Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

Eliot y los gatos

El libro de los gatos habilidosos del viejo Possum, de poemas para niños, resulta un tanto inesperado bajo la firma del autor de La tierra baldía, Cuatro cuartetos, Asesinato en la catedral y de una muy influyente prosa crítica. ¿T. S. Eliot, autor de libros para niños y amante de los gatos?, se podrá preguntar el lector más o menos sorprendido. ¡Naturalmente! Y he de señalar que lo segundo resulta incluso más natural que lo primero. Aseguraba Charles Baudelaire que es fácil adivinar por qué no les gustan los gatos a los demócratas: «El gato es bello, sugiere ideas de lujo, de limpieza, de voluptuosidad...». Eliot, aunque nunca reconoció que no fuera demócrata, por corrección, se proclamaba conservador, clásico y anglocatólico. El gato es un animal clásico, siempre fiel a sí mismo y a su herencia felina. Todos los gatos tienen algo de gato (y de león, y de tigre; más de tigre que de león: decía Víctor Hugo que Dios hizo al gato para ofrecerle el placer de acariciar a un tigre), en tanto que entre los perros (sus eternos rivales en el aprecio de los hombres), poco parecido encontramos entre un caniche y un «setter» o un pastor, por citar especies comunes. En cambio, el gato se ciñe a la norma de ser gato, como un dramaturgo neoclásico se ceñía a la ley de las tres unidades. Al gato no se le camela con novedades, porque en lo que a individualismo se refiere, es insobornable. Y como buen individualista, tampoco hace cuestión de gabinete ser o no ser indisciplinado. Lo que no son, en modo alguno, es anglocatólicos. Ni católicos ni protestantes. El gato es un gran pagano. Fíjense ustedes, en las iglesias hay toda clase de animales: el león de San Marcos, el toro de San Lucas, el águila de San Juan, el perro de San Roque, el caballo de Santiago, el cerdo de San Antón, la mula y el buey del Nacimiento, y, cómo no, el Cordero, el Pez y el Espíritu Santo en forma de paloma. Pero jamás gatos. El gato, que fue divinidad, no admite ser comparsa, por lo que prefiere pertenecer al orden social (imponiendo su norma), antes que al religioso. Decía Hemingway que Eliot era el único poeta de su generación a quien no había que pedirle que se lavara todos los días. Imaginemos su grado de civilización a partir de este libro, en el que no sólo comprende al gato como especie, sino al gato individualizado (en realidad, no existe gato que no esté individualizado): a la vieja gata Marmota, al matasiete Gruñetigre, al listísimo Mefistolisto, al gran actor Gos, al misterioso Macavity, al veterano Deuteronomio, al mundano Bustofer Jones, al ferroviario Eskimble, o a Morgan, famoso pirata, entre otros. Yo creo que escribir sobre gatos es asunto muy serio, aunque sin duda alguna hay otros ciudadanos que opinan que un poeta «serio» como Eliot no puede perder el tiempo escribiendo sobre gatos. No vamos a explicar aquí, a estas alturas, y con motivo de este libro, quién es Eliot, ni qué representa en la poesía del siglo XX ; no sólo como poeta, sino también como crítico y como dramaturgo. Estos pocos poemas gatunos son, de acuerdo con un criterio estrecho y profesoral, como si el poeta hubiera echado una cana al aire, por lo que resulta imprescindible citar la poesía del «nonsense», a Lewis Carroll y a Edward Lear, para guardar el tipo. Pero Eliot no necesita recurrir a Carroll ni a Lear para ofrecernos su propio catálogo de gatos; ni siquiera para justificarse. El libro de los gatos habilidosos delviejo Possum no es menos obra de Eliot que cualquiera de sus grandes poemas, tan severos y prestigiosos. Pero si este Eliot de los gatos es más ligero, está más despreocupado y no está escribiendo un poema que cambie el destino de la poesía en el mundo y en el siglo, no por ello su verso se torna fácil y mucho menos es trivial. Cada edad debe tener su propia poesía, pero siempre rigurosa. La poesía para niños, como Eliot aquí demuestra, no ha de estar escrita en versos menos cuidados que los que se escriben para adultos. Ritmo y rimas, a veces internas, dificultan la traducción de estos poemas, animosamente emprendida por Regla Ortiz, hija del poeta Fernando Ortiz, y culminada con éxito. Regla Ortiz, con amplio conocimiento de la lengua inglesa y buen sentido poético ha conseguido –como señala Fernando Ortiz– «traducir estos poemas con ritmo, y en la mayor parte de los casos, respetando las rimas, incluso internas, del original. Y ha conseguido también algo más difícil: trasladar al español, casi literalmente, el sentido del humor de los poemas eliotianos». Podemos dividir a estos poemas de los gatos habilidosos («practical cats») en dos bloques: los propiamente anecdóticos y los didácticos, incluyendo entre éstos a los titulados «Cómo llamar a un gato» y «Cómo dirigirse a un gato». Los primeros refieren historias de gatos particulares, algunos de cuyos nombres ya hemos dado. Por ellos nos enteramos de que no hay gato tan listo como Mefistolisto, o de que Mangozipi y Rampelzape fueron un par de gatos muy populares. Pero los poemas «didácticos» nos dan normas de carácter general para dirigirnos a ellos y para convivir con ellos. En primer lugar, quien se dirija a un gato debe tener en cuenta que un gato no es un can. Un gato no se conforma con cualquier cosa; es preciso darle alguna prueba de amistad, como «alguna cena especial, salmón o caviar, o quizás lubina a la sal». El gato, añado yo de mi propia cosecha, es un gastrónomo exigente, y como ser civilizado, ama los alimentos cocinados, y como trata al dueño de la casa de igual a igual, le gusta comer lo que come él, y si es posible, de su plato. Estos poemas, publicados por vez primera en 1939, fueron escritos por Eliot para diversión de los hijos de los Faber, los dueños de la editorial que él dirigía. Luego, al publicarlos, se dirigieron a un público infantil más amplio. De que el poeta disfrutó escribiéndolos es muestra el hecho de que los tarareaba antes de dormirse. Este Eliot gatuno nos revela a un poeta inédito, en el que todavía quedaba un aspecto desconocido. Pero, como escribe Fernando Ortiz: «Hay algo más y es la alegría. Pues el tiempo pasa sin prisas para quien tiene siete vidas».

Revista de Libros · número 65