Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mapa literario de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Entre la Catedral y la plaza del mercado

Sólo el Madrid galdosiano puede emular al Oviedo novelesco en España y pocas ciudades han dado lugar, en el corto espacio de su casco histórico, a obras como «La Regenta»

«La torre de la Catedral, poema romántico de piedra, delicado himno de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo dieciséis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que, modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura», leemos al comienzo de «La Regenta» la novela del catedrático Leopoldo Alas, conocido literariamente por «Clarín». Desde su plaza se sube ligeramente la rúa Ruera, donde «cada casa es el producto impulsivo del arbitrio de cada habitante. No hay dos iguales. No se echa de ver norma ni simetría. Todo son líneas quebradas colorines desvaídos y roña, que tú quizá llames patina». El peatón que circula por esta calle, a través de la de Cimadevilla, pasa por debajo del arco del Ayuntamiento y, atravesando la plaza consistorial, penetra en la plaza del mercado o el Fontán, dejando a su derecha el armazón jesuítico de la iglesia de San Isidoro:

«La plaza del mercado en Pilares, está formada por un ruedo de casucas corcovadas, caducas, seniles. Vencidas ya de la edad, buscan una apoyatura sobre las columnas de los porches. La Plaza es como una tertulia de viejas tullidas que se apuntalan en sus muletas y muletillas y hacen el corrillo de la maledicencia. En este corrillo de viejas chismosas se vierten todas las murmuraciones y cuentos de la ciudad».

Pocas ciudades como Oviedo han dado lugar, en tan corto espacio, desde la Catedral al Fontán a tanta literatura: «La Regenta» de «Clarín», «Belarmino y Apolonio» y «Tigre Juan» de Ramón Pérez de Ayala. Y muy próximo, a pocos pasos de la plaza del Ayuntamiento, está el Oviedo de «Nosotros, los Rivero», de Dolores Medio. Tan sólo el Madrid galdosiano puede emular al Oviedo novelesco en España. La ciudad escenario de tantas novelas ha recibido distintos nombres que de ninguna manera encubren su topografía y su respiración, su modo de ser y actuar y su espíritu inconfundible: Vetusta es «La Regenta», Pilares en las novelas ovetenses de Ramón Pérez de Ayala (prácticamente toda su obra narrativa, salvo «Troteras y Danzaderas», que se desarrolla en Madrid, aunque su protagonista es ovetense, o sea, de Pilares), Lancia en «El Maestrante», de Armando Palacio Valdés, Fontán, en «Camino con retorno» de Sara Suárez Solís, o, sencillamente Oviedo, en «Nosotros, los Rivero», de Dolores Medio. Oviedo, la bien novelada, se ha dicho. Por asturianos y por foráneos, como Francisco García Pavón en «Cerca de Oviedo», una novela olvidada pero agradable.

Desde hace más o menos medio siglo se tiene «La Regenta» como la gran representación novelesca de Oviedo. No es del todo exacto ni justo, pues implica el olvido o menosprecio de las novelas ovetenses de Pérez de Ayala, que, con sus defectos, son estimables. Las obras de Pérez de Ayala, pesar de redichas y pedantes, poseen un penetrante aroma asturiano que no siempre se aprecia en Palacio Valdés y sólo muy raramente en Clarín La aparatosa prosa de Pérez de Ayala es más apropiada para el ensayo que para la narración: pero la ironía le redime de la pedantería: esa ironía, ese humorismo desconocidos por Clarín, cuyo humor es sarcasmo.

A Clarín le «nacieron» en Zamora, como él decía, pero vivió la mayor parte de su vida en Oviedo como catedrático de la Universidad Por el contrario, Atanasio Rivero podía afirmar: «Soy de Oviedo y no es alarde», aunque vivió fuera de su ciudad buscándose la vida como aventurero trotamundos por las Américas españolas. Atanasio Rivero fue otro de los singulares cervantistas asturianos, autor del cuento «Pollinería andante», en el que Sancho Panza sale al camino, y de una fenomenal patraña con la que estuvo a punto de embromar a los solemnes cervantistas del siglo pasado con motivo del tercer centenario de la publicación del «Quijote» Era hombre desenvuelto, y lo mejor de su obra fue su vida.

No sé si con eso del «Estado de las autonomías» que ha dividido España en reinos de taifas podremos considerar ovetense a Feijoo: pero que haya llegado a Oviedo en la primavera de 1709 y haya sido desde entonces vecino de la ciudad, hasta su muerte en 1764, digo yo que cuenta. Sus obras fueron escritas en Oviedo, en una celda conservada hasta hace poco tiempo, cuando la destrozó sin ningún respeto ni dar explicaciones la barbarie «progre». En esa celda reunía el buen fraile a sus amigos, entre ellos el doctor Casal (sobre cuya estancia en Oviedo Tolivar Faes escribió la novela «El mal de la rosa»). Mirando hacia esa celda, ahora destruida, el doctor Marañón afirma que Oviedo era, en la primera mitad del siglo XVIII, la «Atenas de España».

No citaremos a todos los escritores nacidos en Oviedo o que escribieron sobre la ciudad, harían falta media docena de artículos. Pero merece ser recordado el economista José Canga Argüelles, nacido en 1770, que, en su «Elemento de la Ciencia de la Hacienda» afirma que los agentes productores de la riqueza son «la naturaleza el trabajo, los capitales, la economía y la civilización». Sin duda estaba anticuado, porque en la España actual se tuvo el convencimiento de que la riqueza se obtiene por medio de la subvención( cuando no del saqueo)

El conde de Toreno, José María Queipo de Llano, nació en 1786 en el palacio que hoy es la sede de un muy erudito Instituto secular o Rinstituto. Su gran libro sobre la Guerra de la Independencia (en cuyos comienzos él desempeñó importante papel), de título elocuente («Historia del Levantamiento, guerra y revolución de España»), es la obra de un historiador al tiempo que testigo que no desdeña el tratamiento épico ni el estilo elevado. Se trata de un monumento histórico y literario, de prosa solemne y sonora. Podría comparársele con Edward Gibbon, si aquí se supiera quién es Gibbon y se hubiera leído a Toreno.

Ceferino Suárez Bravo (1824-1896), recordado por unos briosos versos en la torre de la Catedral, fue poeta que aprovechó todas las incitaciones románticas a su alcance, desde el castillo de Priorio hasta la Luna («Salve, oh cándida Luna, que velas desde el cielo / la faz del universo con lívido blancor») y el retorno a la tierra natal («Te vuelvo a ver, rincón nunca olvidado / dulce teatro de mi edad primera») y autor de una novela sobre las guerras carlistas, «Guerra sin cuartel», que no está nada mal. También es autor de un cuadro escénico contra la Revolución Francesa, «Robespierre», y de folletos y panfletos políticos, dada su condición de carlista en activo (llegó a ser secretario de negocios extranjeros en el Gobierno del pretendiente Carlos VII).

Ya en nuestra época, y aunque según Emilio Marcos el pudor del carácter asturiano destila su lirismo a través de la ironía, Ángel González figura entre los poetas de los años cincuenta que por vivir en una España que ellos consideraban cenicienta, escribieron versos cenicientos En sus versos «nada brilla»: predomina un humor desolado, un prosaísmo efectivo e implacable, sin apenas referencias a otra cosa que a la interioridad de un poeta que lleva la vida como una carga. No obstante, se le deben breves textos en prosa recorridos por el afecto que le merece su ciudad natal.

La Nueva España · 4 agosto 2013