hidalgo y estaba casado con mi madre, que se llamaba María González, en tercera nupcias.

—¿Y a usted no le gustaba el oficio de molinero?

—No es por despreciar, pero siempre pensé que podía dedicarme a otra cosa. De niño, con una navajita y un trozo de madera, era capaz de hacer cualquier cosa. Y como los que más me llamaban la atención eran los santos que veía en la iglesia, tallaba santos. Hasta que el cura se dio cuenta de que yo tenía facultades como tallista.

—Pero una cosa son las facultades y otra el oficio.

—Es verdad.

—¿Dónde aprendió el oficio?

—En la ciudad de Valladolid. Pero debo indicarle que hice mi aprendizaje en esa ciudad castellana por casualidad o, si se quiere, por un pleito.

—¿Cómo que por un pleito?

—Si me permite que se lo cuente, lo cuento, y así no se asombrará usted. Tanto mi padre como mi abuelo eran de mi mismo nombre, Luis Fernández de la Vega ambos, naturales también y también vecinos de Llantones, y agraciados por tradición y herencia familiar al estado noble. De hecho, mi padre fue empadronado por dicho estado en Llantones en el año 1602, al año justo de nacer yo. Y no sé si sabe, Noriega, que en la pequeña nobleza no habrá hacienda, pero hay pleitos, de modo que fui enviado a Valladolid en seguimiento de un pleito que manteníamos desde antiguo y, dado que mi nombre era el mismo que el de mi padre y mi abuelo, podía firmar por ellos. El pleito se fue demorando, como es corriente en estos casos, y, como yo disponía de mucho tiempo libre, mataba mis ocios paseando por la ciudad de Valladolid, que dicho sea entre nosotros, es fría, cuenta con alguaciles abusones y, en líneas generales, no me gusta nada. A causa del frío, pues era invierno, me las apañé para encontrar un lugar resguardado donde pudiera entretenerme, que era el taller de un escultor. En él pasaba horas y horas, viéndole a él trabajar y, a mi vez, protegiéndome del frío. Al encontrarme tan asiduo a su taller, cierto día el escultor me preguntó si quería aprender el oficio; yo le respondí que sí, por responder algo, y entonces el escultor me encargó que esculpiese alguna cosa, para comprobar mi habilidad. Entonces yo esculpí en un mazo los misterios de la Pasión y el maestro, al verlos, exclamó, asombrado: «¡O tú eres el diablo o eres el famoso Luis de la Vega!».

—¿Cómo es posible que fuera usted conocido en esa ciudad castellana si todavía no era ni aprendiz de escultor?

—Don Luis Fernández de la Vega se encoge de hombros y responde con modestia, levantando los ojos.

—Conste que yo no inventé esa historia, sino que son otros quienes la refieren. Además, ya le he dicho que de niño tallaba todo lo que encontraba en Llantones. Por lo que el oficio de escultor no me cogió de nuevo.

—Me deja usted anonadado.

—No hay motivo, Noriega. A Valladolid acudíamos los asturianos en busca del tribunal de apelación de las sentencias de los jueces ordinarios y, a pesar de ser ciudad hosca, como todavía era la corte de su majestad don Felipe III, habían abierto talleres en ella muy buenos escultores. El que se prestó a ser mi maestro tallaba al modo de Gregorio Hernández, por lo que algo me quedó a mí de ese estilo, aunque debo reconocer que en versión menos grandiosa. También tuve oportunidad de contemplar obras de Cano, que me ayudaron mucho en el afianzamiento el oficio.

—¿Y qué hizo una vez que aprendió el oficio?

—Volví a Asturias, como usted bien dice, con el oficio aprendido.

—¿Y con el pleito ganado?

—Los pleitos jamás se ganan.

—¿En Asturias se instala como escultor?

—Sí, primero en Gijón y luego en Siero, donde contraje matrimonio con María Argüelles en 1629. En 1636 fui nombrado juez noble, pero en 1638 me traslado a Oviedo, abriendo el estudio en la Puerta Nueva. Y aquí me tiene. Soy vecino de Oviedo desde hace treinta y siete años.

—¿Por qué motivo?

—Porque en Oviedo hay más conventos y más iglesias, aunque debo aclararle que yo trabajo para toda la provincia, y obras mías se encuentran también fuera de Asturias: en Oviedo, desde luego, y en Cangas del Narcea, Salas, Soto de Aller, Villaviciosa, Llanes, Noreña, Langreo, Tineo, Limanes... También se encuentran obras mías en Medina del Campo, en Nuestra Señora de Carrasconte, en León, donde tallé la Anunciación del retablo, con los pliegues de la túnica del ángel en forma de abanico, de modo que da la sensación de que va a moverse al menor soplo de viento. Mi opinión es que la escultura debe tener movimiento y el movimiento se lo da la mano del escultor. De lo contrario, la escultura es piedra, mármol o madera, pura materia y nada más.

—¿Y no hay obra suya en Gijón?

—¿No va a haber? Trabajé en el retablo de la Barquera e hice el retablo del santuario de Contrueces, que tengo por una de mis obras principales. Para tallar el Santiago Matamoros hube de resolver problemas de movimiento y de escorzos a los que hasta entonces no me había enfrentado.

—¿No le da vergüenza haber tallado un Santiago Matamoros? ¡Qué dirá el P. Etelvino!

—Ese Santiago Matamoros no me lo encargó ningún P. Etelvino. ¿Y por qué ha de darme vergüenza haberlo hecho?

—Por «políticamente incorrecto».

—No sé qué es eso. Si estuviera mal tallada esa obra, claro que me daría vergüenza que se dijera que es mía. Pero porque Santiago esté matando moros... ¿No fue así como sucedió?

—Sí, así debió haber sido, don Luis. Otra pregunta: ¿qué prefiere hacer, imaginería o retablos?

—Las imágenes sueltas son menos complicadas. Yo concibo los retablos como conjuntos de imágenes. Y como los retablos plantean mayores problemas de carácter técnico, prefiero los retablos.

—Se le considera un verdadero maestro retablista.

—Ello se debe a haber estudiado con gusto y detenimiento la arquitectura en general, y muy en particular la de la catedral de Oviedo, donde hice los retablos de las capillas de Santa Bárbara y los Vigiles y el del altar de San Martín. También hice los retablos de las iglesias de San Vicente y San Pelayo y el de la capilla de Nuestra Señora de la Barquera, en Gijón. Para mi gusto, éstos son los mejores retablos que hice.

—Y como imaginero, ¿qué prefiere?

—Si le digo la verdad, es difícil escoger. Pero hay obras que se elogian ellas mismas, como el Nazareno de Soto de Aller, la imagen de Santa Teresa, la de Santa Ana y la Virgen niña en la iglesia de la Corte, en Oviedo, y San Pedro en la cátedra, en el Colegio de los Verdes.

—¿Puede decirse que ha creado escuela, maestro?

—La mejor escuela es el trabajo bien hecho.

La Nueva España · 14 de enero de 2002