Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Frederic Prokosh o el misterio de la sombra

Supongo que escribir con ordenador imprime carácter, como hacerlo con pluma de ganso

Una especie que no resultó rara durante el siglo XX fue la de los escritores rarísimos, ahora a extinguir por la uniformidad de los gustos e incluso por las técnicas empleadas para escribir. De aquí a poco (se vaticina), todo el mundo escribirá en ordenador, con lo que se extiende el acta de defunción de la máquina de escribir (tal vez el invento más formidable del siglo XIX, junto con la utilización del vapor en los medios de locomoción) y de la pluma estilográfica. De manera que todos los escritores escribirán enchufados a una central, y como tendrán que escribir con mucho cuidado, no vaya a ser que incurran en sospecha ante los familiares del Santo Oficio de la Corrección Política, todo lo que se escriba sonará al mismo son. Ya lo notamos en los nuevos escritores, que fuera del sexo y de los aeropuertos (y en ocasiones de la Guerra Civil desde el punto de vista del bando angelical, que paradójicamente asesinaba a quienes creían en los ángeles) no hay quien los saque. Supongo que escribir en ordenador imprime carácter, como hacerlo con pluma de ganso: pero exige mayor dependencia que la pluma de ganso. Si a un escritor de pluma de ganso se le iba la luz, le bastaba con encender una vela o un quinqué para solucionar el problema. Por eso decía don Valentín Andrés Álvarez que el quinqué es individualismo puro, mientras que la iluminación eléctrica está fuera del control del usuario. Al escritor de pluma de ganso y aun de pluma estilográfica, le basta con papel y tinta para escribir. El del ordenador necesita la electricidad. Si se interrumpe el fluido eléctrico, le sucede lo mismo que a Gonzalo de Berceo en su convento riojano: tiene que dejar de escribir, porque encuentra el mismo impedimento que el escritor medieval: se queda sin luz. Y como es portentosamente moderno, lo más probable es que no haya velas ni quinqués en su casa, y aunque los hubiera, como seguirá la normativa de la corrección política vigente, tampoco será fumador, por lo que no tendrá cerillas.

Con la supermodernidad, la socialdemocracia, la sociedad del bienestar y el turismo al alcance de todos, se acabaron los escritores cosmopolitas, que ahora quedan reducidos a catalanes y argentinos de fin de semana. Y tampoco quedarán escritores misteriosos, porque con eso que llaman la electrónica estamos todos controlados, y un director de sucursal bancaria sabe más sobre sus clientes que la Gestapo jamás soñó saber de los opositores al régimen nacionalsocialista.

Con el siglo XXI, la electrónica y la masificación del turismo, adiós a los escritores cosmopolitas como Paul Morand, a los escritores misteriosos como Bruno Traven y a los escritores cosmopolitas y misteriosos como Blaise Cendrars y Frederic Prokosh.

Prokosh fue difundido en aquellos libros Plaza de 15 pesetas, que también nos dieron a conocer a Joseph Roth, Isaac B. Singer o Leo Perutz, que pasaron inadvertidos a las lumbreras literarias hasta que Roth empezó a ser publicado en la muy fina editorial Seix Barral («Hotel Savoy») y a Singer le concedieron el premio Nobel. Se exigía algo más que ser mujer, homosexual o progresista para ser buen escritor. Perutz está por descubrir, lo mismo que Prokosh. Como estamos en el centenario del último (nacido en Madison, Wisconsin, en 1909), merece que le dediquemos un recuerdo. Prokosh era de ascendencia austriaca y más parece un escritor austriaco que norteamericano. Cursó estudios en Yale y en Cambridge (Inglaterra), viajó por Europa, Asia y África, y durante la II Guerra Mundial desempeñó misiones diplomáticas o de espionaje. Tradujo a Eurípides y a Louize Labé, fue elogiado por Thomas Mann y André Gide, y afrontó su decadencia como escritor dedicándose al bridge, a la bibliofilia y a la lepidopterología. Falleció en Plan de Grasse, en la Provenza, en 1989. Escribió novelas, poemas y un libro de memorias. Las novelas fueron calificadas como «existencialistas», y de éstas, «Tormenta y eco», que relata una expedición al Congo en busca de una montaña situada en el centro de África, es uno de los descensos a los infiernos más barrocos, alucinantes y pesimistas de la literatura moderna, en la que, después del ruido y la furia de la tormenta y su eco, todo retorna a la antigua calma, al crepúsculo sigiloso de la selva. Su poesía, menos conocida, ha sido calificada por Spender como «un oasis». Jorge Ordaz tradujo algunos de sus poemas, tomados de su antología «Chosen poems» (1947), con el título de «El tigre en reposo», en excelente prosa. En estos poemas volvemos a encontrar el exotismo alucinado de «Los siete fugitivos» y «Tormenta y eco»; así concluye la «Canción del tigre»: «El mono se acerca y el lagarto llama: avanzamos lentamente hacia la inexorable sombra».

La Nueva España ·10 diciembre 2009