Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Julio Verne y la aventura

Para las gentes de mi generación, y para las gentes de generaciones anteriores, al menos hasta llegar al año 1862, en que se publica «Cinco semanas en globo», resulta inconcebible una infancia sin Julio Verne. Puede haber estado uno más o menos afectado por Verne: pero sin Verne, es poco menos que imposible imaginar la infancia. Supongo que hay al menos tres escalones en la novela de aventuras dedicada en otro tiempo al público infantil y juvenil: un escalón ocupado por Salgari, Karl May, Ballantyne, Mayne Reid, el capitán Manyat, etcétera; otro escalón monopolizado por Julio Verne, y al que se acercan, entre otros, H. G. Wells, y, en fin, erescalón en el que están Stevenson, Kipling, y otros autores que exceden los muy imprecisos límites de la llamada literatura juvenil y entran de lleno en la gran literatura. Yo confieso que fui poco entusiasta de Veme, sobre todo si comparamos el entusiasmo que me causó Salgan primero, y el que me causaron Stevenson y Kipling más tarde. En cambio, algunos de mis amigos, como Santiago Melón, siempre le fueron leales a Julio Verne: una lealtad teñida de nostalgia. Porque Verne pertenece a los mejores momentos de una época maravillosa; mas temo que, a diferencia de Kipling, de Stevenson o de Manyat, no se puede leer en cualquier época. Yo releí «De la Tierra a la Luna» y «Viaje alrededor de la Luna», y me decepcionaron, y es posible que de «20.000 leguas de viaje submarino» prefiera la encantadora versión cinematográfica de Richard Fleischer; pero leer «La isla misteriosa» en una edición con las ilustraciones originales tiene la fuerza evocadora de las Navidades de la infancia. En Julio Verne, al igual que en Salgari, había incrustado en el relato un didactismo enciclopédico: más de andar por casa el de Salgari, más sólido y razonado el de Verne. Por eso, los personajes de Verne se ponían en ocasiones harto pesados. Mas, gracias a ellos aprendimos que para ir a la Luna hay que subir a una especie de bala de cañón, cosa que también aprendió Werner von Braun; y leyendo «Una invernada en los hielos» descubrimos que el zumo de limón cura el escorbuto. O que se puede llegar desde América a Europa por tierra, como, hizo César Cascabel; o que los ojos pueden actuar como cámara fotográfica, como en «Los hermanos Kipp», donde la imagen del asesino queda grabada en la retina del muerto, o que es preciso cambiar el Polo Norte de lugar para enderezar el eje de la tierra, como sucede en «El secreto de Maston». Las novelas de Verne se desarrollan en todos los continentes, en los cinco océanos, en altas montañas o navegando ríos, en desiertos o praderas, en el aire o debajo de las aguas del mar, entre los hielos polares o camino del centro de la Tierra. Y en todas estas novelas late el ingenuo entusiasmo del hombre del siglo XIX por la ciencia. ¿Ingenio entusiasmo? No todas las veces, y el capitán Nemo, especie de conde de Montecristo navegando debajo de las aguas, expresa sombrías inquietudes frente a la beatería científica un tanto bobalicona del profesor Aronnax. Pero si en algún momento Verne llega a inquietarse, levísimamente, por los derroteros que sigue la ciencia, en quien no pierde la confianza es en el hombre: en la fuerza de voluntad de Miguel Strogoff atravesando estepas inmensas en lucha constante contra los enemigos del zar y la naturaleza; en la resolución de Phileas Fogg, convencido de que si las cosas marchan como debieran, se puede dar la vuelta al mundo en ochenta días; en la competencia del capitán Bligh, que hizo 3.618 millas marinas por el Pacífico en bote, con sólo la ayuda de un sextante. Julio Verne nació en Nantes en 1828, y trabajó como pasante en el despacho de abogado de su padre hasta que pudo salir en globo hacia los vastos espacios. Al éxito de «Cinco semanas en globo» sucedieron «Las aventuras del capitán Hatteras», «Los hijos del capitán Grant», «Un capitán de quince años», «Escuela de Robinsones», «El faro del fin del mundo»... Algunas de sus novelas, como «Héctor Savardac», son puro delirio; pero en «La esfinge de los hielos» intenta lo imposible: ponerle final a las «Aventuras de Arthur Gordon Pym», de Poe, y fracasa, porque Verne, aunque sea muy bueno en lo suyo, no es Poe. Y no todo en el es fantasía y aventura: «El camino de Francia», que se desarrolla durante la Revolución francesa, posee el encanto de las deliciosas novelas de Erchlanann y Chatrian. Sería excesivo suponer que Veme se conserva a estas alturas tan bien como Stevenson, pero, a mí entender, las novelas suyas que mejor se mantienen son aquellas en las que predomina la acción, como «La vuelta al mundo en 80 días» o «Las tribulaciones de un chino en China». «El secreto de Wilhelm Storitz», su novela póstuma, terminada en 1904, anuncia el sabio que no se detiene ante nada (los sabios de Verne solían ser más bien locos y extravagantes). Murió hace cien años, el 24 de marzo de 1905, en Amiens.

La Nueva España · 23 septiembre 2003