Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

Grandes memorias

Sobre la obras "Historia de mi vida" de Giacomo Casanova y "Memorias de ultratumba" de François-René de Chateubriand

La lectura paralela de las memorias monumentales de Casanova y Chateaubriand nos permite reparar en las semejanzas, más acusadas que las diferencias, entre sus autores: Casanova era un romántico «avant la lettre» y Chateaubriand un... casanova, adúltero impenitente, que mientras escribía piadosamente El genio del cristianismo mantenía gratificantes relaciones con Pauline de Montmorin, condesa de Beaumont. Valle-Inclán publica las Sonatas como fragmentos de las Memorias amables del marqués de Bradomín, escritas a la manera de Casanova, aunque su personaje se parece más a Chateaubriand. Como el vizconde, el marqués lucha por la causa legitimista, cae herido (aunque Chateaubriand no llega a perder un brazo), viven ambos apasionadas aventuras en América (Chateaubriand al norte del golfo de México y Bradomín al sur), ocupan cargos en la corte (Bradomín más bien de figurón) y en su vejez son monárquicos escépticos que recuerdan con melancolía a sus respectivos reyes apartados del trono; y los dos, en fin, eran católicos y sentimentales, aunque Chateaubriand no se tenía por feo. No obstante, en un rasgo sin duda humorístico, Valle-Inclán afirmaba que su modelo para el personaje del marqués de Bradomín había sido don Ramón de Campoamor. Al margen añadamos que Chateaubriand y Valle-Inclán obtuvieron en América excelente material literario, que fue la base de Atala, René y Los Natchez, de Chateaubriand, y de Tirano Banderas, de Valle-Inclán. En cuanto a las semejanzas entre Casanova y Chateaubriand, destaca de manera singular la lucidez con que ambos consideraron las épocas respectivas en que les tocó vivir. Chateaubriand y Casanova coincidieron sobre el planeta entre 1768, año del nacimiento del vizconde, y 1798, en que muere Casanova. Aunque las perspectivas son distintas, los dos son muy conscientes de los cambios que se producen a su alrededor, bien que la de Chateaubriand, por motivos cronológicos, es de mayor alcance. El vizconde tenía un estremecedor sentido de la Historia. Al contemplar los ríos de Canadá, repara en que carecen de historia, a diferencia del Éufrates, del Nilo, del Ganges, del Danubio, del Rin, y considera cuánta sangre y cuánto sudor hicieron derramar los conquistadores para atravesar esas corrientes que un pastor salva de un salto en sus fuentes. Y sabe, asimismo, que la Historia no admite marcha atrás: el bajo bretón, el vascuence, el gaélico, son lenguas rústicas sin futuro, que irán pereciendo a medida que mueran los pastores y agricultores que las hablaron. Por mucho que ahora se pretenda la cuadratura del círculo de resucitar lenguas muertas, una lengua muere cuando han muerto sus hablantes y los modos de vida en que unos y otras, los hablantes y las lenguas, se desarrollaron.

Dejando a un lado la lucidez de sus autores, estos dos grandes monumentos del memorialismo son obras literarias excelentes, que merecen figurar en la misma estantería que las Confesiones de San Agustín, los Diarios de Samuel Pepys, las Memorias de Edward Gibbon, la Vida de Johnson escrita por Boswell y los grandes libros de «testigos»: las Conversaciones con Goethe de Eckermann y el Memorial de Santa Elena de Las Cases. Tanto Casanova como Chateaubriand fueron atentos testigos de sus épocas respectivas, y en algún momento coincidentes.

Casanova inicia la redacción de sus memorias en la vejez, en su último refugio, que el conde Waldstein le había proporcionado como bibliotecario del castillo de Dux. Escribía doce horas diarias, no sólo en las memorias, que son voluminosas. A lo largo de su vida escribió, con ímpetu de grafómano, sobre casi todo lo humano y, a veces, roza lo divino. Nunca dejó de ser cristiano ni persona de orden. Desaprueba la irresponsabilidad de Helvetius, y la amoralidad de Rousseau le parece despreciable. Pero su moral es mundana. Al igual que Rousseau, entrega un hijo a la inclusa, con el cínico comentario de que espera que el Estado le haga un hombre de provecho. El cinismo no falta en sus páginas, y puesto que sus memorias se publicarán después de su muerte (otra coincidencia con las de Chateaubriand), afirma con desenfado: «Puesto que no me hallaré en este mundo cuando mis memorias vean la luz, no tengo ningún interés en adornar la verdad». En efecto: las memorias póstumas siempre constituyen una garantía. Y el recuento que al final de su vida hace de ella es altamente positivo: «No he hecho mal a nadie y sólo he engañado a los tontos», afirma, y también: «He vivido como filósofo y muero como cristiano». Felicien Mareau, que le dedicó un agradable ensayo, señala que «viola sin cesar la moral corriente, pero sin dejar de reverenciarla». Esto le proporciona a Casanova una dimensión por encima de los libertinos al uso, incluso en un sentido irónico. Casanova pasa la mayor parte de su vida en el filo de la navaja, simulando, y a veces divirtiéndose, y esta es una de las razones por las que sus memorias resultan divertidas.

Chateaubriand, por el contrario, inicia la redacción de sus memorias a una edad relativamente temprana, y las prolonga durante el último tramo de su vida. Con fecha de 4 de octubre de 1811 escribe: «Hace cuatro años que, a mi regreso de Tierra Santa, compré en la aldea de Aulnay, en las inmediaciones de Sceaux y Châtenay, una casa de campo oculta entre colinas cubiertas de bosques. El terreno desigual y arenoso perteneciente a esta casa no era sino un vergel salvaje en cuyo extremo había un barranco y una arboleda de castaños. Este reducido espacio me pareció adecuado para encerrar mis largas esperanzas; “spatio brevi spem longam reseces”. Los árboles que he plantado prosperan, son tan pequeños aún que les doy sombra cuando me interpongo entre ellos y el sol. Un día me devolverán esta sombra y protegerán los años de mi vejez como yo he protegido su juventud. Los he elegido, en lo posible, de cuantos climas he recorrido; me recuerdan mis viajes y alimentan en el fondo de mi corazón otras ilusiones».

En este escenario solitario y perfectamente romántico se dispone a comenzar la narración de los acontecimientos de su vida, para la que ha buscado un título sombrío y solemne, acaso un poco enfático, pero muy conforme al gusto de la época: las Memorias de ultratumba. En el mismo lugar donde escribió Los mártires, El último abencerraje, Itinerario de París a Jerusalén y Moisés, se dispone a ordenar y pormenorizar sus recuerdos: «Este 4 de octubre, aniversario de mi natalicio y de mi entrada en Jerusalén, me incita a dar comienzo a la historia de mi vida». Chateaubriand tiene mucho que contar: su presencia, como testigo, en los primeros episodios de la Revolución Francesa (fue simple espectador de la toma de la Bastilla); su viaje a América del Norte para una búsqueda ilusoria del Paso del Noroeste (un hombre blanco, Mr. Swift, buen conocedor de aquellas tierras, no tarda en disuadirle de la aventura imposible para alguien con sus pocos medios y su falta de experiencia en la vida salvaje) se resuelve con la visita a las cataratas del Niágara y su permanencia durante algún tiempo entre los indios de los bosques, más grata que la dificultosa exploración de las soledades árticas; su exilio en Inglaterra, lleno de penurias y calamidades (y que él presenta en contrapunto con su regreso como embajador); su lucha contra la revolución en el Ejército de los Príncipes, en el que aristócratas y oficiales de alto rango servían como simples soldados; su ruptura con Napoleón (entonces todavía Bonaparte) con motivo del fusilamiento del duque de Enghien, su viaje a Oriente, la publicación de algunos de sus grandes libros (Ensayo sobre las revoluciones antiguas, El genio del cristianismo, Atala, Los mártires, Itinerario...). Toda una vida. Y, sin embargo, en 1811, a Chateaubriand le quedaba mucho por vivir y por escribir: la caída de Napoleón, su participación en la restauración de Luis XVIII, sus etapas como ministro de Estado y de Asuntos Exteriores, de miembro del Consejo Privado, de embajador en Londres, de apoyo al duque de Burdeos (a quien sus parciales denominaban Enrique V y que fue una esperanza tan fallida como la de Enrique VII para Dante), y obras como Napoleón y los Borbones, Moisés, Memorias de S.A.R. el Duque de Berry, Estudios históricos, Vida de Rancé... El viejo monárquico se vuelve liberal sin renunciar a su lealtad a los Borbones: tenía un sentimiento sagrado de la realeza.

Treinta y cinco años después de iniciadas las memorias, Chateaubriand considera que es el momento de cerrarlas. En 1846 tiene setenta y ocho años, aunque, por lo vivido y escrito, pudiera pensarse que vivió mucho más, y escribe el breve prefacio a las memorias, iniciado con las palabras: «Como me es imposible prever el momento de mi fin y, a mis años, los días concedidos a un hombre no son sino días de gracia, o más bien de rigor, voy a explicarme. El próximo 4 de septiembre cumpliré setenta y ocho años: es hora ya de que abandone un mundo que me abandona a mí y que no echo de menos». Declaración melancólica, estremecedora y cierta: el anciano vizconde de Chateaubriand es superviviente en un mundo que no comprende ni aprecia ni desea comprender, que, como político, hizo lo posible por evitar o, al menos, retrasar, pero que contribuyó a alumbrarlo como escritor. Sus novelas americanas, en las que presenta poéticamente «la vida salvaje», su percepción de la Edad Media, su sentimentalismo arrebatado, son fundamentos del primer romanticismo francés. Este romántico reaccionario, como Novalis, Walter Scott o el primer Hugo, alcanza a vivir hasta 1848, cuando el estruendo de la revolución vuelve a sonar con sangre y fuego al otro lado de sus ventanas. Ya no es capaz de dar su opinión sobre los nuevos tiempos: es posible que no la hubiera dado, de haber podido. Muere el 4 de julio de 1848, pocos días después de que el general Cavaignac hubiera aplastado la sublevación, y es enterrado, tal como había dispuesto, en una tumba de granito frente al mar, en Saint-Malo, la ciudad en la que había nacido ochenta años antes.

La riqueza de las Memorias de ultratumba es tal que casi resulta inabarcable. El memorialista no sólo recuerda los sucesos anteriores a 1811, sino que a partir de esa fecha, los escribe según los vive. La escritura abarca treinta años: hasta el 16 de diciembre de 1841. En Chateaubriand no hay oposición entre escribir y vivir: vive y escribe simultáneamente. Por un lado está la Historia (la Revolución Francesa, las campañas y el Imperio de Napoleón, la Santa Alianza, la Restauración); por otro, el personaje que ofrece su visión personal de los muchos acontecimientos que vivió desde perspectivas muy diversas: el viajero, el contrarrevolucionario, el diplómatico, el escritor... Aunque en los aspectos privados es más discreto que Casanova. Contrae un matrimonio de conveniencia siendo joven, y durante su larga vida matrimonial (ella muere un año antes que él y él pretende entonces casarse con madame Recamier, su querida de toda la vida: proyecto tan fantástico como buscar el Paso del Noroeste) es evidente que le prestó muy poca atención a la «señora de Chateaubriand», como la llama. Sin embargo, evita referirse de manera directa a otros amores, o lo hace de manera «poética», como en el melancólico relato de su reencuentro con la señora Yves cuando regresa a Inglaterra como embajador.

En el prefacio insiste en una obsesión que lo acompaña a lo largo de las memorias: «Como me es imposible prever el momento de mi fin...». Con relativa frecuencia fantasea qué habría sucedido de haber muerto en alguna de las circunstancias en que su vida estuvo en peligro: ante la atracción del abismo del agua pulverizada que se precipita en las cataratas del Niágara se repite esta ocurrencia. Si cae al abismo, todo habrá terminado. Parece, a lo largo del libro, que el muy católico Chateaubriand, intuye que la muerte es un final bastante definitivo.

Estas memorias grandiosas (por la dilatada época que presentan, por el personaje, por el estilo magnífico en que están escritas), tienen un propósito totalizador: «Abarcan el curso entero de mi vida». No es poco, y resulta estimulante que un escritor, en los primeros tiempos del mundo moderno, tenga tan buena opinión de sí mismo:

«Cuando la muerte baje el telón que me separa del mundo se encontrará que el drama de mi vida se divide en tres actos. Desde mi primera juventud hasta 1800 he sido soldado y viajero; desde 1800 hasta 1814, bajo el Consulado y el Imperio, mi vida ha sido dedicada a la literatura; desde la Restauración hasta hoy (1833), a la política».

«En mis tres carreras sucesivas me he propuesto siempre una gran tarea: viajero, he aspirado al conocimiento del mundo polar; literato, he intentado restablecer la religión sobre sus ruinas; hombre de Estado, me he esforzado en dar al pueblo el verdadero sistema monárquico, representativo de sus libertades; por lo menos he ayudado a conquistar la que vale por todas y las sustituye: la libertad de prensa».

«De los autores franceses de mi época soy casi el único cuya obra se parece a su vida: viajero, soldado, poeta, publicista. En los bosques he cantado los bosques; en los barcos he descrito el mar; en los campamentos he hablado de las armas; en el exilio, de lo que en él he aprendido; en las cortes, en los negocios, en las asambleas, de lo que he estudiado respecto a los príncipes, la política, las leyes, la historia. Los oradores de Grecia y de Roma se vieron mezclados en la política y compartieron su suerte. En la Italia y la España de fines de la Edad Media y del Renacimiento, los primeros genios de las letras y de las artes participaron en el movimiento social. ¡Qué tempestuosas y bellas las vidas de Dante, Tasso, Camoens, Ercilla y Cervantes!».

Y afirma con orgullo: «Nací noble». La vida de Chateaubriand fue a su vez bella y turbulenta, y él la embellece aún más con su gran arte de escritor. Fue católico, monárquico, liberal y adúltero; parlamentario, diplomático, ministro, escritor y aventurero. Su vida fue pública, mas la escribe privadamente. A Talleyrand, personaje al que desprecia, le reprocha su muerte ostentosa. También lamenta no haber podido asistir a la blasfema carnavalada de la misa laica del obispo de Autun, en plenos fastos revolucionarios, con asistencia del embajador turco con el sable desenvainado, clarísimo precedente de la forma «alianza de las civilizaciones».

En Chateaubriand predomina un fuerte individualismo de sentido moral: todo lo contrario que Casanova, para quien la moral es adaptable a las circunstancias. Chateaubriand está por encima de la historia: se enfrenta a la Revolución y al Imperio y se decepciona con la Restauración. En cambio, Casanova se adapta a las circunstancias, según su conveniencia. A diferencia de Chateaubriand, que era un viajero, Casanova no pasa de ser un cosmopolita. Su moralidad es más acomodaticia y en algún caso peligrosa: visita a Voltaire, pero en un momento determinado denuncia a quienes lo leen. Ambos viven la historia desde diferentes posiciones. Chateaubriand siempre está a punto de ser disidente, mientras Casanova no tiene inconveniente en ser confidente de la policía. Y los dos vivieron, cada uno a su modo: por eso sus memorias respectivas están vivas y se leen como los grandes libros que son (si fuera imprescindible una valoración, más las de Chateaubriand, naturalmente). Aunque por situar a Chateaubriand en el alto lugar que le corresponde (el de uno de los máximos románticos franceses, al lado de Vigny y Nerval, en mi opinión; el caudaloso Victor Hugo pertenece a otro orden), no desmerezcamos a Casanova. No sólo narra muy bien sus peripecias, sino que es capaz de poner en pie un personaje complejo y en cierto modo (según para qué moral), atractivo; aunque ya se ha señalado anteriormente que no prescinde nunca de la moral, sino que la adapta. «Al arte de Casanova se lo debemos, y ese arte consiste propiamente en haber construido un personaje indudablemente amable, simpático, inteligente, vigoroso, sagaz, curioso por la ciencia, de su tiempo, de ideas perfectamente modernas, con una energía sobrehumana para resolver problemas prácticos, en fin, un galán absoluto –escribe Félix de Azúa en el prólogo–. Aunque también un sinvergüenza, un estafador, un mentiroso, un vanidoso, un aprovechado. Nada oculta Casanova, o bien, si se prefiere, lo que oculta salta a la vista del lector perspicaz. Como en toda obra de arte moderna, son las sombras lo que construyen la parte luminosa del personaje».

En este aspecto, las memorias de Casanova resultan más modernas que las del vizconde, que están concebidas más allá del tiempo. Pero en materia política, el desenfadado libertino no es menos escéptico que el vizconde, y desconfía tanto como él del pueblo llano: «Los Estados Generales serían peligrosos si el pueblo, que es el tercer estado, pudiera contrarrestar los votos de la nobleza y del clero; pero eso no es posible ni lo será jamás, pues no es verosímil que unos políticos responsables pongan la espada en manos de unos locos furiosos. El pueblo querrá conseguir la misma influencia, pero no habrá nunca rey o ministro que se la conceda. Un ministro que lo hiciera sería un estúpido o un traidor».

No andaba desencaminado su amigo Patu, que es a quien Casanova atribuye tales opiniones. Muchas otras opiniones estimables se encuentran en las numerosas páginas del relato de su vida, junto con episodios picarescos y alegres, dramáticos y sórdidos. «Las memorias son novelas de aquellos que antes de escribirlas han tomado la precaución de vivirlas», escribe Felicien Marceau. Precaución que tanto el libertino como el vizconde tomaron con holgura.

Revista de Libros · número 169