Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Karl Malden

Inició su carrera cinematográfica en 1945, una gran época en la que se valoraba al actor

La muerte de Karl Malden, a los 97 años, cierra un poco más, y de manera casi definitiva, la gran historia del cine, de la que apenas quedan en pie algunos supervivientes: las prodigiosas hermanas Jean Fontaine y Olivia de Havilland, Kirk Douglas, Ernest Borgnine, Eli Wallach. Pero lo que era el cine, el verdadero cine, prácticamente ha desaparecido, y Karl Malden era una de sus últimas e ilustres representaciones. Las películas ya no son como las de antes, solemos decir los nostálgicos, no solo porque los guionistas de ahora no tienen imaginación y cuando no se les ocurre otra cosa meten explosiones, sino por las películas contando «cómo se hizo el truco», cuando el viejo Cecil B. de Mille se habría sentido deshonrado si algún espectador hubiera descubierto que la escena del paso del Mar Rojo de «Los diez mandamientos» se hizo con mangueras. Las películas de ahora se resuelven con sexo y violencia: explosiones, helicópteros y más explosiones, y los atletas sexuales se levantan de la cama, se ponen los pantalones y ni siquiera se cepillan los dientes. La profundización en la socialdemocracia plena conduce al horror: por eso los nuevos escenarios cinematográficos son los urinarios públicos, la morgue, los hospitales, los aparcamientos subterráneos. Se relatan historias con encrespada violencia, bestiales y sórdidas, que producen la nostalgia del tiempo en que tales películas no podían hacerse. Los nuevos héroes están sacados de esas tiras dibujadas que reciben el nombre de «cómics», aunque yo prefiero decir «tebeos». Y, claro es, no es posible un personaje de Shakespeare o de Dostoiewski en un tebeo. Para todo este cine de forzudos, mujeres dominantes y pedantes en trajes de chaqueta metálicos y explosiones, no hacen falta actores: basta con que alguien detone el explosivo. Por eso, nadie va a echar en falta a Karl Malden en el nuevo cine de hoy (o lo que sea eso que se proyecta en las pantallas y se rueda con ordenador).

Karl Malden, que comenzó su carrera cinematográfica hace sesenta y cinco años (en «Wingedvictory», de George Cukor, 1945), pertenecía a una gran época en la que se valoraba al actor. También había otros personajes que intervenían en las películas y no lo eran: se trataba de las «estrellas», auténticas presencias fabulosas convertidas en mitos o en simples ídolos con pies de barro. Las «estrellas» eran capaces de despertar desaforadas pasiones en el público: pero los actores y actrices tenían otro tipo de reconocimiento. Bette Davis, por ejemplo, era una actriz, Rita Hayworth era una estrella y Carole Lombard era sencillamente guapa. Karl Malden fue gran actor desde el principio, porque, con aquella nariz y calvo, no podía ser otra cosa. Pronto ocupó su lugar entre los grandes, al lado de Walter Huston, Edward G. Robinson, Arthur O'Connell o Thomas Mitchell. Fue, desde sus comienzos hasta el final, un actor de reparto, un característico de lujo, un «secundario» perfectamente reconocible, de los que se imponían al protagonista en las escenas definitivas, como hacía el gran Burl Ives sobre Paul Newman en «La gata sobre el tejado de cinc». Pero Karl Malden no sólo era un gran actor a causa de su gran nariz. Había adquirido una sólida formación en el teatro, fue discípulo de Lee Strasberg y Elia Kazan, e interpretó en Bradway obras importantes como «Todos eran mis hijos», de Arthur Miller, o «Un tranvía llamado deseo», de Tennessee Williams. Miembro destacado del Actor's Studio, no siguió los caminos de la histeria como Marlon Brando o Montgomery Clift, aunque tampoco fue un intérprete contenido, ni mucho menos. Solía montar su número y entonces no había quien le detuviera: tal vez, acaso, Kazan, que era un extraordinario director de actores, que le dirigió en «Boomerang» (1947). «La ley del silencio» es una obra maestra de dirección, pues Kazan hubo de lidiar no sólo con Brando, sino con secundarios de la talla de Lee J. Cobb, Ros Steiger y el propio Malden. A Kazan nunca le perdonó la «progresía» de que hubiera preferido defender su piscina a la causa comunista, como decía Orson Welles, y entre quienes no se lo perdonaron se encontraban algunos que se lo debían todo, como Marlon Brando. Siendo Malden presidente de la Academia de Hollywood, consiguió, contra viento y marea, un «Oscar» para Kazan por el conjunto de su obra, aunque le costara la amistad de Brando, a quien tanto había ayudado cuando emprendió la aventura de hacer «El rostro impenetrable». A Malden, según declaró, no le importaba la política, sino lo mucho que Kazan había hecho por el cine y por ellos. Sin Kazan, el cine no sería lo que hoy es, porque no hubiera existido Brando ni Malden.

El registro de Malden como intérprete era amplísimo: siempre había en él algo inquietante, aunque contenido. Fue un malo chisgarabís en «El árbol del ahorcado», de Daves, y un sacerdote valeroso y honesto en «La ley del silencio»; un militar demasiado dependiente de las ordenanzas en «El otoño cheyenne», de John Ford, y el complejo director de la prisión de «El hombre de Alcatraz», de Frankenheimer; el policía de «Yo confieso», de Hitchcock, y un simpático general Bradley en «Patton», de Schaffner. Su poderosa personalidad llenaba la pantalla. Como director realizó una curiosa película, «Labios sellados», con Bette Davis, en la que se reservaba el papel de detective. Aunque podía llegar a ser muy malvado (como en «El rostro impenetrable» o «Nevada Smith», de Henry Hathaway), por lo general daba el aspecto de persona de orden. Podía haber atracado bancos, pero le gustaba ir a misa los domingos o ser el dueño de una plantación de tabaco (en «Parrish», de Daves).

La Nueva España ·23 julio 2009