Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

El punto de vista de un monárquico

Contra la renuncia de los reyes salvo en casos de extrema necesidad

La abdicación del Rey, en estos tiempos de inquietud, no es una buena noticia. La monarquía, la forma de gobierno tradicional de España, representó, en estos últimos años, un sistema de estabilidad y de unidad. La transición no hubiera sido posible, al menos tal como se produjo, sin este factor fundamental y esencial. Algunos que no miran más allá de sus narices consideran a la segunda restauración borbónica como la continuidad del franquismo. Es del todo falso. La restauración de la monarquía en la persona de Juan Carlos I fue la continuidad de unas formas de gobierno interrumpidas en 1931 con la proclamación de la segunda república -interregno que se prolonga hasta noviembre de 1975 con la muerte del general Franco-. Juan Carlos I, "rey por la gracia de Dios", según la fórmula, no lo era por la gracia de Franco, sino por unos derechos dinásticos tal vez confusos pero evidentes Los que ya por entonces clamaban por la república, ¿hubieran preferido una república falangista presidida por Girón o la vuelta a una dictadura militar, para cuya jefatura no faltaban candidatos? La monarquía sosegó a tirios y troyanos, y, guste o no reconocerlo, el nuevo rey supo realizar con mucha eficacia las funciones de moderador y árbitro que le asignaba la Constitución. Que haya llevado a cabo esta labor como lo hizo sea obra de el mismo o de sus consejeros, es lo de menos La primera función del gobernante es saber rodearse de buenos consejeros, de los que "le ayudan a ser rey", según Gracián. Pero si el saldo de la monarquía fue positivo en los pasados treinta y nueve años, debe tenerse en cuenta también que la dignidad del rey es como el matrimonio católico: es para toda la vida. Solo es comprensible la abdicación en casos de gravedad extrema, que no creo que sea la circunstancia presente de Juan Carlos I ni de España. Aunque es cierto que vivimos en tiempos convulsos, en los que una institución que debiera garantizar la estabilidad introduce un factor de inquietud, y, como recomendaba San Ignacio de Loyola, "en tiempo de incertidumbre, no hacer mudanza". La abdicación de la reina de Holanda y de Benedicto XVI crearon malos precedentes, dando la razón de que el rey es un funcionario del Estado con derecho a jubilarse corno si fuera un funcionario de Hacienda. Los reyes deben ser reyes hasta el final, sin que la mala salud los disculpe, ya que existen organismos que entran en funcionamiento automáticamente en caso de incapacidad transitoria. Otra cuestión sería que la incapacidad fuera permanente, pues como prevé Saavedra Fajardo en la empresa CI, "los hombres no consideran al príncipe como fue, sino como es", Pero no veo yo qué inconveniente puede haber en que el rey reine sirviéndose de un bastón, siempre que no lo utilice para dar bastonazos.

En estos momentos en que la unidad de España está en veremos, en que no existe un partido monárquico definido, en que el bipartidismo ha entrado en crisis y tal vez en barrena, en que sur-gen y suben como la espuma pintorescas figuras antisistema apoyadas unánimemente por la derecha más rancia y el capitalismo más "finolis", los revolucionarios bananeros y los asamblearios desesperados, los ayatolás y los obispos, y a quien solo queda convertirse en camiseta como el Che Guevara, la monarquía debería seguir poniendo un poco de orden en el cotarro nacional desmadrado por las elecciones europeas. Cuando menos, y ésta es una de las excelencias de la monarquía, al Rey le sucede el Príncipe, con lo que nos abonamos unas elecciones extraordinarias.

La Nueva España · 3 junio 2014