Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Poetas en Alcazarquivir

La pérdida de don Sebastián en esa batalla le convirtió en leyenda: es un rey que se espera que vuelva, como Arturo

La batalla de Alcazarquivir tiene aroma de otro tiempo, como si se hubiera librado en los días de la caballería, anteriores a la pólvora igualadora. Y, sin embargo, faltaba poco tiempo para que Cervantes descargara el golpe definitivo sobre aquellas fantasía, y aún antes, en el mismo Alcazarquivir, se desmoronaron las pretensiones portuguesas sobre Marruecos y desapareció un rey gallardo y encantador, casi de cuento de hadas. La pérdida de don Sebastián en esa batalla le convirtió en leyenda: es un rey que se espera que vuelva, como Arturo, y como en la fantasía de los antiguos galeses respecto a Arturo, su derrota se convirtió en esperanza poética. El destino de ambos monarcas los encaminó a dos batallas, en los llanos de Salisbury y en los huertos de Alcazarquivir, en las que la caballería se perdió para siempre. La leyenda de Arturo transitó sobre las nieblas de siglos, entre las que cabalgaban «el rey que fue y será» y sus caballeros de la Mesa Redonda, pero la rota de Alcazarquivir ocurrió en época ya muy alejada de cualquier aliento mágico. Era inconcebible reconstruir la caballería en la segunda mitad del siglo XVI, pero en Portugal se mantiene el sentimiento de que el joven rey don Sebastián regresará algún día. Arturo aguarda en Avalón su retorno y de vez en cuando sobrevuela Inglaterra en forma de cuervo. ¿Vaga el espíritu de don Sebastián por las soledades de África esperando a que llegue su momento? De ser así, habrá experimentado melancólica decepción cuando en lugar de él, lo que llegó a Portugal fue la democracia, con su espíritu conciliador y acomodaticio, y una de cuyas primeras providencias fue abandonar África. Esa África en la que ya nada es legendario. Don Sebastián era rey de otro tiempo, incluso en el suyo; como escribió Gracián: «Vino a la monarquía, a cosa hecha, el portugués Sebastián; no halló ya empleo con natural su generoso espíritu; buscólo violento, que a venir algunos siglos antes, él fuera otro César y Lisboa otra Roma. ¡Oh, príncipe, digno de mejor tiempo!».

Alcazarquivir, mucho antes del romanticismo, fue una batalla romántica (en realidad, casi todas las derrotas lo son, salvo las que derivan hacia la hiel del resentimiento). Don Sebastián se dejaba guiar por sueños; poco importaba que su tío, Felipe II, fuera el rey prudente. En 1576, tío y sobrino se reúnen en el monasterio de Guadalupe para discutir la expansión africana soñada por don Sebastián. Felipe II tiene en cuenta pros y contras. Por ello, en febrero de 1577 envía a Marruecos en funciones de espía, disfrazado de judío, a Francisco de Aldana, experimentado capitán en Italia y Flandes y gran poeta. Aldana llevaba a sus espaldas veinticinco años de servicio, de arar y no recoger. En el sitio de Alkmaar le dieron un mosquetazo, a consecuencia del cual, «quedé, tras siete meses de cama, tan libre que no me impide el movimiento». El soldado está cansado. En su poesía se percibe un poco de amargura que convive con lo que hace a Aldana verdaderamente grande, su anhelo de serenidad. Al igual que el piloto irlandés del poema de W. B. Yeats, también a él la búsqueda de soledad le condujo a tumultos bélicos. Amargo, y sin embargo de alma grande, con el pensamiento puesto en la vida retirada, le confía a Aris Montano:

«Los huesos y la sangre que natura me dio para vivir, no poca parte dellos y della he dado a la locura».

A diferencia de don Sebastián, que tenía un concepto poético de la guerra y de las conquistas, el poeta sabe qué cosa es guerra; lo saben sus huesos rotos y sus viejas heridas, «hueso en astilla, en él carne molida, / despedazado arnés, rasgada malla».

Tras tanto andar muriendo, tras tanto variar de vida y destino, de la Italia de su nacimiento al Flandes de sus campañas, tras tanto ir de uno en otro desatino, nada cogiendo, el poeta sólo aspira a «en un rincón vivir con la victoria / de sí». Aspira a un destino fijo, a ser el comandante de alguna fortaleza como lo había sido su padre en Italia, y así se lo solicita a Felipe II, no para tener un lugar donde quedarse, sino de donde salir. Y entonces, el rey don Sebastián se interfiere en su vida y él cae fascinado bajo su embrujo. Don Sebastián era un rey de sueños y Aldana el último godo, descendiente, según la crónica familiar, de un vikingo de los derrotados por Ramiro, rey de Asturias, que naufragó en costas españolas y acá quedó. Era inevitable que rey y poeta se conocieran y complementaran.

«Y a esta hora tengo hablado tres veces a Su Majestad, el cual me tiene lleno de amor y admiración, porque jamás creí ver en tan pocos años tanto entendimiento y destreza en las preguntas que me ha hecho sobre mi comisión, discurriendo por ellas tan soldadescamente que ha sido menester abrir los ojos y las orejas para atenderle y responderle», le escribe a don Gabriel de Zayas, secretario del Consejo de Estado. Y anima a Felipe II a que apoye los sueños de don Sebastián con versos que recuerdan a los que Hernando de Acuña dirigió a su padre:

«De un mundo solo habrá sola una llave puesta al yugo de Dios leve y suave».

Don Sebastián queda no menos fascinado por Aldana y solicita de su tío que «cuando fuere tiempo de hacer la empresa, le mande que se venga para acá para se hallar en ella». Lo demás es sabido. Aldana se une al ejército portugués al frente de una tropa de jinetes lanceros; entre los obsequios de Felipe II, custodia uno casi mágico: el casco de oro que Carlos V llevó en Túnez. Pero a don Sebastián no le trajo tanta suerte. Desembarca en África un ejército brillante, en el que abundaban las guitarras y los poetas. Todo contribuye al esplendor. Alcazarquivir es lugar de regadíos y huertas, a cuatro leguas de Larache. Allí los cristianos fueron derrotados por Abd al-Malik, que también pereció en su litera, el 4 de agosto de 1578. El rey y el poeta se perdieron. Otro poeta, Diogo Bernardes, tan compenetrado con el Camoens lírico, libró la vida en aquella jornada: es poeta de lágrimas cortesanas. Y Fernando de Herrera, que no estuvo presente, retumba en verso funeral al aludirla: «Voz de dolor y canto de gemido...».

Más no se crea que la expansión africana era un proyecto disparatado, ni D. Sebastián y Aldana dos románticos insensatos. El poeta ya había expresado en las octavas a Felipe II, que, a pesar de Lepanto, cuatro graves peligros seguían amenazando a España: el Islam, la mala vecindad francesa, el protestantismo y los moriscos como enemigo dentro de casa: los mismos que en la actualidad, sólo que los dos últimos modificados en hedonismo y laicismo doctrinario, y en separatismo.

Aldana proponía, por tanto, la unidad estratégica con Portugal contra el turco. Su presencia en la batalla de Alcazarquivir constituyó la confirmación de su pensamiento: había que detener al turco, que era el enemigo y la amenaza de la Cristiandad, es decir, de Europa. Su muerte en la batalla, «más como estoico que como cristiano», según Bergamín, fue la del último godo: la del descendiente de vikingos, de cruzados y de grandes maestres de órdenes militares, nacido y criado en Italia, capitán en Flandes, al servicio del rey de Portugal y muerto en África. Todo un europeo.

La Nueva España · 16 julio 2009