Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Andrés de Prada y Rivera,
un poeta en la Corte

Nacido en Proaza, ocupó cargos de responsabilidad en palacio, donde llegó a ser secretario de Felipe III, y mereció como escritor los elogios de Lope de Vega

A Andrés de Prada y Rivero, escritor y hombre de gobierno, parece ser que se refiere Lope de Vega, que le consideraba excelente poeta, en el «Laurel de Apolo», según cita Constantino Suárez en «Escritores y artistas asturianos», tomo VI, siguiendo a González de Posada:

Don Nicolás y don Andrés de Prada
Cástor y Pólux sean,
que mejor que los Géminis posean
del fértil mayo la estación dorada.
Allí tendrán laurel, allí victoria,
su fama honor y su virtud, memoria.
Que el nombre eterno donde no hay mudanza
piérdele el odio y la virtud alcanza.

—¿Qué le parecen estos versos? –le pregunto.

Y don Andrés me contesta, sonriendo:

—¡El bueno de Lope! ¿Qué me han de parecer? ¡Muy buenos!

—El don Nicolás al que se refiere Lope ¿es su hermano?

—Sí y, aunque entre los hermanos es frecuente llevarse mal, yo me llevo con él bastante bien. Es erudito estudioso, de mucho conocimiento de los clásicos latinos, y poeta ora heroico, ora grave, ora galante, lo que ha permitido que fuera premiado tanto en certámenes literarios como por diferentes academias, a algunas de las cuales pertenece. Entre otros muchos, concurrió al certamen poético celebrado en Madrid con motivo de la beatificación de San Isidro con un soneto, el cual figura publicado en el tomo que colecciona los poemas presentados, impreso en 1620.

—Ya puede estar satisfecho con el gran elogio que hizo de ustedes el Fénix de los Ingenios.

—Y como caballeros le correspondimos. Mi hermano le dedicó un romance necrológico, con motivo de su muerte, en 1635.

—Usted, a diferencia de su hermano, no se dedicó a la poesía en exclusiva.

—Es verdad. Yo también cultivo la prosa.

—Me refiero a que usted se dedicó también a la política y ocupó cargos de consideración en la Corte.

—Bueno, eso es otra cuestión. Procuro mantener separadas la condición de poeta y la de persona relacionada con las labores de gobierno, que siempre resultan menos gratas que las de poeta.

—Pero, en otro orden, son más provechosas.

—En el orden material, sí. Pero yo, cuando escribo poesía o prosa, no pienso en las ganancias.

—¿Y cuando ejerció como secretario de altas personalidades?

—Tampoco.

—Sin embargo, reconocerá que ser secretario está mejor pagado, en dineros, quiero decir, que ser poeta.

—Es que el oficio de poeta está malísimamente pagado y a veces no está pagado, ni mucho ni poco.

—¿Ni el caso de Lope de Vega?

—En este caso, puede decirse que estaba algo mejor pagado que el común de los poetas; pero a fuerza de estrujar su ingenio y de escribir comedias en horas veinticuatro para atender a las constantes peticiones de los actores y del público. Yo no sé de dónde sacaba el tiempo, porque, además de escribir como un desaforado, se ocupaba de otras muchas cosas, y aún después de hacerse cura, continuaban gustándole las mozas.

—En alguna ocasión oí decir que es usted valenciano.

—No, de ninguna manera. Soy asturiano, nacido en Proaza. Decir que soy valenciano es una confusión, pero lo que da lugar a la confusión obedece a que viví algún tiempo en Valencia, durante mi juventud.

—Entonces, como tantísimos otros asturianos ilustres, usted abandonó su tierra natal pronto.

—Sí, demasiado pronto. Pero en Asturias no había ningún porvenir para un joven inquieto. Quien quiere llegar en Asturias a ser algo en la vida, forzosamente ha de emigrar.

—¿Y usted consiguió lo que se proponía?

—No me fue mal. Aquí me tiene, honrado con el hábito de la Orden de Santiago.

—¿Cómo llegó a la Corte o, dicho de otro modo, cómo comenzó su meritoria carrera en la Administración?

—Llegué a la Administración de la mano de don Juan Idiáquez, que me tomó a su servicio y más tarde me hizo su secretario. Al ser llamado Idiáquez como secretario de Estado de su majestad el rey Felipe II, me llevó consigo, de manera que por mis manos y por mi escritorio pasaron numerosos papeles de gran importancia para el Gobierno de España de Flandes y de las Indias, y que, cuando Idiáquez se encontraba ocupado por otros asuntos, a mí me tocaba resolver. Con esto creo haber adquirido una gran experiencia de gobierno. Tanto es así que al enfermar Idiáquez y encontrándose en trance de muerte el rey nuestro señor don Felipe II le preguntó quién podría sucederle en el Ministerio, a lo que respondió que yo, añadiendo: «No conozco mejores partes para él».

—¿Y el rey siguió su consejo?

—No, pero sí ocupé otros cargos de responsabilidad en la Administración de la Corte y del Imperio, hasta que, después del fallecimiento de don Felipe II, su hijo, don Felipe III, me llamó para que fuera su secretario, lo que me permitió intervenir en algunos asuntos de gran importancia.

—Dígame algunos.

—Por ejemplo: a mí se debe una pragmática sobre comercio con los Países Bajos, publicada en 1603, y de los autos acordados del Consejo en 1604, aunque mi actuación de mayor relieve histórico tal vez hayan sido las órdenes de expulsión de los moriscos de Valencia, redactadas y firmadas por mí.

—¿Conocía el problema que representaban los moriscos para Valencia?

—Sí, claro. No debe usted olvidar que parte de mi juventud transcurrió en Valencia.

—¿No cree que la expulsión fue una medida excesiva?

—No, de ninguna manera. Fue una medida oportuna.

—¿No cree que los moriscos eran tan españoles como cualquier español?

—No. Ellos mismos se obstinaban en no serlo y en seguir la errada doctrina de Mahoma, razón por la que están mejor fuera de nuestra tierra que en ella. Tampoco crea que eran ángeles del cielo, porque continuadamente causaron graves problemas.

—A lo mejor porque defendían su propia cultura.

—No me salga templagaitas, Noriega. Si yo voy a vivir a tierra de moros, tendré que atenerme a cómo vivan los moros, por lo tanto, si los moros quieren vivir en su tierra de cristianos, que se comporten como cristianos.

—Evidentemente, usted no escribió su obra literaria en «horas veinticuatro» como Lope de Vega. Pero ¿cuándo escribía, siendo secretario de Felipe III, y cómo compaginaba las labores de gobierno con las literarias?

—A veces aprovechaba para escribir ratos de ocio que, de lo contrario, se hubieran perdido. Porque no siempre había la misma actividad en la secretaría real y disfrutábamos de temporadas de reposo y bonanza, pero lo que constituye mi obra más ambiciosa, las seis novelas reunidas bajo el título de «Meriendas del ingenio y entretenimiento del gusto», las escribí después de haberme retirado a mi casa, para descansar de las labores de la secretaría.

—¿Y por qué no escribió más obras después de su retiro?

—Porque, después de mi retiro, mandaron a buscarme para que les resolviera algunos asuntos. Se conoce que la secretaría de la Corte no podía funcionar sin mí. Y ahora mismo, a pesar de mis años, todavía voy casi todos los días a la secretaría, aunque ya no desempeño funciones de responsabilidad.

La Nueva España · 8 de agosto de 2005