Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

Joseph Conrad y el hundimiento del «Titanic»

La falsa fe en la ciencia y en la tecnología que conduce al snobismo

Joseph Conrad contempló el hundimiento del Titanic con la autoridad que le proporcionaban haber sido marinero, piloto y capitán durante veinte años, «en posesión de la licencia pertinente». El ilustre novelista no era en modo alguno un «beatín» de la ciencia y del progreso, como tantos de sus contemporáneos. «nos hemos acostumbrado a poner nuestra confianza en lo material, en las aptitudes técnicas, en los inventos y en los logros de la ciencia, hasta tal grado que hemos llegado a creer que con esas cosas podemos vérnoslas hasta con los dioses inmortales», escribe. Pues tratándose del conflicto entre la ciencia y los dioses, éstos son menos desangelados y más imprevisibles. Con motivo del hundimiento del Titanic, publicó dos artículos inmediatamente después del desastre, y otro más en 1914, a raíz del hundimiento del «Empress of Ireland», en el que vuelve a hacer referencia a la tragedia del insumergible, mostrando mayor simpatía hacia el «Empress of Ireland», hundido a causa de haber sido abordado frontalmente por otro barco que abrió una vía de agua en su casco, pero sin que hubiera «sido anunciado con redoble de tambores como maravilla máxima del mundo acuático». El «Empress of Ireland» era un barco normal, como cualquier otro que surca los mares. Lo que molestaba a Conrad del «Titanic», como marino prudente, era su grandilocuencia; pues como le había oído decir una vez a un práctico veterano: «¡Ah, esas cosas tan grandes requieren una manipulación delicada!».

En primer lugar, el «Titanic» no era un barco convencional. Era más bien un hotel, en el que había más camareros que marineros, y disponía de salas de conciertos, piscinas, un café francés, etc., lo que exigía unas dimensiones fuera de lo común (271 metros de longitud y 60.000 toneladas de desplazamiento). «Si ese desgraciado buque hubiera medido cincuenta metros menos, probablemente habría eludido el peligro», reflexiona Conrad. Por otra parte, disponía de botes salvavidas con capacidad para 1.178 personas, cuando en el «Titanic» viajaban 2.196 entre pasajeros, tripulación y servicio, mas ¿para qué se necesitaban más botes si era insumergible? El exceso de confianza es peligroso, pero ¿quién en su sano juicio y que no fuera un retrógrado iba a dudar de un artefacto bendecido por la ciencia y la técnica?

Una multitud alegre y confiada navegaba en la noche del Atlántico Norte a la velocidad de 20 a 21 nudos, como si se encontrara en una verde campiña o en el salón de Londres. El gran barco había zarpado de Southampton con destino a Nueva York el 10 de abril de 1912. Sólo permaneció sobre el mar cuatro días, pues el día 14, a las 22.15 horas, en situación 41grados 21 minutos Norte y 50 grados 14 minutos Oeste rozó por estribor un bloque de hielo. En abril, a causa del deshielo, solían desplazarse bloques de hielo por aquellas aguas, pero aunque el capitán Edward Smith dispuso que se midiera su temperatura cada dos horas, ¿qué necesidad había de tomar tales medidas, si ya se había afirmado que no había quien hudiera al «Titanic»? Solo hubo un choque, más bien rozadura, aunque a bordo fueron percibidos dos golpes, el primero muy violento y al segundo se detuvieron las máquinas. Algunos espectadores lo describieron como si una montaña se derrumbara sobre la cubierta, mas al poco tiempo los pasajeros se arrojaban trozos de hielo como niños jugando con bolas de nueve. No obstante, el hielo mató a algunas personas que se encontraban muy cerca de la colisión, que fueron rápida y secretamente retiradas de la cubierta. Nadie pareció concederle importancia al incidente. El juego continuó en los salones, los que dormían continuaron durmiendo en sus camaratos, y el capitán y sus oficiales pudieron reconocer con tranquilidad la magnitud de la avería y valorar la situación. Nadie, en el primer momento, sospechó que la situación pudiera ser tan grave. Pero diez minutos después de producirse la colisión, la estación radiotelegráfica de Cabo race captó las primeras señales de socorro. También las recibieron los buques «Carpanthia», «Caronia», «Olimpic» y «Baltic». algunos supervivientes aseguraron haber visto las luces de posición de otro barco misterioso, que pasó delante del «Titanic» sin detenerse. El «Carpanthia», el barco más próximo», recogió a 712 personas; se perdieron otras 1.490. Tan solo se salvaron los que llegaron en los botes: los chalecos salvavidas solo ayudan a flotar, pero no protegen de las aguas heladas.

A Conrad le indignan quienes afirmaron que si el «Titanic» hubiera chocado de proa contra el hielo no se hubiera hundido: lo cual parece responsabilizar al oficial de guardia por haber intentado evitar el obstáculo.

Al «Titanic» le hundieron, además del hielo, la petulancia y la desmesura. No había sido diseñado para ser un barco, sino un hotel de lujo, que «para compacer a un puñado de individuos con más dinero del que sabrían gastar y por lograr el aplauso de dos continentes, se lanza esa enorme masa con dos mil personas a bordo a ventiún nudos a través del mar: perfecta exhibición de la moderna fe ciega en la materia y en lo artificioso», y, añade Conrad, «yo ants creería en la inhundibilidad de un buque de tres mil toneladas que en la de uno de cuarenta mil». Lo que parece lógico, ya que el criterio de Conrad al escribir ambos artículos fue a la vez profesional y moral. Critica la catástrofe de acuerdo con sus conocimientos náuticos. Conrad, cuando escribe sobre el mar, sabe de qué está hablando, pues lo recorrió como marino y en obras como «El espejo del mar» nos ofrece una visión del mar solemne y grandiosa, pero no afectuosa. El mar, sabía muy bien, como marino mercante que había sido, sirve para ganarse la vida desde los primeros tiempos de la humanidad. El descubrimiento de la navegación es un paso grandísimo hacia la civilización del ser humano: es inseparable de la extensión del comercio, pero ello no es motivo para suponer que la navegación (y también, aunque de manera menos acuciante, el comercio) estén al alcance de cualquiera. El comerciante insensato arriesga su fortuna, pero el armador pone en peligro otras vidas. El «Titanic», dictamina, «con doscientos cuarenta metros de longitud y distribuido como un hotel, con pasillos, dormitorios, salones, etc., diría que era tan resistente para los riesgos que entrañaba el mar como una lata de galletas «Huntley & Palmer». Sin embargo, continua, «es inconcebible pensar que haya gente capaz de pasar cinco días de su vida sin apartamientos, cafés, orquestinas y refiradas delicias de esa índole. Sospecho que el público no es tan culpable, después de todo, en este asunto; diría más bien, que tales deseos y apetencias les fueron señaladas como algo normal en la pura y simple competencia comercial». Es decir: la publicidad que excita al snobismo y el afán de ostentación y de hacer cosas singulares de algunos supuestos cosmopolitas del gran mundo y sus imitadores fueron la causa última de una tragedia que se produce «para satisfacer la vulgar demanda de unos adinerados de disponer de un innecesario lujos hotel flotante -el único lujo que pueden comprender- y porque un gran buque es rentable de una forma u otra: en dinero o en valor publicitario». El afán comercial, los elogios de los periódicos, el snobismo de las gentes modernas, «es algo que parece poner el toque shakesperiano de lo cómico a la tragedia real de la desaparición de todas esas gentes que hasta el último momento pusieron su fe en el puro descomunalismo, en las temerarias afirmaciones de hombres de comercio y de meros técnicos, yt en los irresponsables párrafos de los periódicos desmelenados en la alabanza de esta clase de barcos». Y, sobre todo, la fe sin sentido crítico en la ciencia y en la técnica. Porque la ciencia, para ser útil, no necesita fe, sino sentido crítico ante todo. Todo lo contrario que «la moderna fe ciega en la materia y lo artificioso».

Después de hechas estas consideraciones, el moralista cede la palabra al profesional del mar: «La fe ciega en lo material y sus productos ha recibido un golpe terrible. No diré nada de la credulidad que acepta cualquier declaración de especialistas, técnicos y funcionarios que gusten formular con propósito de medro o de gloria». Los detalles precisos son de sentido común: «Es imposible, digan lo que digan los constructores, hacer un barco de semejantes proporciones tan robusto proporcionalmente como otro mucho más pequeño. Los golpes que pese a su experto manejo tenían que soportar nuestros viejos balleneros entre los pesados témpanos de la Bahía de Baffin eran terribles y, aun así, los más de aquellos alcanzaron una edad verdaderamente provecta».

Conrad escribiendo sobre el «Titanic» es el mismo que relata la victoria del capitán McWhirr sobre el tifón. No importa tanto que el barco sea mejor o peor como que el marino sea un profesional y sepa lo que trae entre manos. «Sí, los materiales pueden fallar -concluye Conrad su primer artículo- y a veces también los hombres; pero si les cabe la oportunidad, es más frecuente que los hombres se demuestren de más temple que el acero, que ese maravilloso y fino acero con el que se construyen los costados y mamparos de nuestros modernos monstruos de mar». Todo es coherente en estos tres artículos con la obra del autor de «Lord Jim»: el profesional está por encima del comerciante y del snob, y el hombre por encima de la técnica y la ciencia, obras suyas, a fin de cuentas, y no al revés, como en momentos de máxima confusión puede suponerse.

La Nueva España · 22 junio 2012