Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

El Estado-Dios

Reflexiones en torno a la solicitud de eutanasia en el testamento

La iniciativa de una señora de Gijón de incluir la solicitud de eutanasia en su testamento (dejémonos de eufemismos, que a fin de cuentas viene de la misma raíz que eutanasia, y llamemos a las cosas por su nombre), si las cosas le llegan mal dadas, inmediatamente aplaudida por el Doctor Muerte local, tiene un alcance que va mucho más allá de lo que demagógica y cínicamente se denomina «profundización en las libertades democráticas». Porque la eutanasia, o si se quiere «suicidio asistido», claro que es un asunto político, pero no sólo en los términos en que lo plantean sus partidarios, a la vez que es una consecuencia de la rápida, y a lo que parece, imparable degradación de la sociedad y del sentido social en el individuo.

Vivir bien, sin trabajar, de vacaciones a todas horas y con una pronta jubilación, hacer «el amor y no la guerra», cambiar de pareja cuando apetece, y, finalmente, morir por cuenta del Estado (como todo lo demás es también por cuenta del Estado) es sin duda un ideal muy estimulante, tal como se están planteando ahora las cosas.

Pero téngase en cuenta que el hedonismo nunca podrá ser una virtud social, aunque lo patrocinen los socialistas, pues quien sólo piensa en el placer, sólo piensa en sí mismo. El aborto y la eutanasia son en la actualidad (no digo en otras épocas, naturalmente) resultados del hedonismo imperante.

Estas fúnebres manifestaciones de los «derechos más avanzados» se basan en la eliminación del fruto no deseado y de lo que puede haber de horrible en la muerte dándole un aspecto digamos burocrático. A fin de cuentas, si el hombre sólo se diferencia de la cucaracha en que vota ¿por qué no hacer como los veterinarios más desinhibidos que al menor síntoma de deterioro físico del animal proponen ponerle «la inyección», para que no sufra, es decir, por su bien?

Nadie quiere morir con dolor (ahora bien, llamarle a eso «muerte digna» es un exceso inadmisible: la muerte digna es otra cosa que pedir «la inyección) y es evidente que el suicidio es una parte muy importante del patrimonio del ser humano. Otra cosa es pedir que le suicide el Estado.

El suicidio asistido no es ninguna novedad; Saúl le pide a su escudero: «Saca tu espada y traspásame» (I Samuel, 31,4); «Sostén, pues, mi espada, y vuelve a un lado tu rostro mientras me arrojo sobre ella», le dice Bruto a Clito («Julio César», de Shakespeare, ac. V, esc. V). Pero otra cuestión es que el suicidio lo ejecuten enfermeros con bata blanca y funcionarios del Estado.

En el proceso de desacralizacion del ser humano a que asistimos es natural que la muerte no pase de ser un trámite, ya que después no hay nada. De este modo, los humanos se equiparan a las otras especies zoológicas. Pero no es esto lo peor. Lo peor es proponer y exigir al Estado que legisle en ámbitos que no son de su competencia ni están a su alcance. Es decir, al Estado que ocupe el lugar de Dios; un dios menor peligrosísimo, incapaz de dar la vida pero que puede decidir la muerte

La Nueva España · 3 de mayo de 2012