Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Arcea, ave de otoño

Con el otoño avanzado, entran de nuevo las arceas. Son una cita irrecusable del otoño, como las setas y los colores de los bosques, de magnífico esplendor. Se ha dicho que la arcea tiene los colores y los sabores del bosque en otoño. Esto para algunos paladares es mérito y para otros, no, pero Álvaro Cunqueiro la defiende como bocado de gran categoría: «Se tacha a su carne de enteriza y dura, y de que tiene el acre sabor de la vegetación en descomposición del bosque otoñal. Pero es precisamente esto lo que yo defiendo en la becada. Cuando se la cocina, reviven estos claros del otoño: es como llevar el paladar al otoño del bosque».

La arcea baja desde los hielos del Norte cuando se aproxima el invierno. Ya en agosto advierte el primer estremecimiento del frío, sin saber que, como más al Sur, en las tierras por las que ha de pasar, también se dice: «Primer día de agosto, primer día de invierno». La arcea baja buscando las tierras cálidas desde los hielos de Spitzberg y Laponia, desde las soledades árticas, y para llegar a ellas debe pasar, necesariamente, por las tierras templadas en las que todavía se ejecuta, aunque a un paso ya de la decadencia, la ilustre cocina cristiana de Occidente, en la que la arcea jugó papel importante. Y no lo hace porque la obliguen a irse los fríos, sino porque con el invierno, en el paisaje helado, escasea la comida. El poeta Emilio Pola, en un bello poema sentimental, le preguntaba a la neverina qué fríos la habían alejado de su tierra; podría preguntárselo también a la arcea. Pero debe tenerse en cuenta que cuando la arcea baja desde el Norte, no lo hace aterida, sino a punto de estar hambrienta.

Buena parte de las arceas dejan la migración para última hora, como muchos ciudadanos apuran hasta última hora pagar a Hacienda. Por eso se la ve a finales de noviembre, mes que, según ese gran cazador y gran escritor que fue José María Castroviejo, «es de tránsito a caballo del otoño y del invierno, indeciso y un poco equívoco, refranero, elegante y cazurro al mismo tiempo, con las sentencias que otorgan de consumo el sarmiento que crepita en el lar y el vino nuevo del año». Noviembre es mes también de liebres y faisanes, y de bandos de grullas. Pero quien le da mayor personalidad, en este Norte cantábrico, más confortable y cordial que el Norte ártico, es la arcea; la cual, cuando recibe el nombre más elegante, pero menos familiar, de «becada», es anuncio de alta gastronomía: de esa alta gastronomía de la caza de otoño, que tanto se nutre del subsuelo como del suelo del bosque y de las ramas de los árboles, como de quienes lo atraviesan como de quienes lo sobrevuelan. De caza mayor y caza menuda, en una palabra, o de pluma y pelo, si se prefiere, que ha de ir aderezada en los casos que convenga con los esplendores frutales de la estación, las manzanas del huerto y las castañas y las setas del bosque. No olvidemos que la arcea busca en la tierra del bosque su sustento. Tiene que saber a bosque, y los frutos del bosque refuerzan su labor.

El poeta Ezra Pound, el mayor poeta que nombró a la becada en el siglo XX, veía en ella un heraldo del invierno. Cuando el movimiento de las constelaciones se dirige hacia el invierno, en el último gran movimiento del año, aparece la becada. Es tiempo de cazas y de regreso a casa, para sentarse al lado de la chimenea, en la que arde el fuego del hogar. Los perros se ponen contentos con la perspectiva de salir en busca de un ave que no se deja cazar fácilmente y, algunos, como el setter irlandés, se confunden con el otoño. Lo que más aman los cazadores es verla salir del suelo con su trepidante y potente vuelo vertical, oír el gran zurrido producido por el batir de las alas, disparar y verla caer, y ver al perro, que es otro de los espectáculos de la caza, salir inmediatamente a cobrarla. «Estos segundos de emoción compensan horas de duro caminar con húmedo frío y hacen inolvidable un día lluvioso y gris», escribe Juan Duyos, quien, a diferencia de su padre, el coronel Duyos –que siendo gobernador de Sahara español prohibió la caza en aquel territorio para preservar especies, entre ellas, las gacelas, en peligro de extensión–, salió cazador y escritor, con mucho conocimiento y afición, de temas cinegéticos.

«Con los vientos del Norte y las fuertes heladas en Europa viene a Asturias buen número de arceas», añade Juan Duyos. «La mayoría de las que se capturan procede de Gran Bretaña e Irlanda, y también de los países escandinavos, ya que el anillamiento ha permitido estudiar bien sus movimientos. Es sabido que las noches frías y con luna llena son las más propicias para su llegada. En Asturias, además, de insectos, gusanos, y "merucos", también comen arándanos, tan abundantes en nuestros montes, y en alguna ocasión se las observó en las playas, comiendo pequeños crustáceos entre las rocas». Confieso que este párrafo me decepcionó un poco por dos motivos: el primero, porque se haya llegado a ver a alguna arcea en la playa, como si fuera un veraneante madrileño; aunque dados los fríos que se gastan por esos nortes, no hacen nada excepcional entrando en las playas, en otoño. El segundo motivo es que uno, desde niño, se obstinaba en ver a las arceas procedentes de las inmensidades glaciares. De allá vendrán, aunque el dato del anillamiento sea incontestable. De todos modos, como los pingüinos y los osos polares no se dedican a anillar, como si fueran ingleses o irlandeses, será por eso por lo que se les da a las arceas nación inglesa, cuando Gran Bretaña e Irlanda en realidad son etapas, lo mismo que Asturias, en su viaje hacia el Sur.

La arcea y la perdiz roja son las reinas de la caza menuda en Asturias. Algunos cazadores malhumorados, como mi amigo Jaime Celorio, protestan porque dicen que cada otoño entran menos arceas. En esto se parecen a los taurinos, para quienes los toros de antes siempre eran más grandes. Aunque tampoco es raro que entren menos arceas, ya que se trata de un ave de bosques, prados y cielos abiertos, y estamos en época en la que las segundas viviendas y el turismo rural están trasladando la ciudad funcionarial y espesa al campo. Y que no falten la arceas, que faltarán si las verdes praderas y los bosques rojos se llenan de adosados y de cemento, de adosados, coches y cemento.

La Nueva España · 29 de noviembre de 2001