Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Francisco Tamés Hevia,
hombre independiente

Nos llega el número 3 de «Viejo Cubia», la meritoria publicación llevada adelante a lo largo de tres números, lo que no es poco, por la asociación juvenil ACFAYD, bajo la dirección de César García Santiago. Esta publicación, bien hecha, bien confeccionada, con oportuno material fotográfico, se autotitula «Revista histórica de Grado», y lo es, ciertamente. A diferencia de algunas publicaciones locales, que son feudos centenarios de la cursilería, del mal gusto y de la adulación más sebosa, «Viejo Cubia» opta por el rigor y por el estudio «en serio» de las cosas del concejo. Nada de ocuparse de si ha llegado la gentil y distinguida hija de un indiano, sino de la historia geológica de Grado, del tesorillo romano-bizantino de Chapipi, de la antigua iglesia parroquial de Grado, de la historia del periodismo moscón, del mote «moscón», de la tierra de Peñaflor en la baja Edad Media, de Concha Heres, de la segregación de Montovo, Llamoso y Ondes, etcétera. Van a perdonarme que no mencione todos los artículos ni los nombres de sus autores para no hacer demasiado larga esta noticia. Uno de los artículos se ocupa de la figura poco conocida de Francisco Tamés Hevia, de quien afirma su autor, Francisco Feo Parrondo, que «es uno de los principales personajes de la primera mitad del siglo XIX oriundos del concejo de Grado». Y Álvaro Fernández de Miranda, en su obra «Grado y su concejo», le retrata «afable en su trato, morigerado en sus costumbres, con mediana fortuna, fruto de asiduo trabajo», añadiendo que «en cuantos puestos ocupó hizo patente su inteligencia, desinterés y probidad». Es, por tanto, Tamés Hevia uno de esos asturianos, muy típicos del siglo XIX, que se distinguieron como excelentes administradores y como personas cabales, eficaces y honradas. También es un liberal consecuente y convencido, y ha actuado de acuerdo con sus ideas, sin importarle los disgustos que ello le pudiera ocasionar.

—Nació usted en Grado, según tengo entendido.

—Entendió usted bien. Nací en Grado, en 1795, hace la friolera de setenta años.

—¿Le parecen muchos años?

—Son muchos. Y pesan.

—También tengo entendido que fue usted un brillante alumno de la Universidad de Oviedo.

—Digamos que estudié en esa Universidad. El 19 de julio de 1816 recibí el grado de bachiller en Sagrados Cánones y obtuve la primera regulación. Luego, el 12 de marzo de 1817 recibí el mismo título de bachiller en la Facultad de Leyes. Durante el tiempo de mis estudios argüí y defendí en actos mayores y cuodlibetos y llegué a sustituir en algunas ocasiones a varios catedráticos, por ausencia o enfermedad.

—¿Eso supone una gran categoría?

—Imagínese. ¡Dar clases siendo alumno! Por fin, el 15 de julio de 1819, sufrí un riguroso examen de capilla de nueve horas de duración, durante las cuales fui examinado por veintidós doctores, de los que recibí el aprobado, «nemine discrepante». El día 8 de julio de 1819 recibí la borla y el título de doctor en Sagrados Cánones, y en la apertura de curso de ese año, el claustro de la Universidad de Oviedo me encargó la dirección de la Academia de Leyes y la sustitución de la cátedra de Prima de Cánones: destinos que desempeñé hasta 1820. También en 1819 fui nombrado, por unánime consentimiento del claustro, bibliotecario mayor de la Universidad, director de la Academia de Cánones y catedrático interino de Matemáticas, cuya propiedad me fue posteriormente conferida por S. M. Pero en 1822 fue separado de la Biblioteca Universitaria por disposición del ministro de Gobernación y renuncié a la dirección de la Academia de Cánones y a la cátedra de Matemáticas, para ocupar la cátedra de Derecho Político y Constitucional, hasta ser promovido por real orden a juez de primera instancia de Cangas de Tineo, cargo que desempeñé por poco tiempo, porque en 1823, al ocupar Tineo las tropas francesas que restituyeron a Fernando VII como rey absoluto, me vi obligado a abandonar la provincia hacia Galicia en cumplimiento de órdenes superiores y también debido a mi condición de oficial de la milicia nacional. Después de la capitulación de La Coruña regresé a Oviedo, donde sufrí mil vejaciones, destierro y confinamiento, por lo que no pude obtener empleo alguno durante once años. El sambenito de haber sido «negro» pesaba sobre mí.

—Y eso que, según Gabriel Santullano, era usted por entonces un «liberal moderado».

—Daba igual ser moderado que exaltado. Por aquellos días de vuelta del absolutismo, la reacción no reparaba en matices.

—¿Qué hizo usted?

—Pues ejercer como abogado. Y eso que no ocupé cargo alguno durante el período revolucionario de 1820 a 1823, ni pertenecí a ninguna secta ni sociedad secreta, ni estuve procesado criminalmente, ni fui afrancesado, lo que me parece el colmo de la idiotez. Es más: durante el poco tiempo que fui juez de primera instancia de Cangas de Tineo, en condición de interino, procuré comportarme con la mayor prudencia y ecuanimidad, defendiendo a las personas perseguidas por los sectarios del Gobierno revolucionario, salvando a unos la hacienda y a otros incluso la vida, y procurando aliviar la situación de los que estaban en prisión. Porque los revolucionarios constitucionalistas también se las traían, y entre los revolucionarios y los absolutistas, no me quedo con ninguno.

—Parece ser que se le tuvo en cuenta haber sido alcalde segundo de Oviedo en 1822, con el Gobierno revolucionario.

—Entonces se tenía en cuenta cualquier cosa.

—¿Cuándo fue rehabilitado?

—En marzo de 1834. Para mi rehabilitación se valoró que fuera miembro de la Sociedad Económica de Amigos del País de la ciudad de Santiago. También que no me afectara tacha legal alguna que me impidiera optar a los empleos del Estado. Y conforme a esto, en ese mismo año fui nombrado secretario del gobierno político de Oviedo. Posteriormente, fui alcalde del crimen en Cáceres y en 1835, oidor de La Coruña, cargo que abandoné en 1839 al aceptar presentarme para diputado a Cortes por Oviedo, para lo que ingresé en el partido moderado, que es el que más y mejor va con mi manera de ser y de pensar.

—Pero se trata de un partido de derechas...

—¿Es usted también de esos simplificadores simplistas que creen que para ser liberal hay que ser de izquierdas?

—No, de ninguna manera. Más bien creo que las izquierdas tienen muy poco de liberales. Pero dejémonos de política y volvamos a lo nuestro.

—Dice usted bien: dejémonos de política. Porque yo, todos los disgustos que tuve fueron por meterme en política.

—¿Resultó elegido diputado en 1839?

—Sí, desde luego. Pero al producirse el pronunciamiento de 1840 que le dio la regencia al general Espartero, yo fui confinado en mi casa de Oviedo, bajo vigilancia policial, hasta la desaparición de dicha Regencia, en 1843.

—Y al poco tiempo volvieron al poder los suyos.

—Sí, y fui nombrado regente de la Audiencia de Albacete y más tarde regente de la de La Coruña, hasta ser nombrado fiscal togado del Tribunal Mayor de Cuentas, cargo del que fui destituido a los pocos meses, por enfrentarme con el Gobierno...

—¡Pero hombre...! ¡Si gobernaban los moderados!

—Sí, pero la verdad está por encima de los partidismos.

—¿Y qué hizo entonces, ya que se le cerró la carrera profesional?

—¿Qué iba a hacer? ¡Dedicarme a la política! En 1847 volví a ser elegido diputado por Oviedo y unas veces por la circunscripción de Oviedo, otras por la de Pontevedra, fui diputado en varias legislaturas, y además ocupé diversos cargos, como presidente de la Real Compañía de Comercio de La Habana y consejero de Instrucción Pública.

—Bueno, al final no le salieron tan mal las cosas como le podían haber salido.

—Es verdad. Pero debo decirle algo que está por encima de todo, y es mi sentido de la independencia. Sin independencia no hay justicia ni hay nada. El hombre no debe estar atado a ninguna ideología ni tener otro compromiso que con su conciencia.

La Nueva España · 18 de abril de 2005