Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Adosinda, reina de Pravia

La esposa de Silo, el monarca que trasladó la corte asturiana desde Cangas de Onís a la vera del Nalón, fue nieta de Pelayo, hija de Alfonso I y hermana de Fruela

Santianes de Pravia se eleva en la orilla izquierda del río Nalón, a dos leguas de Pravia. Las aguas del río bajan lentas y cristalinas, y aquí o allá salta una trucha. La iglesia, el palacio del rey y el convento de monjas se encuentran en la parte alta de la aldea, que se desparrama por la ladera hacia el río. Cierra el conjunto un hórreo enorme, de curiosa forma, que parece volado sobre un prado recién segado. La reina se encuentra en el convento, en compañía de su hija María y rodeada por sus damas y doncellas. De pronto, se produce un cierto revuelo en el palacio, se abren las puertas y aparece el rey Mauregato, seguido de un gastador y de media docena de cortesanos aduladores. El rey tiene aspecto de moro, la piel oscura, la barba negra, la mirada estrábica y los dientes podridos. Antes de emprender camino en dirección al río, echa una mirada hacia el convento, y la reina Adosinda se indigna.

—El hijo de la sierva –comenta, con desprecio.

—Diga, majestad.

—Que la madre de este sujeto –me dice la reina, señalando hacia Mauregato– era una sierva llamada Sisalda. Una sierva mora.

—¿No mantiene relación con él?

—¿Con ese usurpador? No, de ninguna manera. Yo soy una reina de sangre real y de la más alta nobleza goda, nieta, hija, hermana y viuda de reyes, en tanto que Mauregato es pura chusma perronera.

—¿No le perdona que la haya apartado de la política y recluido en este convento?

—No, no se lo perdono. Bien sé que el destino de muchas reinas viudas es recluirse en un convento. Pero otras reinas se recluyen voluntariamente. En tanto que a mí me ha recluido ese usurpador. Y lo malo de esta corte de Santianes de Pravia es que es tan pequeña que no puede una asomarse a la ventana sin ver a ese morángano. ¿Me comprende?

—La comprendo. ¿Hubiera estado mejor en Cangas de Onís?

—Aquella corte también era muy reducida, pero allí Mauregato era un don nadie, un bastardo.

—Sin embargo, no por eso deja de ser primo suyo.

—Por un desliz de mi padre, el gran Alfonso I, quien al quedar viudo de mi madre, la reina Ermesinda, tomó por amante a la madre de ese bastardo.

—Mi reina: ¿qué dice de su situación actual su buen amigo Beato de Liébana?

—Beato, en efecto, es un clérigo muy culto, y la última vez que estuvo aquí, en Santianes, fue para asistir a mi toma de velo como monja en este convento. Pero como todos los intelectuales, es poco de fiar, y defiende sus intereses antes que tener en cuenta los intereses de los demás. Como usted seguramente sabe mejor que yo, Beato anda empeñado, desde hace años, en denunciar y refutar la herejía adopcionista, sustentada por Elipando y Félix de Urgel, según la cual, Jesucristo no es hijo de Dios, sino su hijo adoptivo. Grave desviación herética que también refutan los teólogos del imperante Carlomagno, el de la barba florida, y en su nombre el inglés Alcuino. La doctrina contra los adopcionistas, en gran parte elaborada por el propio Beato, ha sido aceptada como ortodoxa por el propio papa Adriano I. Ahora bien: por juntarse al poderoso, Mauregato, con la esperanza de resultarle grato al inoperante Carlomagno, se ha vuelto también enemigo de los adopcionistas, y como esta actitud coincide con los intereses de Beato de Liébana, en su himno «O Dei Verbum» ha incluido en acróstico una oración por el maldito usurpador: «Oh, rey de reyes, escucha al piadoso Mauregato y préstale tu protección con amor». ¡Piadoso Mauregato! Lo que me faltaba por oír.

—Lo siento, majestad.

—Más lo siento yo. Pero es que los intelectuales no merecen ninguna confianza. A la primera oportunidad te venden.

—Hablemos de asuntos más gratos. ¿Usted nació en Cangas de Onís?

—Muy cerca, a orillas del río Sella, en el palacio que era de mi padre. Al morir mi tío Favila en un accidente de caza, mi padre fue elegido rey a la manera visigótica, tal como lo había sido mi abuelo don Pelayo, alzado sobre su pavés, y se trasladó a Cangas de Onís, destinando su palacio a monasterio, a lo que hoy es el monasterio de San Pedro de Villanueva.

—Se dice que usted representa la más regia estirpe de la casa real de Asturias.

—No lo dude. Mi madre, Ermesinda, era hija de don Pelayo, y mi padre hijo de don Pedro, duque de Cantabria, que representaba a la alta nobleza de los godos. Al morir mi tío Favila entre las garras de un oso, mi padre reinó con el nombre de Alfonso I, y fue un gran rey, que hizo muchas incursiones en tierra de moros, convirtiendo las tierras altas en yermos, para que los moros no pudieran establecerse en ellas. Según le escuché a Beato de Liébana, esa estrategia la usaban los ilustres capitanes romanos, los cuales, después de haber tomado Cartago, la redujeron a cenizas y sembraron sal todo alrededor.

—¿Cómo fueron sus relaciones con su hermano Fruela?

—No siempre fueron buenas, porque Fruela era un hombre vehemente, de carácter impredecible. Llegó a matar de propia mano a nuestro hermano Vimarano, pero he de decir en beneficio de Fruela que Vimarano tampoco era un santo. Cuando los nobles conspiraron contra Fruela y le asesinaron en Cangas de Onís, se comprendió que Cangas de Onís no podía continuar siendo la capital del reino.

—¿Por qué?

—Porque se había derramado sangre de rey sobre ella.

—¿Su matrimonio con Silo obedeció a motivos políticos?

—Silo era un hombre bondadoso, de carácter sosegado. Un buen hombre, en una palabra.

—Pero también un hijo de mora.

—No, de eso, nada. La madre de Silo era cristiana. Lo que sucede es que gozaba de un rango muy elevado en la corte de Abderramán, en Córdoba.

—¿Por qué motivo?

—La habían hecho prisionera los moros, y pronto destacó por su inteligencia en la corte de Abderramán. Su primera sorpresa fue descubrir que Abderramán tampoco era moro, como claramente lo proclama su nombre: hijo del romano, que es lo que significa Abderramán.

—Lo que es evidente es que, gracias a su suegra, durante el reinado de su marido, el reino no estuvo amenazado por los moros.

—Así fue. En cambio, para que el pérfido Mauregato pudiera sellar un tratado de paz con los moros, hubo de plegarse a sus caprichos y entregarles el ignominioso tributo de las cien doncellas al año, cincuenta doncellas nobles y cincuenta del común, en las que el moro saciaba su lascivia.

—Majestad, hay quien asegura que no existe ese tributo.

—Noriega: ¿a quién prefiere creer, a mí o a los intelectuales orgánicos de Mauregato? Porque si está decidido a creer a los partidarios de Mauregato, doy por terminada esta entrevista y por esa puerta se va a la calle.

—Majestad, la creo a usted.

—En ese caso, prosigamos.

—¿Por qué se estableció Silo en Pravia?

—Porque nació aquí. Porque estos valles son amenos y abundan los salmones, la caza y los más variados frutos. Además, estamos cerca del mar. En Cangas de Onís estábamos demasiado aislados, entre aquellas altas montañas. Además, durante el reinado de Silo se sublevaron los gallegos, a quienes hubo que sosegar en la batalla de Monte Cuperio. Pravia queda más cerca de Galicia, por si a esos alborotadores gallegos se les ocurre volver a sublevarse.

—Los edificios de Santianes, ¿son obra de don Silo?

—En efecto. Él mandó construir la iglesia, el palacio y este convento. Lo que más me duele es que el palacio esté ocupado por un usurpador.

—¿Por qué usurpó el trono Mauregato?

—Porque como yo no tuve hijos, Silo y yo decidimos que le sucediera en el trono mi sobrino Alfonso, hijo de mi hermano Fruela. Mas algunos nobles temieron que Alfonso, al sentarse en el trono, tomara venganza de los asesinos de su padre, y evitaron con violencia que se cumplieran los deseos de Silo y míos, y Alfonso hubo de huir de Pravia a uña de caballo para buscar refugio en el país de los vascones, donde tenía parentela por la parte de su madre, la reina Munia. Y allá lejos está Alfonso refugiado, mientras aquí padecemos la tiranía de Mauregato, quien, siendo el recadero de los nobles sublevados, supo comportarse con astucia y doblez, y engañando a unos y otros, se impuso a todos ellos y se hizo rey.

—¿Y usted continúa conspirando contra el intruso?

—Yo sigo creyendo que todos los derechos al trono de Asturias recaen en la persona de mi amado sobrino Alfonso. Por si conspiro o no conspiro, ¿cree usted que soy tan inconsciente como para que se lo diga y se entere Mauregato? Yo defiendo, y defenderé siempre, lo que es de ley. Pero muy poco puedo hacer ahora, salvo rezar. No olvide que soy una pobre monja.

La Nueva España · 30 de mayo de 2005