Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Francisco Pérez del Valle,
escultor de Isabel II

Riosellano de Bones, este artista se convirtió en 1843 en el autor «oficial» de los bustos de los principales protagonistas de la vida política, militar y cultural de la corte isabelina

Vayamos a nuestro entrevistado de hoy, al escultor Francisco Pérez del Valle, a preguntarle sobre su vida, obra y, si los hubo, milagros. A lo que me contesta con entonación campechana y buen humor.

—¡Claro que en mi vida también hubo milagros! ¿Se le hace poco milagro que un aldeano como yo haya podido triunfar como escultor en la Villa y Corte? Hace ahora un par de años, en 1879, José Moreno Fuentes escribió sobre mí: «¿Qué fuerza escondida en el cerebro de Pérez del Valle, destinado por sus padres a guardar ganado, le sacó de esa condición e hízole un escultor distinguido, que por su indisputable mérito obtuvo en nuestros tiempos toda clase de elogios y distinciones? Estos hechos sorprendentes evidencian que el genio del hombre se abre paso a través de los mayores obstáculos y contrariedades».

—¿Verdaderamente le destinaban a usted a cuidar ganados?

—Mi padre era carpintero de oficio, de manera que si no cuidando ganados, es probable que a estas horas estuviera haciendo mesas y sillas en lugar de esculturas.

—¿Y cómo pudo cambiar la carpintería por la escultura?

—Gracias a mi afición al dibujo y a mi intuición para las artes plásticas, creo. Yo nací en Bones, en el concejo de Ribadesella, el 30 de diciembre de 1804. Comprenderá que en aquel lugar y en aquel tiempo había pocas posibilidades para desarrollar las actividades artísticas.

—Sin embargo...

—Sin embargo, aquí me tiene.

—¿Gracias a qué?

—Gracias a mi afición, a mi tesón y a mi constancia. También, a que tenía bien desarrollada una estimable disposición artística.

—¿Debo entender que fue usted un autodidacta?

—No, de ninguna manera. Sería injusto y más que ingrato si no mencionara a mis maestros, don Francisco Elías y don Valentín Salvatierra, que me enseñaron todo lo que era necesario saber sobre el arte de la escultura y sobre el arte en general.

—Este aprendizaje ¿le obligó a abandonar el pueblo siendo muy joven?

—Sí, era bastante joven cuando abandoné Ribadesella. Lo recuerdo como si fuera ahora mismo. Era el año 1826 cuando me trasladé a Madrid para cursar los estudios de Bellas Artes. A partir de entonces, la mayor parte de mi vida transcurrió en esta Villa y Corte, con la excepción de unos meses que Madrid fue capital de una república. ¿Qué quiere? Por mi gusto, me hubiera quedado en Asturias; más como mi horizonte era la carpintería, o, si se quiere, guardar ganados, hube de renunciar a ello.

—¿Qué recuerdos conserva de la Academia de Bellas Artes?

—¡Muy buenos! Además, conseguí descollar pronto. Al año de estar en ella, en 1827, conseguí el pase a la sala de figuras con el dibujo de la cabeza de un apóstol, que actualmente se conserva en el Museo de la Real Academia; al año siguiente pasé a la sala de yeso, con un dibujo de cuerpo entero que también se conserva en el museo, y, finalmente, en 1829, conseguí el pase al natural. En 1832, en reconocimiento de mis méritos, la propia Academia me concedió una beca para que me ayudara a continuar los estudios. Por fin, en 1838, después de presentar una medalla que tenía en mediorrelieve a Jesús en el templo disputando con los doctores y al reverso el suplicio de Prometeo tendido en un peñasco, la Academia certificó mi maestría nombrándome académico de mérito. También entré a formar parte del profesorado de la Escuela de Bellas Artes, de la que llegué a ser subdirector el 16 de mayo de 1841, y director honorario el 4 de marzo de 1844. Poco después, la Academia me elevó a la categoría de académico numerario. Anteriormente, en 1843, la reina Isabel II me hizo el inmenso honor de hacerme su escultor de cámara.

—¡Grandes ascensos en poco tiempo, don Francisco!

—Sí, es verdad. ¿Quién me iba a decir, cuando salí de Bones, que llegaría a esculpir los bustos de la reina y de su esposo, don Francisco de Asís de Borbón, y de las más destacadas personalidades de la vida política, militar y cultural de España?

—Dígame los nombres de algunas de esas personalidades que posaron para usted.

—Sí, con mucho gusto. Los generales Narváez, Aspiroz, De la Pezuela, Oms Santa Pau, Mazarredo, Ros de Olano, Rivero y Lemoine, Morla, el conde de Toreno, don Martín Fernández Navarrete y muchos otros. En cierto modo, yo fui una especie de «escultor oficial» y como tal se me encomendó una escultura alegórica del patriotismo, que es la de mayor volumen de toda mi producción, para acompañar a la urna cineraria del obelisco conmemorativo de los héroes del Dos de Mayo, en el paseo del Prado de Madrid. El conjunto, concebido según diseño del arquitecto don Isidro González Velázquez, se completaba con otras tres alegorías de la constancia, el valor y la virtud, encomendadas a los insignes escultores Tomás, Medina y a mi maestro, don Francisco Elías. Posteriormente, hice otras alegorías con los temas del valor y la ilustración. Otras obras mías se basan en asuntos mitológicos o tomados de la literatura clásica, como el Cupido, la ninfa modelada en cera o el Ayax, o históricos, como el bajorrelieve que representa a Carlos V visitando a Francisco I, prisionero en la torre de los Lujanes. Y no todo fueron esculturas de asuntos imaginativos o históricos, o de personajes públicos. También posaron para mí personas privadas, como la marquesa de Santa Coloma, a quien retraté en mármol blanco y que considero como una de mis realizaciones más sobresalientes.

—Dice usted que fue, en sus mejores tiempos, un escultor oficial. Hoy, por haber realizado la alegoría del patriotismo, sería considerado poco menos que como un proscrito, ya que sólo se considera «políticamente correcto» el patriotismo extremoso de los separatistas.

—¡No me diga! ¿Es que España se encuentra en poder del enemigo?

—Más o menos. Y ahora, dígame. Aparte de la estatuaria fundamentada en la figura humana, ¿realizó otro tipo de esculturas?

—Desde luego. Durante algún tiempo trabajé en el edificio del Congreso de los Diputados, y a mí se deben los capiteles corintios del pórtico y algunas molduras y adornos del salón de conferencias. También realicé algunas esculturas en la parroquia de San Marcos de Madrid y el panteón de un hijo del duque de San Carlos, en el cementerio de San Nicolás. Y no sólo trabajé el mármol y la cera: también la madera, que a fin de cuentas soy hijo de carpintero, siendo mi obra más destacada una talla policromada de la Purísima Concepción de 2,40 metros de alto.

—En la actualidad, ¿prepara alguna obra nueva?

—¡Qué más quisiera! Pero hacer esculturas es un trabajo duro, y ya no estoy para esos trotes. Envejecemos, Noriega, envejecemos.

—Y que lo diga. Pero lo que importa es saber envejecer.

La Nueva España · 6 de febrero de 2006