Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Diego Medrano

Adiós a José Ignacio Gracia Noriega

José Ignacio Gracia Noriega, el prolífico escritor llanisco que conjugó con maestría la Asturias culta y la popular, falleció durante la noche del martes en el Hospital Central de Asturias (HUCA) a los 71 años y en compañía de su viuda, Covadonga Díaz Friera, y de sus familiares más cercanos, al complicarse una dolencia cardíaca que padecía con otras enfermedades.

De Gracia Noriega, autor de más de 40 libros y de numerosas obras inéditas sobre las más diversas cuestiones, sorprendía el personaje: el bigotito recortado, el sombrero tirolés y la voz cavernaria, profunda, un poco con deje asturiano o los modismos dialectales propios de la zona. Pero sorprendía mucho más el estilo: ese estilo aparentemente seco, una adjetivación austera pero envolvente, entre Hemingway y Conrad, o, mucho más cerca, Azorín, sin lugar a dudas. Siempre estuvo ahí, en un «impresionismo descriptivo», de frase corta y sintaxis simple.

Gran parte de los cuarenta libros de Gracia manejan el sistema del alicantino: son parcelaciones que junta como libro, pero que no nacieron como libros de una primera escritura, sino que se fueron haciendo textos más o menos a partir de compilaciones de muy variada estirpe (es necesario exceptuar, en tal óptica, los premios Tigre Juan -que recibió en 1986 por su obra 'El viaje del obispo de Abisinia a los santuarios de la Cristiandad'-, Casino de Mieres, Asturias de Novela, etcétera).

Sorprendían todos los enigmas de un autor cuya obra fue objeto de un seminario en la Universidad Rey Don Juan Carlos de Madrid en 2005 y una existencia levítica, retirada, primero en Llanes y luego en Sevares (Piloña), donde el artista que fue en la primera época parecía querer ahora ser más artesano.

En la llanisca calle Nueva había nacido el 17 de agosto de 1945 en el seno de una familia de derechas para bucear en la lectura desde muy niño gracias a los libros de la biblioteca de la casona indiana en la que vivió su infancia y en la que descubrió el placer de la escritura cuando su padre le regaló un cuaderno rojo.

Tras acudir a la escuela de las señoritas Mantilla, también en Llanes, estuvo interno en el Colegio de los Dominicos de Oviedo, donde coincidió como estudiante mediocre con Juan Cueto, Antonio Masip, Rafael Sariego o Juan Luis Rodríguez-Vigil y donde destacó en materias como Literatura y Latín.

Orfebre de la palabra y lector impenitente, sin estorbos, sin salidas, la paz del amanuense, entre joyas literarias (poseía una biblioteca de unos 17.000 volúmenes, desde los griegos a la novela del XIX) y buen cine clásico. Sorprendía el nulo interés por lo que se publicaba, por la actualidad, por los nuevos escritores y ese mundo como blindado, anclado en el tiempo, en una lectura que tenía mucho de relectura. Un autor clásico y de clásicos.

Sorprendía aún más que sus primeros veinticuatro años hubiesen discurrido entre Oviedo y Madrid, ciudad donde hizo vida literaria, vida de estudiante, y ahí, en ese tiempo, podría haber entrado en un Café Gijón, en cierta élite literaria, pero se mantuvo alejado de zonas de influencia y siempre protegido en las amistades con asturianos de siempre, cursando estudios superiores en la capital (hasta su rapsódica filiación al PSOE de quien se consideraba demócrata liberal) para regresar luego a Oviedo y, de ahí, instalarse en Sevares.

Socarrón, sorprenden sus fotos con miles de bolígrafos alineados, textos primero manuscritos, luego mecanoscritos y vueltos a corregir con bolígrafo, una lentitud que recuerda mucho a la poética de Cela («En este oficio hay que tener una paciencia franciscana») y donde se saborea la palabra en todo su amplio y hondo calado. Sorprenden, de igual modo, sus incursiones en el mundo del viaje, como lectura, cuando confesaba haberse movido muy poco en su vida.

Primaron, más de lo que se piensa, aquellos estudios en los Dominicos y su primera bohemia, en un piso posterior que pagaban sus progenitores en el barrio ovetense de Pumarín. Primaba, según contaron varios como Faustino Fernández Álvarez, otro estudiante de los Dominicos, cierto poso «curil» (la expresión, en su fecha, fue de Lola Lucio). Una educación no seglar, vaya, y toda esa impronta germinativa que ella propagó con respecto a ciertos temas.

Mezcla referentes americanos (Hemingway, Dos Passos) y franceses (Camus) en ese tipo de escritura seca, dura, pero muy trabajada, sencilla pero no simple, donde el lenguaje no protagoniza sino que pasa a un segundo plano. Mucho más renacentista que barroco.

Una de las últimas obsesiones de Gustavo Bueno fue poner en orden su obra y la fundación que presidía anunció incluso la edición de las obras completas de Gracia.

Gran conocedor de los asturianos y cronista oficial de Llanes tras ganarse en título en los tribunales (lo nombró el PP y lo destituyó el Gobierno local del socialista Trevín), fue detractor del asturiano y clamó contra el grandonismo astur y «mitos como la sidra, la fabada, el tambor y la gaita» en obras como 'Los asturianos pintados por sí mismos'.

El Ayuntamiento de Llanes decretó una jornada de luto por su fallecimiento y el alcalde, Enrique Riestra Rozas, aseguró: «Nos deja una de las plumas más fértiles de la región. Echaremos de menos su ingenio, su agudeza, su perspicacia y su presencia...». Sus restos serán incinerados hoy y el funeral se celebrará el lunes a las 17 horas en los Dominicos de Oviedo.

El Comercio · 8 septiembre 2016