Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

El Dr. Johnson: el hombre que fue un diccionario

Con todos sus defectos, carencias, grandes virtudes y excesos, Samuel Johnson es uno de los escritores más respetados de Inglaterra

El Dr. Samuel Johnson, nacido en Lichfield en 1709 y muerto en 1784, ocupa buena parte del siglo XVIII, del que fue el autor más representativo en Inglaterra. Chesterton escribió a propósito de él que «nadie podía contradecirlo, porque no se contradice a un diccionario» y, además, Johnson era un polemista seguro y expeditivo, capaz de desarbolar con sus argumentos (o, sencillamente, recurriendo a los argumentos del otro y dándoles la vuelta, lo que es el modo más efectivo de polemizar) a cualquier osado. Lo del diccionario, en cualquier caso, no es una broma de Chesterton, sino literal: Johnson acometió él solo la titánica empresa de componer el diccionario de la lengua inglesa, labor compleja y abrumadora. Su «Dictionary», compuesto entre 1747 y 1755 por una cantidad de dinero considerable para su tiempo y un mínimo apoyo de plumíferos y copistas, es la base de todos los estudios lexicográficos posteriores, que tienen en él un cimiento seguro. «La definición de vocablos es una de las tareas más difíciles a que puede dedicarse un hombre, y es lamentable que a veces se recuerde a Johnson por las pocas definiciones satíricas que insertó a modo de solaz, pues nadie lo ha igualado al describir claramente al pueblo inglés el significado real de las palabras de su idioma», precisa B. Ifor Evans. Las definiciones humorísticas no son todo el diccionario, pero algunas han llegado a ser lo más vistoso y recordado, lo que permite escribir a Chesterton que «todo diccionario es algo serio, y Johnson, lejos de ser siempre serio, era a veces voluble y petulante, a veces soberbio y áspero. Con todo, repito que, en cierto sentido, Johnson era algo así como un diccionario: tomaba las cosas, grandes o pequeñas, en el orden en que se le presentaba».

Ante todo, Johnson era arbitrario (lo que es una buena calidad en literatura cuando se sabe aprovechar: entre nosotros, José Pla fue un arbitrario que sacó un gran partido de su arbitrariedad) y no carecía de sentido del humor. Pero más bien resulta cómico, sobre todo cuando se le presenta recorriendo las calles y las tabernas de Londres, en compañía de James Boswell. Cómico sin llegar a ser ridículo y, además, era un trabajador imponente, capaz de emprender tareas como el diccionario y concluirlas. Su padre era librero, concejal y hombre de cierta erudición. Johnson siguió estudios en el Pembroke College de Oxford sin llegar a graduarse. El más famoso doctor de la literatura inglesa no era ni siquiera licenciado, pero eso importa poco o, por mejor decir, no importa absolutamente nada. Su cultura era más enciclopédica que si poseyera una docena de titulaciones. A diferencia de los enciclopedistas franceses, que urdieron la Enciclopedia entre varios, aportando cada uno sus saberes, Johnson organizó él solo el diccionario, y, lo que es más meritorio, no preparó con esa obra el terreno a ningún tipo de revolución ni de alteración del orden. Conviene indicarlo, era un señor de orden, como debe ser.

No obstante, vivió parte de su vida, sobre todo la primera parte, acuciado por necesidades económicas que le obligaron a escribir a destajo. «Rasselas, príncipe de Abisinia», novela a la manera de las de Voltaire, fue compuesta en un plazo angustiosamente corto para pagar los gastos del entierro de su madre. El hecho de haber realizado anteriormente una traducción del «Voyage Historique d'Abisinie», del jesuita Gerónimo Lobo, le facilitó el escenario, aunque en los aspectos circunstanciales «Rasselas» es menos colorista y descriptiva que «Cándido» de Voltaire, novela con la que se le comprara, aunque situándola por debajo. Johnson poseía virtudes literarias muy estimables, pero carecía de la levedad y del encanto de Voltaire cuando se trataba de hacer un comentario, de caracterizar a un personaje o, sencillamente, de narrar una historia.

Al cabo, el Gobierno de Su Majestad le rescató de la servidumbre de escribir «pane lucrando», dotándole con la cantidad de trescientas libras anuales, que no le obligaban a callar ante lo que consideraba reprobable o a elogiar a sus benefactores a cambio del sustento. Muy por el contrario, Johnson continuó criticando lo que le parecía oportuno, pues era un moralista severo y no siempre fácil de contentar, y aquella época considerablemente más liberal que ésta, en la que los elegidos por el pueblo soberano, considerándose superiores a los designados por Dios, se consideran intocables. Imaginen al hispanoamericano Luis Sepúlveda, prototipo de «escritor en la pomada» y vividor a costa del presupuesto, revolviéndose contra la mano (no hace falta decir la de quién) que le da de comer: se muere de hambre el pobre diablo.

Con todos sus defectos, carencias, grandes virtudes y excesos, Samuel Johnson es uno de los mayores y más respetados escritores de Inglaterra y uno de los más irrepetibles de las letras universales. Algunos aficionados a este tipo de evaluaciones le sitúan tan sólo por debajo de Shakespeare, y, en consecuencia, por encima de Chaucer, Milton o Keats. Incluso en algún aspecto supera a Shakespeare, porque, si el autor de «Macbeth» escribió sobre todas las cosas humanas y bastante divinas, el doctor Johnson escribió sobre casi todas las cosas imaginables, y además sobre Shakespeare. El «Prefacio» a sus obras es una obra definitiva de la crítica literaria y le sitúa, junto con Hazlitt y Coleridge, entre los reivindicadores de Shakespeare, y anterior a ellos. Percibía con precisión y buen sentido la poesía de los demás, aunque no fue poeta: los poemas «Londres» y «Vanidad de los deseos humanos» son graves y reflexivos, y, en general, prosa en verso y tampoco puede decirse que haya nada que suene a poesía en la tragedia «Irene». Su obra de ficción más destacada es, por tanto, la novela «Rasselas», pero es otro tipo de prosa sobre la que se asienta Johnson: la prosa ensayística y la prosa crítica. Su «Vida de los poetas» es uno de los conjuntos críticos más importantes de la lengua inglesa. En ellas examina a los poetas ingleses, desde Cowley a Gray, procurando ser siempre claro y, en ocasiones, contundente. No busca la objetividad, porque es imposible cuando se trata de decidir sobre algo que verdaderamente interesa; pero escribe a propósito de Akenside: «Nada tengo que hacer con los principios filosóficos o religiosos del autor; sólo me incumbe su poesía», y éste, me parece, es un principio fundamental e imprescindible para hacer crítica. Según T. S. Eliot, realizó su tarea, lo mismo que Dryden y Matthew Arnold, «con toda la perfección que la falibilidad humana permite».

En vida se le consideró un clásico, y en épocas posteriores, un autor que resulta moderno en muchos aspectos. Es el gran crítico del gran siglo de la crítica, el XVIII; hoy podemos afirmar que no sólo en su isla. También fue un personaje literario formidable, el centro de la vida «Vida del Dr. Johnson», de Boswell, una de las mejores biografías literarias de todos los tiempos. Según Macaulay, «Johnson fue no sólo un grande hombre, sino un hombre de bien».

La Nueva España · 17 septiembre 2009