Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Emilio Gracia Cea

Más allá del escritor

Una semblanza del fallecido autor que recuerda su carácter cariñoso y cercano en la intimidad familiar

Una semana después de su muerte nos sigue pareciendo imposible y difícil de asimilar que Gracia Noriega, mi tío, el hombre que pensaba y escribía como los clásicos, no volverá a publicar sus sagaces artículos y sus siempre atractivos libros en este mundo. Deberá pasar mucho tiempo aún para que su gran mujer, Covadonga Díaz Friera, Covi, sus familiares más cercanos y sus amigos, asimilemos lo ocurrido. Las virtudes de Gracia Noriega como escritor han quedado sobradamente bien reflejadas en los múltiples artículos que desde su deceso se han publicado en las páginas de este periódico que tanto quería. Yo intentaré, a través de estas líneas, dar una visión de Gracia Noriega un poco diferente.

La figura de mi tío, tanto para mi hermana Conchi como para mí, sus dos únicos sobrinos, estuvo siempre muy presente desde que éramos niños. También la de Covi. Sus frecuentes visitas a la casa de mis abuelos maternos situada en la localidad de La Pereda donde vivíamos junto a mi madre, eran para nosotros sinónimo de diversión. El ritual era casi siempre el mismo. Coche que aparcaba a la entrada (recuerdo un Seat Panda Rojo en el que él y Covi recorrieron de cabo a rabo una Asturias sin autovías alguna que otra vez con nosotros dentro), y mi tío bajándose del mismo con un enorme paquete en la mano. Era, por lo general, un juego de mesa que probablemente había comprado Covi en la llanisca juguetería de "El Siglo" esa misma mañana. Gracia Noriega entraba por la puerta con su figura imponente. La tarde prometía.

Tras los besos y abrazos de rigor era la hora de sacarle el máximo partido al juego de mesa. De ello se encargaba Covi, siempre paciente para explicamos al detalle las instrucciones y vigilar que durante la dura competencia entre mi hermana y yo por ganar no hubiese ninguna trampa. Mi tío, en la época en la que aún vivíamos sin móviles y el mundo no se venía abajo, aprovechaba para desenfundar su agenda y hacer dos o tres llamadas desde el teléfono fijo. Entre medias recibía como regalo un puro que mi abuela había guardado para él, por lo general sobrante de alguna boda o comunión reciente, y echaba un vistazo a la biblioteca de mi abuelo.

Mi tío también tomaba parte en los juegos, momento que aprovechaba para dar sabios consejos a mi hermana, que por aquel entonces destacaba como estudiante de inglés, y para interesarse por cómo íbamos en el colegio. Recuerdo que insistía en que Conchitina viese "Rocko-pop", mítico programa musical que emitía televisión española los sábados por la tarde, para que se fijase en la pronunciación con la que "la presentadora", Beatriz Pécker, entrevistaba en la lengua de Shakespeare al último cantante extranjero que había alcanzado el número uno. Los juegos también se repetían en la casona in-diana de la calle Nueva cuando la visita la hacíamos nosotros. Mi tío no dudaba en dejar de lado la máquina de escribir y esquivar la presencia de los gatos que lo rodeaban para desempolvar algún juego de su infancia con el que entretenernos.

Su célebre cuaderno de notas servía también, además de para apuntar aspectos relacionas con ideas para sus próximos artículos, para recordar cosas relacionadas con nosotros como, por ejemplo, que fue la jornada del 23-F cuando mi hermana tomó su primera papilla. Así era para sus sobrinos el escritor. Cercano y cariñoso. Su ausencia deja un vacío enorme. Un vacío que priva a sus lectores y a la cultura asturiana y española de varios lustros de amplia producción literaria. En el cielo seguirá escribiendo. Lo hará con su fiel gato Pelle sobre su regazo mientras intercambia impresiones con todos los clásicos que, por fin, ya ha podido conocer y a los que tratará de tú a tú.

La Nueva España · 13 septiembre 2016