Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Juan Velarde Fuentes

Acogedor conversador, inteligente conservador

Ignacio Gracia y su capacidad para hacer apasionante y entronizar la minucia irrelevante

Cuando, en un momento triste, evoco las agradables sobremesas pasadas en casa de Ignacio, con Covadonga como inmejorable anfitriona y algo más que excelente artista del fogón, se me agolpan las muchas y sabrosas ocurrencias que la presencia de Ignacio suscitaba. Sus citas de poetas, de escritores, su inacabarcable curiosidad y su inagotable memoria … Con él yo podía hablar ¡de toros!, algo que la corrección política está expulsando de las conversaciones. Hace un par de veranos se le rindió un homenaje en La Granda y recuerdo que, cuando me disponía a escribir algo para la ocasión, me salió una de mis “Soserías” con la mente puesta en la personalidad de Ignacio.

Reproduzco ahora lo que dije en la compañía de Santos Sanz Villanueva y Salvador Gutiérrez, bajo la presidencia de Juan Velarde:

La historia seria, la escrita por historiadores sesudos, ahítos de legajos guardados en archivos penumbrosos, está trufada por los datos económicos, las decisiones políticas, los acuerdos diplomáticos, las declaraciones de guerra o paz, todo lo cual va conformando el relato de un periodo del pasado.

Junto a esta historia formal, a mí cada vez me gustan más las histonas tejidas sobre historietas, es decir, hilvanadas en el cañamazo de las anécdotas curiosas, de sucedidos indiscretos o de los dichos que se ponen en boca de éste o de aquél personaje. Cuando la historia se edifica con estos materiales ligeros dijérase que se ha bajado de su pedestal de ciencia social o humana -o cómo se la llame- para convertirse en un familiar cercano o en uno de esos amigos que disponen de entrada franca en nuestra, viviendas y la llenan de su trato confianzudo. Porque la anécdota es justamente eso: confianza a la que se empareja la cercanía. Cuando se nos cuenta por ejemplo la forma en que trataba de fornicar Carlos II (en la prosa de Ramón J. Sender), la majestad de este personaje ha quedado a nuestro alcance y es entonces cuando ya podemos penetrar, sin que se nos nublen las entendederas, en los entresijos de su reinado, con las idas y venidas de su madre, de sus validos, de sus disparates y de sus testamentos Y lo mismo ocurre con las menudencias adorables que Valle-Inclán nos ofrece en sus novelas carlistas o isabelinas O con las de Ignacio Gracia en su larga bibliografía histórica.

La anécdota es así la llave con la que el curioso y el diletante puede entrar con cierta soltura en las estancias repletas del Archivo de Indias o de Simancas.

Pero para ello hay que liberar a la anécdota de su azoramiento, de su comparecencia en la sociedad científica con el lastre de su recato, porque la anécdota cree, en su humildad, que carece de empaque y quien la cultiva acaba teniendo complejo de bufón intimidado y temeroso.

Por eso a la anécdota hay que darle entidad de ciencia y yo crearía -si en mano estuviera- la cátedra de historia anecdótica y llevaría a ella como titular a una persona como Ignacio Gracia que sepa cuidar la espuma, atenta además con los detalles y buena conversadora, uno de esos prójimos cuyos matices y fulgores al narrar tienen el colorido de la llama que chisporrotea en la chimenea. Es decir, una persona que tenga entronizada a la minucia irrelevante como una fuente de conocimiento y también como una pócima para el alivio de las amarguras varias con que la vida nos obsequia. Si la Universidad de Oviedo tuviera la sensibilidad que las Universidades han perdido entre excelencias y zarandajas, no tardaría en dotar esa cátedra para Ignacio.

Si encima su titular, como sería el caso, sabe encender el fuego de artificio de las imágenes chocantes, esas que producen lucecitas y más lucecitas desperdigadas, pero cada una de ellas con su significado estelar próvido, entonces ya tendríamos a un catedrático honoris causa (o sea al singular Ignacio Gracia Noriega).

Porque la anécdota presta gracia a la historia y la dota de una credibilidad que el académico tradicional le hurta de manera que, si el anecdotismo creara escuela, sería como un torrente que iría a confluir al río de la ironía y del humor y eso que perdería el prontuario de los engolamientos.

Crear la cátedra de historia anecdótica sería como hacer una estatua a una burbuja. Que bien la merece".

Añado en la hora de la despedida: Ignacio va a entretener mucho a los moradores del otro mundo que nos aguarda a todos.

La Nueva España · 8 septiembre 2016