Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Un apagón de luz

Hace unos días se produjo en el lugar donde vivo un prolongado apagón de luz. De repente, desapareció la luz eléctrica, y el resplandor lívido de un relámpago se extendió por las colinas. Yo estaba viendo por TV «La letra escarlata», de Joffé, versión «moderna», con desnudos, gente desgreñada y demás, de la espléndida novela de Hawthorne, quien ni siquiera en una alucinación del infierno hubiera imaginado a la desinhibida Demi Moore interpretando a la atormentada Hester Prynne. ¡Y el angustiado Dommesdale bajo el aspecto de actor con aspecto de espadachín! Supongo que el abuelo de Hawthorne, que fue juez en los juicios de Salem, habrá impedido que yo viera el desenlace de este despropósito.

He de confesarles que me agradó como el apagón: me devolvió al pasado y me dio un motivo para reflexionar. Desde mis ventanas veía el valle del Piloña tal como lo vería cualquier vecino de Sevares hace un par de siglos. Por desgracia, el cielo estaba nublado, lo que me impedía ver las estrellas. Pero de las alturas llegaba una extraña claridad. Por otra parte, después de estar un rato a oscuras, los ojos se acostumbran y distinguen formas y bultos. La luz eléctrica nos está cegando y el alumbrado público oculta el cielo. ¡Y es tan majestuoso el cielo en las noches despejadas!

En la oscuridad estamos más próximos a la naturaleza que nos rodea y en la que no reparamos. La tormenta se alejaba hacia el Este y de los árboles del bosque próximo llegaba el rumor de las aves de la noche. En mi butaca vigilaban atentos dos puntos de luz: los ojos de mi gato Pelle. Encendimos una vela. Me encanta leer a la luz de las velas, ese objeto anticuado pero no inútil, que sin duda no se encuentra en la desolación de las casas postmodernas y minimalistas, y recordé la infancia o primera juventud, cuando subía a las buhardillas de mi casa natal a leer a Poe a la luz de una vela. Nunca volveré a leer a ningún otro autor de manera tan completa y maravillosa.

Y después de la evocación, la reflexión. Vivimos en una época de dependencia total de la técnica, lo que convierte al hombre en un ser tan desvalido como si acabara de nacer. De manera suicida, la humanidad industrializada se ha entregado a aparatos que en lugar de facilitarle las cosas, la esclavizan. Ahora si queremos comprar una aspirina y el aparato electrónico de la farmacia está estropeado o hay un apagón de luz, tendremos que aguantar el dolor de cabeza, porque no pueden vender la aspirina. Así de absurdo es todo, y lleva camino de serlo más.

Ni siquiera se podrá vender la píldora «del día después» a una adolescente sin el permiso de sus padres, lo que fue el mayor logro social del zapaterismo. Vivimos en una época electrónica y científica, en la que el hombre está más indefenso que su antepasado de las cavernas, pues ya no depende de él, sino del Estado, de la Seguridad Social, de la electricidad... Imaginemos que se va la luz. No olvidemos que el «Titanic» se hundió por la rozadura con un iceberg.

La Nueva España · 9 febrero 2012