Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Gaudiosa, esposa de don Pelayo

La que fue mujer del rey astur creó durante la batalla de Covadonga un pequeño ejército en Liébana, donde había nacido, por si «las cosas salían mal dadas»

En un artículo titulado «Las reinas asturianas: historia de un silencio», publicado en La Nueva España el 26 de diciembre de 1993, su autora, Montserrat Garnacho, hace un reproche de signo feminista: «En una sociedad dominada por valores guerreros y prácticamente analfabeta, era de esperar que los documentos y las crónicas oficiales –árabes o cristianas– se ocuparan exclusivamente de hechos y personajes que tuvieran cierta relevancia bélica y política y no de la vida de las mujeres. Sólo nos quedan las huellas de unas cuantas escondidas tras las sombras de los propios reyes, cuyas hazañas hemos de tomar como punto de referencia para poder caminar». El reproche es exagerado, porque si de los reyes se sabe poquísimo (de los primeros de la Monarquía asturiana, apenas poco más que el nombre), es lógico que de las reinas se sepa aún menos. Pero esto no es defecto sólo de la sociedad machista. También ocurre en la sociedad más progresista y menos machista que hubo en España desde los nebulosos orígenes de su historia, es decir, en lo que con toda propiedad los historiadores pronto empezarán a denominar «el año de Zapatero». ¿Quién sale más en los periódicos, Zapatero o la señora Fernández de la Vega? Y eso que Zapatero es lo menos machista y lo menos belicoso que se me ocurre nombrar. Y ahora, aguardemos a que pasen mil doscientos años. ¿Se acordará alguien de Zapatero? Seguro que no; pero menos se recordará a Fernández de la Vega. Así que una de dos: o eres el rey de una gran potencia como Carlomagno o Bush, o un gran personaje como Juan Pablo II, o el mandatario se hunde en el olvido. Les ocurrió a los reyes asturianos, les ocurrió a sus esposas y les ocurrirá a quienes hoy centran la información y ocupan las primeras páginas de los periódicos. El paso del tiempo es implacable.

En una línea bastante dispar a la de Montserrat Garnacho, Jesús Evaristo Casariego afirma que «resulta indudable que fue en la monarquía asturiana donde, pese a todas las restricciones y prejuicios negativos, la mujer empieza a ejercer un papel político que tan alto valor habrá de tener en el caso de las Sanchas, Urracas, Petronilas, Berenguelas, Molinas e Isabelas de la historia de España. La monarquía asturiana es en eso mucho más abierta que la gótica de Toledo. Y cabe suponer que en ello pudiera tener mayor influencia el catolicismo, más libre de trabas que en Toledo, y tal vez las tradiciones de la población indígena asturiana».

En un caso, parece lamentarse que los personajes históricos no hayan sido siempre tan «modernos» como lo son los de ahora; en el otro, la historia tira por donde le conviene a Casariego, que siempre destacó la función protagonista de los asturianos en la historia universal.

A Gaudiosa la nombra el Códice Ovetense de la Crónica Alfonsina, versión de Sebastián. La mujer del rey, evidentemente, es la reina, aunque Gaudiosa no nació reina ni en cuna real.

—Mayor mérito –me dice.

—Ciertamente, es mayor mérito llegar a ser rey sin ser hijo de rey, aunque tenga menos solera. ¿Dónde nació usted, mi reina doña Gaudiosa?

—En Liébana, hacia la zona de Cosgaya. Y conocí a don Pelayo cuando vino a establecerse a Asturias, después de la derrota que en Guadalete sufrieron el rey don Rodrigo y todos los godos.

—¿Le llama usted don Pelayo a su esposo?

—Desde que es rey, sí. Antes le llamaba Pelayo.

—¿Por qué ese tratamiento?

—Porque fue el primero en usar el «don» como honorífico.

—¿Y qué me dice del rey don Rodrigo?

—No le digo nada porque no le conocí. Siendo rey, calculo que podría usar el «don». Pero don Pelayo lo usaba antes de ser rey.

—¿Y qué me dice de su nombre, Gaudiosa?

—Es un nombre bonito; significa «gozosa», o, como lo interpretan algunos clérigos, «agradable a Dios».

—¿Había participado don Pelayo en la batalla de Guadalete?

—Eso no se lo puedo asegurar, porque al producirse la invasión musulmana no estábamos casados. Él, por desavenencias cortesanas, vivía como particular a este lado de las montañas cuando entraron los moros, pero me consta que, al derrumbarse la monarquía goda, bajó a Toledo para recoger algunos tesoros antes de que fuera tomada la ciudad; y los trajo a Asturias, y los escondió en un monte llamado Monsacro o sagrado.

—¿Qué clase de tesoros eran?

—Las santas reliquias –dice doña Gaudiosa, y hace la señal de la cruz, fervorosamente.

—¿Don Pelayo había sido militar antes de retirarse a este lado de las montañas?

—Sí, había sido militar y había alcanzado el grado de espatario, que equivale a oficial intermedio. Pero a la vista de que, debido a la enemistad de su familia con la familia de Witiza, tal vez el ejército godo no le ofreciera buenas perspectivas de ascenso, prefirió retirarse a Asturias como caballero particular.

—¿Cómo es que usted le conoció?

—Porque a veces iba a Liébana, a traficar con caballos. Conforme traficaba iba adquiriendo gran conocimiento de estas tierras montañosas, y de las tribus que las habitaban. Al principio, don Pelayo les tenía tan poca simpatía a las gentes de Witiza como a los propios moros.

—¿Por qué?

—Porque Witiza había matado a su padre en Tuy, de un palo en la cabeza.

—¿Por qué motivo?

—Por un lío de faldas, según creo adivinar. Don Pelayo nunca me contó gran cosa de aquel asunto, salvo que su padre se llamaba Favila y era duque. Por eso, cuando tuvimos nuestro hijo, se empeñó en ponerle el nombre de Favila, como su abuelo.

—¿Qué me puede contar de las relaciones de la hermana de don Pelayo con Munuza, el gobernador moro de Gijón?

Doña Gaudiosa enrojece hasta la raíz de los cabellos.

—No creo que deba decirle nada... Si don Pelayo se entera...

—¿Alguna vez don Pelayo la hizo pasar a usted por su hermana?

Doña Gaudiosa, al escucharme, no sólo continúa enrojeciendo, sino que suda.

—No... Bueno, en fin... ¿Qué quiere que le diga? Cuando andábamos por tierra de moros, los moros me miraban y le preguntaban a él: «¿Es tu mujera?». Porque ya se sabe que los moros son muy libidinosos, sobre todo cuando ven mujeres rubias. Entonces don Pelayo, para que no le mataran para conseguirme a mí, dio en decir que era su hermana, como había hecho Abraham con su mujer, Sara, cuando estuvieron en el reino de Faraón. Esta historia figura en la Biblia, en la que sólo se encuentran buenos ejemplos.

—¿Por qué montó en cólera don Pelayo contra Munuza después de haber sido su embajador en Córdoba?

—Porque aquel moro le deshizo la cama a su hermana.

—Pero la culpa fue de don Pelayo, por haberla dejado al alcance del moro.

—¡Fue del moro, que no supo respetar! Don Pelayo, al regresar de Córdoba, reunió a los jefes de los clanes de las montañas, levantó la bandera de la rebelión y derrotó a los moros en Covadonga.

—¿Dónde se encontraba usted durante la batalla de Covadonga?

—En Cosgaya. Me había enviado a Liébana para que estuviera más segura, pero yo organicé un pequeño ejército de lebaniegos por mi cuenta, por si las cosas salían mal dadas en Covadonga. Un día bajó un pastor de las cumbres y nos dijo que don Pelayo había sido proclamado rey, subido sobre su escudo. «Es buena señal», dije. Y los lebaniegos que me escucharon empezaron a llamarme reina. No tardó ni dos días en aparecer otro pastor que nos comunicó que un gran ejército de caldeos avanzaba penosamente por las montañas. Las gentes de Liébana se alarmaron, pero yo les dije: «Es otra buena señal. Si hubieran derrotado a don Pelayo, estarían celebrando la victoria en Covadonga. Si avanzan penosamente por las montañas, es porque fueron derrotados y huyen del furor pelagiano. Hay que estar preparados –añadí–, por si bajan a Cosgaya, para que aprendan cómo se las gastan los lebaniegos». Todo salió tal como yo había previsto. Lo que es llegar, los moros llegaron. Pero no hubo uno que pudiera salir. No quedó cabeza sobre hombros.

—¡Terrible walkyria! ¿Volvió a participar en otra batalla?

—No, porque después de Covadonga, don Pelayo prefirió proteger el pequeño reino de Cangas de Onís a aventurarse en conquistas. Yo tuve dos hijos, Favila, que será rey, aunque es algo alocado y prefiere la caza a las labores de gobierno, y Ermesinda, a quien don Pelayo envió con las monjas, para que recibiera esmerada educación, pues tiene el proyecto de casarla con Alfonso, el hijo de don Pedro, el duque de Cantabria, que, desde hace algún tiempo, reside en nuestra corte. Ermesinda pierde el pañuelo cada vez que ve a Alfonso, y esto a don Pelayo le encanta, porque, después de ser rey, su máxima aspiración es emparentar con la alta nobleza visigótica.

La Nueva España · 23 de mayo de 2005