Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Hemeroteca

Ignacio Gracia Noriega

Mark Twain, el americano huraño

El escritor representa los mejores valores del poderoso Estados Unidos

Ernest Hemingway afirmaba que la novela norteamericana surge de las cincuenta primeras páginas de «Las aventuras de Huckleberry Finn». Debe tenerse en cuenta esta opinión, no porque Hemingway haya sido un gran narrador, sino porque era hombre de pocas lecturas, de lo que él mismo se jactaba. Habida cuenta de que la descendencia de la novela norteamericana fue a lo largo del siglo XX más numerosa que la prole de Abraham, hemos de reconocer que la influencia de Mark Twain se extendió por la literatura de la vieja Europa de manera considerable. En consecuencia Twain, lo mismo que Poe, aunque en distinto sentido, no sólo es uno de los «compañeros eternos» de nuestra juventud, sino uno de los pilares de una gran tradición literaria, sin haber dejado de ser el más norteamericano de los grandes escritores de la joven y gran nación transoceánica. Todos los grandes escritores que le precedieron o fueron contemporáneos suyos, desde Fenimore Cooper y Washington Irving hasta Henry James, pasando por Henry H. Longfellow, Edgar Allan Poe, Nathanael Hawthorne o Herman Melville, se integran en otra tradición literaria, en tanto que Twain creaba la suya propia. Walt Whitman es la otra cara de su moneda, aunque durante la guerra de los Estados Whitman haya sido unionista y Twain confederado, pero ambos localistas (localistas de la enorme extensión norteamericana) y demócratas. Más sorprendentemente, Philip Fischer le compara con Emerson, con quien compartió «la extravagancia del lenguaje y el juego con aquellos extremos de exageración que llevaban a la sabiduría mística o a la risa». En cualquier caso, Twain siempre tendió más a la risa que a la mística. Como buen norteamericano, no era nada místico, y era bastante irreverente. Este localista echa de vez en cuando humorísticos o reprobadores vistazos a la vieja historia europea, y reelabora de acuerdo con sus intereses y sentido del humor al rey Arturo, a Juana de Arco o a Enrique VIII. «Un yanqui en la corte del rey Arturo» es novela que me entusiasmó siendo niño y me molestó al releerla medio siglo más tarde. Se nota que Twain no había leído «La muerte de Arturo», de Malory, en su juventud, como Steinbeck, y además era un exceso demócrata y moderno, por lo que encontró oscurantismo donde había un mundo poético refinado, que presentó como si se tratara de una novela de Julio Verne. «Príncipe y mendigo» es como si Tom Sawyer y Huckleberry Finn hubieran sido trasladados a la corte de Enrique VIII. A diferencia de Washington Irving, Poe o Hawthorne, a quienes fascinaba el pasado, para Twain no pasaba de ser una posibilidad literaria y objeto de burla, si procedía. Era un hombre muy de su tiempo.

Mark Twain, pseudónimo de Samuel Clemens, tomado de la jerga profesional de los pilotos de los barcos de ruedas impulsados a vapor que navegaban por el Misuri natal (había nacido en 1835), era para millones de lectores el americano risueño, el humorista imposible que representaba los grandes valores de su naciente y poderoso país: la democracia, el individualismo, el espíritu emprendedor, el sentido crítico, el ánimo de aventura, el sentimentalismo, la independencia. Valores poco apreciados o ignorados en la vieja Europa, donde la democracia incurre en colectivismo y el sentimentalismo es proscrito en beneficio de hoscas pedanterías científicas. Con aspiraciones científicas es impensable la aventura. Twain no tenía necesidad de embarcar en un ballenero como Melville o de marchar a Alaska como London, o de sumergirse en tinieblas como Poe, sino que captaba la aventura desde la puerta de su casa. En 1861 deserta de la Compañía de Voluntarios de Misuri, y el resto de la guerra de los Estados lo pasa vagabundeando por el Oeste, buscando plata en Nevada y oro en California, y empezando a escribir en los animosos periódicos del Far West. Aquella era una escuela de periodismo formidable. Vuelve al Este sin haber encontrado oro, pero el ejemplo de Dickens le demostró que se podía ganar dinero con la pluma. Ganó mucho dinero, pero perdió cuando se metió en negocios. Para estabilizar su economía dio un ciclo de conferencias entre 1895 y 1896 que le llevaron hasta Australia y la India y multiplicaron su popularidad. Luego vivió en Londres y Viena, hasta 1900, en que regresa a Norteamérica, murió el 22 de abril de 1910.

El Twain más conocido y, sin duda, el mejor, es el de Tom Sawyer, el de Huckleberry Finn, el de Wilson Cabezaloca, el de «La rana saltadora del condado de Calaveras»... Conocía el sentido abstracto y el valor concreto del dinero: un millón de libras como «dinero de bolsillo» no vale nada, pero una moneda de 10 centavos tiene su valor y el negro Jim recupera una moneda falsa metiéndola en una patata. Desaprueba a las personas bondadosísimas que ayudan a los malvados (por pura bondad) para que sigan siendo malvados. Fue de los primeros escritores que usó máquina de escribir. Sus últimos libros son huraños y pesimistas, mientras él se convertía en un héroe popular: el Teddy Roosevelt de las letras americanas.

La Nueva España · 6 mayo 2010