Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Jovellanos

Afirmó hace algún tiempo Gonzalo Anes que «Jovellanos está a la altura de los grandes hombres de la Ilustración europea, y estoy hablando de Diderot o D'Alembert. Pero era superior a ellos en que a sus enormes conocimientos unía la prudencia del político, que sabe lo que se puede hacer en cada momento». Yo no sé si Jovellanos habrá sido tan prudente como cree Anes; de haberlo sido, se habría quedado en Gijón cuando recibió la notificación de que se le hacía embajador en Rusia, a la que sucedió casi de inmediato el nombramiento como ministro. antes de que llegara a iniciar el viaje a las tierras hiperbóreas: cargos indeseados por él, de creer (y no encuentro motivo en contra) las amargas anotaciones que hace, con esos motivos, en sus Diarios.

Tenía por aquel entonces Jovellanos 53 años. No digo yo que a esa edad se deba estar pensando ya en la jubilación, como ahora sucede. Pero si se pude vivir apaciblemente hasta ese momento, los años más recientes en la villa natal, rodeado de libros, con el Real Instituto recién fundado, haciendo meticulosos recorridos por el Principado, y con buenos amigos como Pedrayes, a quien a veces le preguntaba cosas sencillas para obtener respuestas enrevesadas, lo prudente hubiera sido renunciar a los sobresaltos que se avecinaban, y entre los que no podía prever la rápida caída, la reclusión en el castillo de Bellver y hasta un intento de envenenamiento con plomo, gracias al cual vino a padecer la misma dolencia que Goya, también intoxicado con plomo, aunque éste no lo fue por motivos políticos, sino por el ejercicio de su profesión de pintor.

No, Jovellanos demostró poca prudencia cuando renunció a la vida sosegada por un ministerio. Eso hubiera sido propio de un político profesional -que en rigor es especie que nunca vive con sosiego-, no de un hombre culto y discreto. Algo barruntaba él, en cualquier caso, porque escribe en su Diario, con fecha de 17 de octubre de 1979: «Varias cartas, entre ellas el nombramiento de oficio. Cuanto más lo pienso, más crece mi desolación. De un lado, lo que dejo, de otro el destino al que voy; mi edad, mi pobreza, mi inexperiencia en negocios políticos, mis hábitos de vida dulce y tranquila». El ministerio le exime de ir a Rusia, pero no tardará en conducirle derechamente a la ignominia del castillo de Bellver.

Al margen de la actividad política, la labor realizada por Jovellanos en España ha sido equiparable a la de los dos conocidos enciclopedistas citados por Anes en toda Europa. Desde luego, debe considerársele como el más importante escritor nacido en Asturias en toda época; acaso también como el máximo escritor español del siglo XVIII, incluso en su faceta de poeta (la de dramaturgo, autor de «El delincuente honrado», parece más bien insalvable). Según Gerardo Diego, sólo Moratín superó a Jovellanos como autor de sátiras: «Todos los demás, Meléndez Valdés incluso, quedan muy por debajo de nuestro amado Jovino. Otro tanto cabe decir de la poesía de meditación oral y sentimiento del paisaje, especialmente en la admirable "Fabio a Anfriso", en los deliciosos tercetos "Jovino a Poncio" y en la descripción de la vega del Bernesga»; y concluye Diego que «poeta en prosa D. Gaspar lo es en sus mejores momentos». Aunque, claro es, el Jovellanos que más interesa es el prosista, el ensayista (por así llamarle), el intelectual que escribe sobre asuntos puntuales, que interesaban de forma principal en su época y algunos de los cuales todavía no se resolvieron en ésta, de manera clara y sensata, con prosa por lo general excelente. Su influencia fue muy grande en su tiempo (Alejandro Malespina, entre otros muchos, se consideraba impulsado por sus escritos), y muchas de sus ideas y propuestas de soluciones son aplicables a éste, como tantas veces señaló José Caso. Y toda esta labor de hacendista, de proyectista, de ilustrado, de patriota, de hombre político, si se quiere, pero más de pensamiento y pluma que de acción, no desmerece la del autor del mejor Diario de las letras españolas, o del de las cartas a Ponz, en las que concurren el atento viajero, que observa y relata con precisión lo que ve, el hombre sensible que capta el paisaje y las obras de arte, el narrador ameno y el erudito.

Leer a Jovellanos es encararse a problemas que siguen sin resolverse hoy, en Asturias señaladamente, que fue su tierra natal el motivo de su principal preocupación. Afirmaba, como Macaulay afirmaría más tarde, que el Estado no está llamado a crear riqueza, pero sí a proteger su creación. Marañón, que siempre se tuvo por espejo de liberal (y, lo que es más raro, fue generalmente admitido como tal por sus compatriotas), confiesa que en 1808 no hubiera sido liberal, ni absolutista, ni afrancesado, ni constitucional de Cádiz ni patriota de trabuco, sino jovellanista. Pero el jovellanismo no es una posición política, sino una actitud personal. Jovellanos mismo era un liberal sin las ambigüedades de quienes, más adelante, se harían llamar liberales. Como buen liberal, amaba la libertad y desconfiaba de la democracia. El jovellanismo es una manera coherente de ser liberal.

La Nueva España · 6 diciembre 2002