Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Silo, rey de Pravia

El monarca que llevó la corte de Cangas de Onís a la villa praviana llegó al trono por su matrimonio con Adosinda, nieta de Pelayo, tras el asesinato de su cuñado Fruela

Siguiendo la margen izquierda del río Nalón, que fluye lentamente, rumoroso y cristalino, con su carga de truchas y salmones, entre barreras de árboles y entre ambas orillas, llegamos al lugar llamado Sancti Joannes, donde se está construyendo el palacio del rey. En rigor, el palacio debiera haber sido terminado hace años, pero las obras ambiciosas no se terminan nunca, sean aspiraciones humanas o construcciones de albañilería. Y no es que el palacio sea pretencioso, ni de dimensiones excesivas. Pero Silo está muy ilusionado con esta obra, y ha hecho constar en ella, en un laberinto de letras, la inscripción «Silo princeps fecit». Según Jesús Evaristo Casariego, «Silo trasladó la rústica Corte de Cangas a Pravia (¿la antigua tolemaica "Flavium Avia"?) a un lugar que se llamó Santianes ("Sancti Joannis"), donde se levantó el palacio construido a fundamento por este príncipe». Añade Casariego que Silo es un pacífico «bon vivant» que hizo un buen matrimonio y que «procuró vivir lo mejor posible en su paraíso praviano con su buena esposa». Una vida rural y sencilla es, por tanto, la vida del rey, a quien las aguas del río proporcionan salmones, las pomaradas manzanas y la huerta toda clase de verduras.

El conjunto palaciego está compuesto, en una colina cuyas laderas se derraman hacia el río, por un templo, el palacio y un hórreo. Más allá, al extremo de un prado verde, hay unas cuadras en las que se guarecen media docena de vacas lecheras. El rey desciende de sus aposentos al atardecer, se dirige a la cuadra y ordeña las vacas. Después, sale con aspecto de hombre satisfecho, que ha cumplido con su obligación diaria, llevando en la mano un cuerno de toro tallado que contiene su ración de leche espumosa y cálida. El rey la bebe dándonos la espalda, mirando hacia el río, sobre el que caen las sombras.

—Majestad... –le decimos, para llamar su atención; porque parece ensimismado.

—Sin cumplidos, Noriega –contesta, volviéndose. Una sonrisa afectuosa ilumina su rostro blanco y redondo, rodeado por una barba corta de color amarillo pálido. Y acercándose a mí con paso decidido aunque algo pesado, me tiende la mano.

Don Silo no será un buen rey, pero evidentemente es una buena persona. En la Corte, las lenguas maliciosas le consideran, antes que rey de Asturias, el «marido de Adosinda», la nieta de don Pelayo. Él lo sabe, pero no le importa; ha hecho pacto de no agresión con el mundo, y prefiere hacer oídos sordos a escuchar palabras estúpidas. Sólo cuando le atacan violentamente es capaz de reaccionar de igual modo. Del palacio, en el que los canteros guardan sus bártulos ante la inminencia de la noche, sale un individuo fosco, de ojos negros y ardientes que contrastan con los azules de Silo; delgado, de pómulos salientes y encorvado, que sonríe ladinamente a los canteros, y luego echa una mirada a su alrededor. El rey me toma por el codo y me anima a que le acompañe hasta la orilla del río.

—Vamos –me dice–. Es Mauregato, y conviene tenerle lo más alejado que sea posible.

—¿Por qué? –pregunto, ingenuamente.

—Porque hace honor a su condición de bastardo. No hay peor relación familiar que la fraterna, maldecida en el Génesis en tres ocasiones: en los casos de Caín y Abel, de Esaú y Jacob y de José y sus hermanos. Pues bien, Mauregato, sin llegar a una relación familiar tan próxima, ha procurado y procura perjudicarnos a mi esposa Adosinda y a mí en todo lo que está a su alcance. Peor que si fuera un hermano.

—¿Y por qué no manda que le corten la cabeza?

—Porque hay leyes. Aunque parezca mentira, las leyes protegen antes a malnacidos como Mauregato que a personas decentes.

Meditamos la profundidad de estas palabras. La ley es ciega, y por eso protege, las más de las veces, a quienes no debería atender. La ley, para ser justa, tenía que tener los ojos bien abiertos.

—En el traslado de la Corte de Cangas de Onís a Pravia, ¿influyó el asesinato de Fruela en Cangas de Onís?

—Es una pregunta demasiado directa. Tenga en cuenta que yo no fui quien abandonó la Corte de Cangas, sino mi antecesor Aurelio, que se trasladó a los valles del curso medio del río Nalón, al lugar de San Martín. Yo lo que hice fue seguir el curso del río hacia los valles bajos, próximos a la desembocadura, donde el clima es suave, la huerta fecunda y se pueden establecer mejores comunicaciones con nuestros aliados y amigos los francos. Ellos y nosotros estamos empeñados en la misma lucha contra el caldeo infiel. En lo que se refiere a la pregunta que me hizo, le contestaré afirmativamente. Sí, el traslado de la Corte fuera de Cangas obedeció a que en Cangas quedaba un trono de sangre.

—¿Quién asesinó a Fruela?

—Algunos nobles.

—¿Por qué motivo?

—Pese a ser mi cuñado, reconozco que era un hombre de carácter áspero y endiablado. Mató con sus manos a su hermano Vímara, lo que me confirma que la relación entre hermanos está maldita.

—¿Se contaba Aurelio entre los asesinos de Fruela?

—No; pero mereció la confianza de sus asesinos, por lo que no se opusieron a que reinara. Aurelio era hombre de carácter acomodaticio. Que alguien fuera rey manchado con la sangre del anterior rey, hubiera sido demasiado descarado. Por eso reinó Aurelio, porque no iba a plantear problemas a los asesinos.

—¿Y Mauregato?

—No creo que hubiera estado en la conspiración de Cangas, porque nadie se fiaba de él. Hubiera sido capaz de delatar a los conspiradores sólo por adular y hacer mal.

—¿Y cuál fue su papel en aquellos sucesos, don Silo?

—Yo no jugué ningún papel. Yo no pertenezco a la familia real, si no es por mi matrimonio con Adosinda, la hija de don Alfonso el I y hermana del asesinado rey Fruela.

—Se dice, y perdóneme la posible impertinencia, que si usted fue elegido rey obedeció a su matrimonio con Adosinda.

—Es cierto. No tengo motivo para ofenderme porque me lo digan; solo me ofende la entonación.

—También se dice que su madre tiene una gran influencia en la Corte de Córdoba.

—Es verdad. Gracias a esa influencia materna en Córdoba disfrutamos de este período de paz con los caldeos. Pero he de precisarle una cosa muy importante: mi madre no es mora, como la de Mauregato, sino cristiana, como lo demuestran estos cabellos y barba rubios, estos ojos azules. Por circunstancias que no quiero precisar, y usted me disculpará por ello, goza de una cierta influencia entre la morisma. Nada más.

—Sin embargo, aunque usted es pacífico, no siempre pudo mantener la paz.

—No, no siempre. Cuando los gallegos, turbulentos y taimados, se sublevaron contra mi autoridad, hube de salir a por ellos y reducirlos en Monte Cubeiro, en las cercanías de Lugo. Si va a permitir uno, por defender la paz a ultranza, que se le suban a las barbas...

—¡Claro que sí! Tuvo usted toda la razón en domeñar a los separatistas. ¿Y cómo van los asuntos internos del reino?

—Van bien. Como no tenemos hijos, mi esposa apoya secretamente la candidatura de su sobrino Alfonso para que me suceda en el trono. Yo lo considero, ya que a él le corresponde la corona, por ser hijo del asesinado Fruela. Para que vaya adquiriendo experiencia en las labores de gobierno, Alfonso se ocupa en la actualidad del gobierno del palacio. Sin embargo, parece seguro que los asesinos de su padre se opondrán a que suba al trono, temiendo que les pida cuentas. Además, no me fío de Mauregato, que ahora se está aproximando al bando de los asesinos.

—¿Y el palacio real, cuándo se termina?

—¡Yo qué sé! Porque es que cuando se mete uno en obras, Noriega... De momento, nos arreglamos para las labores cortesanas y de gobierno con lo que hay construido. En nuestras estancias no llueve, lo que ya es algo. Pero no sé qué dirán los francos de este entorno humilde, cuando vienen de embajada.

La Nueva España · 3 de octubre de 2005