Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Dionisios

Otero Novas anuncia la inminente llegada de un ciclo dionisiaco que promete una nueva pugna entre racionalidad e irracionalidad

Anuncia Otero Novas en su libro «El retorno de los césares» la inminencia de un nuevo ciclo dionisíaco. A partir de 1945 se establece (¿en la Historia?) un «orden apolíneo» que Otero Novas se pregunta si no será «un veranillo de San Martín». Una vez más entran en pugna la racionalidad y la irracionalidad. Pero tal vez sea un exceso identificar, en el lenguaje político, lo apolíneo con las democracias y lo dionisíaco con las dictaduras. Las dos peores dictaduras, las más tenebrosas y violentas que conoció la humanidad desde sus imprecisos orígenes, la socialista y la nacionalsocialista, se pretendían asentar poderosamente sobre algún tipo de razón. Fueron las más extremadas manifestaciones de la «modernidad» del siglo XX (reducción de la complejidad humana a la asepsia del número, culto al cuerpo, negación de Dios, predominio de la ciencia, higiene -gaseaban a sus víctimas en las duchas-). El gran proyecto de ambas, el Estado omnipresente y todopoderoso controlado por el Partido, es poco dionisíaco, en la medida en que lo dionisíaco tiende a la vuelta atrás, a la dispersión y al desorden. En la novela «El aeródromo», de Warner, lo ordenado y rectilíneo es el aeródromo, y lo turbulento fuera de control, la villa, siendo inevitable que identifiquemos el aeródromo con el totalitarismo y la villa con la democracia (con todos sus defectos y convulsiones, pero donde cada ciudadano es diferente de su vecino).

Las músicas de Apolo y de Dionisios se diferencian en que la de éste es estrépito: «Alzad en gozo los panderos que los frigios usan y que inventé yo junto con la madre Rea», afirma el dios en «Las bacantes», de Eurípides, la obra más arcaizante de la tragedia ática, escrita por el autor más próximo a nosotros en el tiempo. Dionisios, en aquellos rituales, es la divinidad del frenesí; también lo es (y ésta será más tarde su faceta más conocida) de la exaltación alcohólica. «Como mejor conocemos al dios Dionisios o Baco es en su personificación del vino y de la alegría desbordante producida por el jugo de la uva», escribe Frazer. Se trata de una divinidad de la vegetación, del grano y del bosque, que extrañamente se representa bajo las especies animales de la cabra y el toro. Como animal es sacrificado, como vegetal renace cada primavera. En el eterno e infinito movimiento del tiempo, siempre está Dionisios de vuelta. Después del apolíneo, el latido del bosque dionisíaco.

Dionisios es una divinidad arcaica: su nombre aparece en la Edad del Bronce, pero su entrada en la plana mayor de los dioses es posthomérica. Aunque hijo de Zeus, Homero no le sitúa en el Olimpo: forma parte de los Doce Dioses más adelante, sin dejar de ser una divinidad rural, vinculada a la máscara y al desenfreno, deidad de las vendimias y protector de los bosques. Vegetal y eufórico, el opuesto al rectilíneo Apolo, pero también su complementario. Nietzsche plantea la alternativa Jesucristo o Dionisios. Le rodea el misterio como una corona y es jocundo y burlón como un aldeano: puede ser terrible. Las bacanales se celebran con grandes libaciones, danzas y canciones, frenesí y descuartizamientos. Tardíamente adquiere los rasgos de un «portador de la luz». Karl Kerényi, el ilustre mitógrafo húngaro, le dedicó un hermoso y sabio libro «Dionisios», publicado por Herder (Barcelona, 1998). Una civilización, unos rituales y un aliento fascinantes reviven en estas páginas. Ahora que se aproxima de nuevo, si es que alguna vez nos dejó, conviene informarse erudita y bellamente sobre Dionisios.

La Nueva España · 6 octubre 2011