Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

Deteniéndose en los semáforos rojos

No se sabe quién estaba detrás de 23-F ni del 11-M y lo cierto es que ambos tuvieron éxito

Dos hechos fueron centrales en el período comprendido entre la muerte de Franco (1975) y la ascensión al poder del socialismo posmoderno (2004), uno de ellos de carácter bufo y el otro trágico y decisivo. No por su diferente condición el bufo fue menos trascendente que el trágico, y es seguro que, de no haberse producido el primero, no hubiera resultado tan eficaz el segundo. Desde la muerte de Franco, el gran temor de los demócratas (y la gran esperanza de los antidemócratas) era el Ejército. El 23 de febrero se demostró para qué servía aquel Ejército: ni para dar un golpe de Estado. El «tejerazo» dejó a «la columna vertebral de la patria», que decía Maura, con las vergüenzas al aire. Pero el fin de la amenaza militar no supuso, ni mucho menos, el triunfo definitivo de la «sociedad civil», que se mostraba vigorosa durante los primeros años de la transición y ha quedado por completo anulada, adormecida y degradada al cabo de siete años de zapaterismo.

Ni las explicaciones del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 ni las del feroz atentado del 11 de marzo de 2004 han sido suficientemente satisfactorias, y hay que ser muy ingenuo, muy conformista o muy militante del partido beneficiado en el segundo caso para dar por buenas las explicaciones oficiales y las sentencias judiciales. No se sabe quién estaba detrás del golpe ni del atentado, aunque se sospecha, y lo cierto es que ambos tuvieron éxito: al cabo del primero, los militares volvieron amansados a los cuarteles, y del segundo, España pasó de ser un país pujante, casi una potencia, a farolillo de cola de Europa, a punto de desmembrarse a causa de su claudicación (¿o pago de favores?) ante el separatismo.

El 23 de febrero de 1981 un guardia civil disfrazado de guardia civil entró en el Congreso de los Diputados a punta de pistola, con ampulosos gestos decimonónicos, y el general Milans del Bosch sacó los tanques a la calle en Valencia. Pero Ricardo Larraínzar, subgobernador de Madrid durante la asonada, recuerda que los tanques se detenían delante de los semáforos en rojo. Aquello era como los «cuartelazos» de «El ruedo ibérico» de Valle-Inclán, en los que el espadón de turno hacía la arenga con la bragueta desabotonada. No podía ser serio, y, en efecto, no lo era. No pasó del susto.

En Oviedo apenas se notó. Algún radical se fue a esconder al Arzobispado y pasó aquellas horas de angustia en un cuarto lleno de sermones polvorientos del arzobispo Lauzurica contra el baile agarrado. Ramón Cavanilles aseguraba que Vigil había ido a pedir refugio a su casa, pero no lo creo, porque Vigil era menos rojo que Cavanilles. No se veía un alma por la calle. Yo fui a cenar al Niza, habitualmente lleno de socialistas, pero aquella noche sólo estaban Emilio Barbón y un mexicano; cenamos juntos. Barbón ya no era diputado y lamentaba no serlo. «¡A ver cómo Tejero me obligaba a echarme al suelo!», decía riéndose, mostrando las muletas. Después fui a casa de don Bernardo Fernández y vimos por TV «La novia del pirata», con Bob Hope, hasta que habló el Rey vestido de general. Al salir de su casa, don Bernardo, siempre prudente, me aconsejó: «Ten cuidado al pasar delante del Gobierno Militar». En el Gobierno militar, sólo había dos centinelas y las luces apagadas.

Al día siguiente, vi la filmación de los hechos en un bar en el que había varios guardias civiles. Cuando Tejero, como un oso, intentó tirar al teniente general Gutiérrez Mellado con una llave que no supo hacer, uno de los guardias comentó en voz alta: «¡Qué falta de respeto! ¡Ponerle la mano encima a un teniente general!». En ese momento me di cuenta de que había pasado el peligro, y de que para la Guardia Civil era más importancia la disciplina que la retórica.

Y una buena noticia me deparó aquel día: mi sobrina Conchita empezó a comer papillas.

La Nueva España · 23 febrero 2011