Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

La insobornable dignidad de don Pedro Caravia

El filósofo, nacido en Gijón y profesor en Oviedo desde 1941, fue uno de los más grandes pensadores asturianos de la segunda mitad del siglo XX

Hace más de cuarenta años, un grupo de estudiantes de los últimos cursos del Bachillerato (Juan Luis Rodríguez-Vigil, Jorge Bustillo, Miguel Ángel del Hoyo, alguna vez Antonio Masip, y otros cuyos nombres no recuerdo), nos reuníamos los jueves en el viejo restaurante Casa Bango, en la plaza del Fontán de Oviedo, hacia la una de la tarde, en torno a don Pedro Caravia. Don Pedro solía llegar el primero y se sentaba en una mesa del fondo del bar, y allí nos aguardaba con la pipa en la boca, generalmente apagada, y el diario «ABC» en la mano. ¿Por qué leía el «ABC»? Se lo pregunté en una ocasión. «Porque es conveniente que un lector de diarios tenga "su" periódico», me dijo. Bango, establecimiento hoy desaparecido, de excelente cocina, tenía el suelo de madera y numerosas mesas esparcidas por el local que invitaban al amable arte de la tertulia, ya por aquel entonces en decadencia; el comedor estaba en el piso. Don Pedro nos invitaba a pinchos de tortilla de patata y a vino blanco, y la reunión se prolongaba hasta que llegaba la hora de ir a comer, sobre las tres de la tarde. Hablaba sobre todo él, naturalmente, cuidando mucho la expresión. Su palabra era pulcra, transparente, castiza, y estaba arropada por una voz sonora y bien timbrada. En su conversación rehuía los tecnicismos y la pedantería, pero no los arcaísmos que se encuentran en las páginas vivas de nuestros clásicos. Llenaba de sentido cada palabra, y sus frases eran largas y elegantes, aunque sin adornos innecesarios, salpicadas de humor. Pronunciaba cada palabra como si la estuviera pronunciando por primera vez y no fuera a pronunciar otra. Si insultaba (pues don Pedro, como buen tolerante, era colérico: bien está la tolerancia, pero no hay que dejarse avasallar), su insulto definía. ¿Habrá cosa más descafeinada que llamarle «burro» a alguien? Pues cierta vez don Pedro dijo de cierto alevín de erudito local: «Ese tipo es un burro», y todavía ahora, cuando le cruzo por la calle, le veo con grandes orejas y relinchando.

Don Pedro pertenecía a otro tiempo: a un tiempo en que la palabra era clara, precisa y sonora, y el léxico no admitía ambigüedades: por eso nos recomendaba tanto la lectura de los clásicos. Liberal tanto por su carácter como por sus convencimientos, por ello no excluía el culto al honor personal y el sentido de la disciplina.

Nos hablaba principalmente de literatura. Joseph Conrad era para él uno de los mayores narradores del mundo; estimaba su sentido moral y le comparaba con Dostoievski, lo que, para don Pedro, era una cota altísima. «A veces Conrad supera en fuerza intelectual a Dostoievski», nos decía. Aunque admirador y heredero de la cultura francesa (fue el inolvidable presidente de la Alianza Francesa de Oviedo durante muchos años, muchos de ellos difíciles) y de la filosofía alemana, era buen conocedor de la literatura en lengua inglesa, cosa por aquel entonces no tan frecuente como ahora: leía a Emily Brönte, a Poe, a Thomas Hardy, a Kipling, a Conrad... Acaso en estos gustos influyera el recuerdo de su padre, un militar que leía a Shakespeare en inglés y que prefería el traje de civil al uniforme, y de quien hablaba con cariño y respeto. En ocasiones se emocionaba.

—¡Escuchen! –nos decía– «En la cavidad verdinegra del insomnio...» Dirán que es surrealista. ¡Pues no, señores! Es de «Aita Tettauen», de Galdós. Y luego, todavía habrá quien repita esa solemne majadería de «Don Benito el Garbancero».

Y llevaba la pipa a la boca, apagada o sin tabaco, como las pipas con las que solía fotografiarse Georges Simenon. También admiraba a Simenon y nos recomendaba su lectura: «¡Es formidable!». Formidable era palabra que asomaba con frecuencia a sus labios. Un día, a la puerta del Rialto, me dijo: «¡Qué individuo más formidable era Indalecio Prieto! Él y Besteiro fueron los dos únicos políticos españoles que tuvieron el valor personal de hacer intervenciones humanas por la radio al comienzo de la guerra civil».

Recordaba a sus maestros: Besteiro, caballeroso y algo distante, que jamás hacía alusión a la política en sus clases; a Alemany, que era un dómine, pero ¡qué bien enseñaba Griego!; a Andrés Ovejero, a Gómez Moreno, a García Morente, a Zubiri; a sus compañeros de Universidad: a María Zambrano, a Rafael Lapesa, a Francisco Ayala... Y a los grandes escritores que había conocido: a Unamuno, a Valle-Inclán, a Gabriel Miró, a Jorge Guillén, a Pedro Salinas... Y a Ortega y Gasset, claro. Pero Ortega, más que el maestro que despertaba la admiración incondicional, era la presencia constante, el magisterio ininterrumpido. Por eso, al contrario de lo que muchos suponen, don Pedro no mencionaba a Ortega casi nunca; no hacía falta. En cambio, despreciaba a Gregorio Marañón, porque cierta vez tuvo un comportamiento mezquino.

Amaba los objetos y rendía culto a la amistad. Su amigo, el amigo de siempre y para siempre, fue el poeta José María Quiroga Pla. Los amigos son un don que no se prodiga; en uno de sus últimos textos, don Pedro se refería a «los mejores amigos, enumerables con los dedos de la mano». Con sus amigos de ahora le gustaba evocar, sobre todo, a Quiroga Pla. Más que el autor de magníficos sonetos, Quiroga era para nosotros «el amigo de don Pedro», a quien éste recordaba y veía con su mirada opaca y con una naturalidad en la que no había ironía, ni amargura, ni autocompasión, escribiendo a máquina en la galería de la casa de Goviendes mientras le rodeaban las tinieblas, porque a causa de su exagerada miopía no se había dado cuenta de la caída de la noche. «¡Escribía a oscuras!» decía don Pedro sin dramatismos; porque él también estaba medio ciego y vivía en medio de las sombras.

Don Pedro tenía una tetera. Una tetera casi tan vieja como él, compañera de soledades y largas conversaciones, que mostraba sólo a los amigos de confianza, pero en la que hacía su té. Durante la dictadura de Primo de Rivera, Quiroga fue encarcelado por su intervención en el movimiento estudiantil. Don Pedro le prestó su tetera, para que su celda resultara más confortable. La tetera se había rajado, pero don Pedro continuó usándola, con sumo cuidado, con cariño, porque los objetos muy próximos son como las personas que enferman, convalecen y curan; y la raja de la tetera comenzó a cicatrizar. Cuando los encarcelados fueron puestos en libertad, un numeroso público los aguardaba a las puertas de la cárcel. Entre el público estaba don Pedro, estudiante aún, que todavía no se había ganado ese «don» que forma parte de su nombre propio de forma inseparable. Quiroga Pla salía de la cárcel con la tetera en la mano, y gritaba, buscando a don Pedro con sus ojos miopes: «Pedro, tu tetera».

Le gustaba enseñar los cuadros que le regalaban sus amigos los pintores, y el calor que proporciona la cazoleta de la pipa sobre la palma de la mano cualquier mañana de invierno. Un día fue a dar una conferencia a León y olvidó allí su pipa. Quedó preocupado, porque aquella pipa se había hecho a su lado, en su boca, en sus manos, en sus bolsillos. Don Pedro recordaba unos paquetes de tabaco de pipa en los que figuraba una historieta contada en varias viñetas. Emerson viajaba a Londres para visitar a Carlyle. Ya en casa de Carlyle, se sentaban ambos y encendía sus pipas. Las viñetas los representaban silenciosos, rodeándose de nubes de humo. Finalmente, Emerson se pone de pie y estrecha la mano de Carlyle. «Fue un placer –le dice– fumar una pipa en su compañía.» La pipa de don Pedro apareció al fin, y el poeta Gamoneda se la envió a Oviedo por correo, proporcionándole una gran alegría, aunque estaba intentando dejar de fumar.

Luego, nosotros terminamos el Bachillerato, entramos en la Universidad y hasta se derrumbó Casa Bango, una infausta noche de agosto. Yo frecuentaba a don Pedro en el bar La Alameda, frente al Campo San Francisco, a donde iba por las mañanas, después de haber sacado a pasear a su hijo Perico. Don Pedro, que jamás había practicado deportes, era un gran andarín. Su mala vista le impedía leer, pero se consolaba andando. Tampoco podía ir al cine, aunque había sido muy aficionado en su juventud, y hasta estuvo a punto de componer su tesis de doctorado sobre la estética del cine, bajo la dirección de Ortega. Como había sido amigo de Gonzalo Suárez, catedrático de Francés en Oviedo, biógrafo de Villon y autor de una novela de aventuras, «Ban-go-ko», cuando su hijo, del mismo nombre, se dio a conocer como director de cine, yo le llevé a ver una de sus películas al cine Palladium, me parece que se titulaba «El extraño caso del doctor Fausto». Nos sentamos en la primera fila, y Enrique García, que era el jefe del cine, iba a preguntarle de vez en cuando:

—¿Se cansa, don Pedro?

—No, qué va. Veo los colores. Me recuerdan a Vermeer.

A veces, don Pedro dejaba traslucir cierta amargura. No porque no estuviera reconocido suficientemente, sino porque sentía un cierto desánimo hacia lo efímero de su labor.

—Uno de mis mejores trabajos, acaso el mejor –me decía– fue una conferencia que di en Gijón, sobre Berkeley. Asistieron media docena de personas. Ahí queda todo, en lo que esas personas hayan escuchado.

Afortunadamente, sus escritos fueron reunidos en un volumen, con el patrocinio de la Caja de Ahorros de Asturias. La recuperación de sus materiales dispersos e inéditos le animaron y rejuvenecieron; también una operación de cataratas, que le permitió volver a leer. Se le veía feliz. Mostraba mucho interés por las gentes de su generación, por los que habían sido sus amigos y por los que no lo había sido tanto. Como preguntaba por Francisco Ayala, le regalé «Los usurpadores».

—Le conocí cuando llegó a Madrid por primera vez –decía– Era otoño, y se conoce que había crecido tanto durante el verano que llevaba los pantalones muy por encima de los tobillos.

Abría sus viejas y abultadas carpetas azules para sacar olvidados manuscritos inéditos, escritos con letra grande, alborotada, de ciego, que se desplomaba hacia la parte inferior de la cuartilla. Don Pedro estaba convencido de que yo entendía su letra, pero quien la descifraba muy bien era mi mujer, Covadonga, que transcribió parte del material que compone «Sobre arte y poesía». También por aquel entonces, el novelista José Avello, que formaba parte del consejo de dirección de la revista literaria madrileña «Estaciones», le pidió su colaboración para un número monográfico sobre «Poesía y filosofía», en el que escribían Aranguren, García Calvo, Savater, Trías, etcétera... y los asturianos Vidal Peña y Santiago González Noriega. Don Pedro aceptó con entusiasmo juvenil. Releyó notas dispersas, volvió sobre viejos proyectos, incluso pensó en profundizar más ampliamente en las fascinantes relaciones entre la poesía y la filosofía, y de este modo compuso el artículo «Filosofía y Poesía», seguramente su último escrito importante y uno de los más bellos, por su condición crepuscular y de testamento. Don Pedro no admitía dilema entre Filosofía y Poesía, pero, en cualquier caso, se colocaba del lado de la Poesía: «Los filósofos –escribió– descubrieron el "logos", es decir, se hicieron filósofos, cuando los griegos dejaron de creer en los mitos desde los cuales vivían la antigüedad griega. Lo descubrieron los filósofos, pero antes, siempre antes, los poetas inventaron la palabra (logos=palabra) como "lux" generadora de sentido. La "palabra", que "era" una misma cosa con el mito, con el cuento, con la historia. Metáfora y mito constituyen la estrofa misma de la vida poética». Y, consecuente con ello, solía decir:

—Nada encuentro tan apasionante, en este momento, como la lectura de Leibniz.

Más tarde se retiró a los cuarteles de invierno de Goviendes, su refugio al pie de la montaña, muy cerca del mar, donde, en otro tiempo, tuvo la tentación de hacerse labrador, como los antiguos generales romanos. Allí reposa para siempre. Pero Oviedo hubiera sido otra ciudad y Asturias otra tierra sin la insobornable, irreductible, solitaria, cáustica, entrañable, orgullosa y civil dignidad de don Pedro Caravia Hevia.

Enterraron a don Pedro una tarde radiante, cuando la primavera se dejaba sentir sobre las laderas del Sueve y el campo estaba alfombrado de flores humildes. Todo estaba vivo a nuestro alrededor: el aire transparente, las agujas de los pinos, el humo de las fogatas, la nieve que se derretía en las cumbres y el sol. El cementerio de Goviendes está cerca del mar, es casi un cementerio marino. Mientras los enterradores hacían su trabajo, el sol, los fuegos y la proximidad del mar, me trajeron a la memoria los versos de Valèry, tan amados por don Pedro:

Ce toit tranquille, où marchent des colombes,
Entre les pins palpite, entre les tombes;
Midi le juste y compose de feux.
La mer, la mer, toujours recommencée!
O récompense après une pensée
Qu’un long regard sur ce calme des dieux!

La Nueva España · 10 marzo 2002