Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

Nicolás M. Rivero y el gran periodismo ultramarino

El villaviciosino, al que los periódicos le duraban poco porque siempre se los acababan cerrando, fue un escritor de combate: contestaba con la pluma con la misma gallardía que lo hacía con la pistola o la espada

Entre los motivos de la emigración a las Américas se cuentan los políticos aunque no fueron significativos hasta la Guerra Civil de 1936-1939, en que, como se decía en los primeros tiempos de la transición, confluían, en Cuba y, sobre todo en México (también en Argentina y Chile, aunque en proporción menor) los «emigrados económicos» y los «emigrados políticos». A mí eso de los emigrados «económicos» me pareció una pedantería desde el momento que lo escuché por primera vez, y un intento de equipararlos a los «emigrados políticos», cuando no son lo mismo, ni parecieron mantener relaciones estrechas en ultramar. No es que estuvieran enfrentados, ni mucho menos; pero no se trataban, entre otras razones, porque sus intereses, e incluso ideologías, eran distintos. Los indianos de los años treinta habían contemplado con recelo la República española, que les recordaba demasiado el México revolucionario de la época de Pancho Villa y Zapata. José Vasconcelos documenta bastante bien esta actitud en el «Ulises criollo», cuando, después de residir felizmente en Gijón algunos años, se producen los sucesos revolucionarios de octubre de 1934 y sale de aquí a toda prisa temiendo volver a presenciar los desastres de México (de donde había tenido que salir después de que se le arrebatara la Presidencia de la República por medio de un clamoroso «pucherazo»: así nació el PRI, ese partido «ejemplar», en la medida en que sirvió de ejemplo a un partido compadre, acá, en España).

En el siglo XIX, otro siglo de guerras civiles, aunque menos contundentes que la de 1936-39, los españoles emigrados buscaban refugio más cerca, preferentemente en París o Londres. Aunque el país era afrancesado desde el siglo XVIII hasta hace un cuarto de siglo (y ahora vuelve a serlo con este Gobierno tan «progre»), la emigración política a Londres fue también muy numerosa, mas, para nuestra desgracia, a esos emigrados les aprovechó poco, en tanto que los de París regresaron más afrancesados que cuando se habían ido. Menos frecuente era que los políticos fueran deportados a África o a América: éste fue el caso de Nicolás Rivero Muñiz, que se haría famoso al frente de una de las empresas periodísticas más importantes e influyentes de las Américas españolas, el «Diario de la Marina», que mantuvo su independencia hasta que la llegada del régimen castrista lo abolió de un machetazo. Un lector de Bendición me hizo llegar una valerosa carta escrita por su director, Pepín Rivero, a Fidel Castro, que merecería ser recordada de vez en cuando, sobre todo cuando tanto demócrata posmoderno continúa defendiendo, al cabo de medio siglo, aquella tenebrosa dictadura. Los periódicos han sido siempre bastiones de la libertad. No me extraña que haya tantos posmodernos que ya han decretado su muerte, en nombre de la barbarie electrónica.

Nicolás María Rivero nació en el lugar de Las Callejas, de la parroquia de Carda, en Villaviciosa, el 23 de septiembre de 1849. Procedía de una familia campesina y muy religiosa. Hizo los estudios primarios en la villa y, más tarde, los de Latinidad y Humanidades en el Seminario Menor de Valdediós, de donde pasó al Seminario Conciliar de Oviedo para estudiar Teología. La guerra carlista volvía a arder, los carlistas empuñaban de nuevo las armas y los seminarios eran hervideros tanto de teólogos como de guerrilleros. En 1872, Rivero, junto con otros ocho seminaristas, abandonó el Seminario para unirse a la partida de Viguri, que actuaba en algún punto indeterminado del centro de Asturias. A diferencia de Faes, de Melchor Valdés, de Próspero Tuñón y de otros cabecillas, Viguri, profesor del Instituto de Oviedo, era un jefe bastante incapaz para asuntos militares. Por otra parte, los seminaristas se pusieron en movimiento una noche de nevada y se perdieron al poco de abandonar Oviedo. Durante varios días vagaron por los montañosos concejos de Quirós y Teverga, hasta que fueron detenidos por la Guardia Civil. Devueltos a Oviedo, Rivero y sus compañeros pasaron nueve meses en la cárcel de Oviedo y, después de ser juzgado por un tribunal militar, le deportaron a Canarias, donde pasó otros nueve meses, en los que aprovechó para establecer buenas relaciones con el obispo y el gobernador, al tiempo que proyectaba el modo de evadirse. Al fin se le presentó la oportunidad de embarcar en el vapor francés «Vérité», que debía dejarle en Cádiz, pero a causa de un imponderable hizo escala en Tenerife, donde fue detenido y destinado a la isla de Cuba como soldado del cuerpo de artillería junto con otros cuatrocientos carlistas en su misma situación. Esta primera visita a Cuba duró poco tiempo, porque desertó al cabo de tres meses y, embarcado clandestinamente en el puerto de La Habana, marchó a Francia, desde donde pasó a España atravesando a pie los Pirineos. Ya en Navarra, se incorporó de nuevo a las filas carlistas en Estella, tomando parte activa en la batalla de Montejurra, y participando de 1873 a 1875 en acciones de guerra en Navarra, Aragón y el Maestrazgo, por las que alcanzó el grado de comandante. Terminada la guerra con la derrota de sus banderas, tuvo que atravesar de nuevo los Pirineos a pie y vivió en París como emigrado con escasos recursos económicos hasta que, después de firmarse la paz y acogiéndose a la amnistía de 1876, retorna a la tierra natal. Consigue que le revaliden las asignaturas aprobadas en el Seminario para ingresar en el instituto, en el que obtiene el título de bachiller en noviembre de 1876; seguidamente se matriculó en la Escuela de Notariado de la Universidad de Oviedo, licenciándose en 1878. Gracias a estos estudios, obtiene un destino burocrático en las colonias, el de secretario del Ayuntamiento de Bauta, en Cuba: como si el destino le empujara de manera irremediable hacia la Gran Antilla. Hacia allá embarca a finales de 1879. Un conflicto de carácter administrativo con el gobernador civil de La Habana le deja en situación de cesante. Entonces es cuando decide seguir viviendo de la pluma, pero no levantando actas municipales, sino escribiendo en los periódicos. Funda «El Relámpago», periódico de combate, en 1881, y ese mismo año, el general Blanco, capitán general de la isla, lo cierra y expulsa de Cuba a su director. Rivero, hombre de acción y de recia envergadura, permanece en España tan solo tres meses, los suficientes para casarse con María Teresa García Ciaño, y preparar la vuelta a Cuba, donde fallece su joven esposa y él contrae nuevo matrimonio con Herminia Alonso. Y en Cuba, en 1882, funda «El Rayo», y cuando se lo suspenden, funda «La Centella», cerrado a su vez por orden gubernativa. Mas el animoso y valiente periodista no ceja, y funda «El General Tacón», «El Pensamiento Español» y «El Español»: todos corrieron la misma suerte que los anteriores, aunque el último, más comedido, duró más tiempo. Sin periódico propio, dirige simultáneamente dos periódicos ajenos, «El Eco de los Voluntarios» y «El Eco de Covadonga». Su agresividad, su valor personal y su independencia le granjearon enemistades con cubanos y españoles mojigatos (lo que hoy llamaríamos «políticamente correctos»), y adhesiones y amistades incondicionales. Contestaba con la pluma con tanta gallardía como con la pistola o la espada. Participó en varios duelos y estuvo encarcelado en las prisiones militares del Castillo del Príncipe de La Habana por injurias. Y no teniendo ya periódicos en los que escribir, escribió un libro titulado «Retratos al minuto», de «semblanzas sangrientas», según Constantino Suárez. En 1884 estrena un juguete cómico, «¿Dónde está el padre?», y publica otro libro, «Vivir de milagro», en colaboración con Calixto Navarro y firmando él con el seudónimo de Nicolás M. Oriver, anagrama de su apellido.

Como le cerraban los periódicos, se dedica a la política activa, siendo elegido diputado provincial y desempeñando a lo largo de tres años los cargos de vicepresidente y presidente interino de la Diputación de La Habana. Defendió como diputado lo mismo que como periodista: reformas políticas y administrativas que pudieran desembocar en un régimen autonómico para la isla: propuestas sensatas que fueron desatendidas. En 1893, ya más calmado, ingresa en la redacción de «El Diario de la Marina» y en 1895 se le encomienda su dirección, permaneciendo al frente del prestigioso periódico los veinticuatro años siguientes, hasta su fallecimiento. Bajo su dirección el periódico se convierte en uno de los mejores de América y fue formidable cantera y escuela de grandres periodistas, muchos de ellos asturianos. No acaba aquí su vida de acción y de peligros; una noche fue apuñalado por un negro al abandonar la redacción para dirigirse a su casa. Después de la independencia, el «Diario de la Marina» continuó defendiendo la causa españolista y contribuyendo a limar asperezas entre cubanos y españoles. Su labor fue tan importante que a pesar de su pasado carlista, el Gobierno español le recompensó con la gran cruz de Alfonso XII y en 1919 el título de conde del Rivero. También la Santa Sede reconoció su defensa de la fe católica, concediéndole la encomienda de San Gregorio Magno. Murió en La Habana el 2 de julio de 1919.

La Nueva España · 12 abril 2010