Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, El primer Camino

Ignacio Gracia Noriega

Tierra de Campos

De Frómista a León, con paradas en la iglesia gótica de Villasirga, en el vergel de Carrión de los Condes y en Sahagún, capital del Románico dominada por el ladrillo

Frómista es una excelente plaza del románico, pero no de la hostelería. Detrás de la iglesia de San Martín hay un bar elegante, tipo vinatería, donde dan como aperitivo el queso blanco de la comarca. Mas para comer, de los dos restaurantes de la carretera, uno está cerrado por vacaciones (habrá crisis, pero las vacaciones no las perDona nadie) y el otro es de pretenciosidad afrancesada. No critico que cada cual sirva en su casa la cocina que le parezca oportuna. Pero tratándose de una localidad que es conocida, no nos engañamos, por estar en el Camino, podrían prestar mayor atención a un tipo de cocina más bien regional, abundante y alimenticia (ya que muchos hacen el Camino a pie, y otros en bicicleta), en lugar de intentar alardes novedosos, que a lo peor ni les salen bien. Y luego, claro, la cuenta, que ya se sabe que la «nouvelle cuisine» y derivaciones se cobra cara. En consecuencia, el consabido: «Al ave de paso, cañonazo».

Entre Frómista y Carrión de los Condes se encuentra otra de las joyas del Camino, Villarcazar de Sirga o Villasirga, con su iglesia gótica por lo que corre el aire y se espera ver, de un momento a otro, una cabalgada de los caballeros templarios y del rey Arturo y sus caballeros de la Mesa Redonda. Además, el cura es erudito y enérgico, y explica el interior de la iglesia muy bien, previo pago de un euro. Fue la tercera encomienda de los Templarios en España y el rey Alfonso X el Sabio situó en esa iglesia de Santa María la Blanca algunas de sus «Cantigas»: la del peregrino alemán arruinado y tullido, que curó en Villasirga; la de la dama francesa ciega que recuperó la visión; la del noble tolosano a quien le impusieron la penitencia de hacer el camino con un pesado bordón de hierro que se rompió al entrar en la milagrosa iglesia. Asimismo, en Villasirga se come muy bien, en el mesón de Pedro Payo, cuya estatua se levanta delante del establecimiento, mirando hacia la iglesia. No obstante estos atractivos, Villasirga apenas aparece en los indicadores del Camino. Tan sólo a su entrada se encuentra el cartel con la indicación de Villalcázar de Sirga, de manera que lo más fácil es que quien vaya pensando en Villasirga pase de largo. En un país en el que se gastan absurdamente cantidades de dinero para poner los nombres de las poblaciones en bilingüe (por ejemplo «Villanueva / Villanueva», la primera castellano, la segunda bable), ¿no podrán poner, en el mismo cartel «Villalcázar de Sirga / Villasirga»? Pues no, señor. El que quiera ir a Villasirga, que vaya atento; y si la pasa de largo, que dé la vuelta, o se consuele en Carrión de los Condes comiendo bastante peor.

Carrión de los Condes está dentro de un vergel. Los condes no valían nada, de acuerdo con su comportamiento en el «Cantar de Mio Cid», pero la villa es de calidad, si disimulamos el pesado mamotreto neoclásico del monasterio de San Zoilo. Tiene una plaza un poco inclinada, y en ella, separada por una calle, la iglesia de Santiago, del siglo XII, con el pantocrátor en la fachada, y en la arquivolta las tallas de los oficios medievales, que incluyen a la bailarina contorsionista y a los dos caballeros que enfrentan sus escudos. Por esta calle se llega a la iglesia de Santa María, también de la Virgen de las Victorias y del Camino. El camino es referencia al de Santiago, obviamente, y las victorias al tributo de las Cien Doncellas, que un rey asturiano, Mauregato, había de pagar al moro como contribución a la alianza de las civilizaciones (la cual, a juzgar por los restos, no era demasiada observada a lo largo de este camino, que fue de peregrinación pero también de guerra: al lado de las hospederías se elevan los castillos y entre la una y el otro, la iglesia, a menudo en lugar eminente sobre el pueblo, y con muros tan recios que tanto acogían a los fieles como los defendían de los infieles). Las cien doncellas fueron el ominoso tributo pagado por la paz hasta que un rey de verdad como Ramiro I, vencedor de vikingos y perseguidor de hechiceros, le puso un «hasta aquí» al moro, y aunque las armas cristianas fueron derrotadas en Logroño, en Albelda, Santiago le echó una mano al día siguiente apareciendo en el campo de Clavijo jinete de un caballo blanco y con la espada en la mano. No hubo moro que se le resistiera. Al fin de cuentas, Santiago era judío, tradicional enemigo de los ismaelitas. La aparición de Santiago en los cielos tormentosos de la batalla se incorporó a las tradiciones europeas y alcanza hasta el siglo XX: durante la Gran Guerra, Arthur Machen imaginó que los arqueros de Azincourt acudían en ayuda de las tropas inglesas, acosadas por las alemanas en Mons. Y como en Clavijo, los ingleses se reanimaron y vencieron.

La portada de Santa María, de hacia 1130, está flanqueada por dos cabezas. La iglesia es una pesada mole de piedra oscura que da la sensación de que puede venirse abajo. En lo demás, Carrión es un buen pueblo, comercial y bastante peatonal. La hostelería cierra a las tres y media. Cada uno organiza su negocio como quiere, ya he dicho, pero en el Camino no hay horarios, el peregrino llega a repostar cuando puede, y si encuentra la posada cerrada, se dirige a otra. Aunque como dirá, seguramente, el posadero: cuerpo descansado, dinero vale.

Abandonamos el vergel de Carrión de los Condes, rodeado de árboles amarillos salvo el verde reborde de la copa, sobre las aguas rumorosas del río Carrión, y el pueblo siguiente es Ledigos y más allá Terradillo de Templarios, que se reduce a dos casas y una iglesia, aunque el nombre tiene un valor incuestionable: pues si los templarios figuran en el topónimo, será porque anduvieron por allí, aunque en otro pueblo en el que pregunté por qué una calle se llamaba «de los Templarios» me contestaron con tanta tranquilidad como convencimiento: «Porque conduce al Templo».

En las inmediaciones de Calzadilla de la Cueza se conserva un trozo de la antigua calzada de los peregrinos. Más adelante anda el límite de Palencia en el antiguo Reino de León y en medio de la llanura sin límites se alza la villa de Sahagún, ilustre por muchos conceptos. A la entrada hay un socavón tal que casi golpeamos con la cabeza en el techo del coche. El cielo es plomizo y terrible, la severidad medieval. Hace mucho frío. Sahagún, la capital del románico del ladrillo, es la apoteosis del ladrillo, incluso en las construcciones civiles y modernas. También queda alguna casa de adobe, restos de la antigua arquitectura rural. En el centro, las construcciones son propias de villa acomodada, con casas de varios pisos, balcones y miradores. En una de las plazas se eleva la estatua de fray Bernardino de Sahagún, el autor de la «Historia General de las cosas de Nueva España», obra fastuosa, llena de color e imágenes deslumbrantes, recuento de maravillas dignas de unas mil y una noches indianas, con la que se inaugura la antropología moderna. Casualmente, casi mágicamente, en la cabina telefónica de al lado varios indígenas peruanos o ecuatorianos hablan por teléfono. Me hubiera gustado fotografiarme junto a ellos, al pie de la estatua de fray Bernardino, pero mi mujer teme que no resulte «políticamente correcto» y nos vamos a recorrer el Sahagún monumental bajo un frío helador.

La gran iglesia mudéjar de San Lorenzo, acaso el más caracterizado emblema del Camino junto con la iglesia de Frómista, se encuentra apuntalada, le ha salido panza y amenaza con caerse. La de San Juan, con una torre como la de San Lorenzo, aunque en tono menor, también de ladrillo, ha sido convertida en albergue. Veo entrar a varios peregrinos con bicicletas; les pregunto:

—¿No es iglesia?

—A lo mejor lo era -contestan.

Enfrente hay casas de adobes y otra iglesia antigua a la que le pusieron una incalificable fachada de mucha fealdad. Salimos por el puente sobre el río Cea dejando a la izquierda, en posición eminente, el gran monasterio de San Pedro de Dueñas, y volvemos a rodar por la llanura parda y sin límites. Se ve muchísimo cielo sobre nuestras cabezas. En Valecilla tienen la iglesia con torre del tipo de la de Sahagún. Después la carretera se desvía al norte y se empiezan a ver montañas difuminándose en el horizonte muy lejano. Ya estamos en Mansilla de las Mulas y a la izquierda las desviaciones a San Miguel de la Escalada y al convento de monjas del Císter de Gradefes, de las que me dice Pedro Trapiello, autor de un buen libro sobre el Camino, según él para seguirlo o para perderse, que no pudo con ellas ni la Desamortización y hacen excelente repostería. Benditas las monjas que oran y laboran, en busca de delicias celestiales y amasando delicias terrenales. En tanto, el cielo hosco y de nubes se abre y el sol poniente derrama sobre la llanura lluvia de oro. Y al fondo del Camino, las torres góticas de la catedral de León.

La Nueva España · 12 diciembre 2010