Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

La delación y Bertolt Brecht

Teníamos bastante olvidado a Bertolt Brecht cuando dos circunstancias nos lo ponen de actualidad. La primera y principal, la aparición de su «Teatro completo» en un gran volumen de 1.800 páginas, publicado por Cátedra en su Biblioteca Áurea, dedicada a clásicos. No cabe duda de que Bertolt Brecht es un clásico del siglo XX, aunque el desprestigio del marxismo, del que era estricto secuaz, y la caída del muro de Berlín le devaluaron no poco. También Brecht pasó a ser de personaje sumamente respetable a individuo cuando menos puesto en muy severa tela de juicio, a la que contribuyó Günter Grass con una pieza teatral de la que la «progresía» española procuró no enterarse, «Los plebeyos ensayan la revolución». Se me objetará que Grass, ahora que se descubrió su pasado nacionalsocialista antes de quedarse en socialista, ya no es tan de fiar como cuando hacía los elogios del régimen de Castro o se besaba los morros con Felipe González; pero como escribió el rabí Don Sem Tob, «non val el azor menos/por nacer de mal nido». Curándose en salud, Miguel Sáenz, el traductor de esta edición, advierte: «Quienes se han ocupado de Brecht o tuvieron trato con él parecen clasificarse en dos grandes grupos: los que lo odian y los que lo adoran». No se puede ocultar que Brecht sirvió a una ideología totalitaria y que se instaló muy confortablemente en un Estado totalitario. Otra cuestión es la valoración que nos merezca su obra. Sáenz exagera cuando le considera «el mayor creador teatral que ha habido después de Shakespeare», aunque se puede aceptar que «Brecht es tan proteico, tan irritante, tan seductor y evasivo que no hay forma de hacerle justicia». Yo leí su teatro en ediciones de Losada, y guardo buen recuerdo de él. Gustavo Bueno me encargó, hace cuarenta años, que intentara un montaje de «Galileo Galilei» en la Universidad de Oviedo, y para evitar los obstáculos que oponía la Sociedad de Autores en lo que se refiere al pago de derechos, se le encomendó la traducción a Rúa, que tradujo parte del primer acto; no sé qué habrá sido de ella. Para Bueno, no había obstáculos, y proponía, por ejemplo, que las ropas de los catedráticos fueran los ropajes de los cardenales. Naturalmente, fue imposible intentarlo, aparte de que yo no era Joseph Losey ni encontramos a ningún Charles Laughton en Oviedo para interpretar a Galileo. También leí algunas novelas de Brecht, como «Los negocios del señor Julio César», y «Los cuentos del almanaque», de los que permanecen en mi memoria dos escenas imborrables: Sócrates con una espina clavada en el talón, y la justificación de sir Francis Bacon por su amor a la ciencia.

De manera que este volumen que contiene, espléndidamente editado, el teatro de Brecht, me ha devuelto a cuarenta años atrás y el viaje fue provechoso, como siempre que se rejuvenece. Las obras recogidas (como dice Mases: ¡mucho escribió!) son de valor desigual, pero las más ambiciosas («Galileo Galilei», «Madre Coraje», «El alma buena de Sezuán», «El señor Puntila y su criado Matti», «La evitable ascensión de Arturo Ui», «Terror y miseria del Tercer Reich»), o las adaptaciones de clásicos, como la «Vida de Eduardo II de Inglaterra», según la obra de Marlowe, si bien han perdido el lastre político de la época (lo que las aligera), mantienen su poderío teatral. El «teatro didáctico» era una manera abusiva de sermonear desde los escenarios: esto es inadmisible desde cualquier punto de vista que se quiera mirar; pero por lo menos Brecht tenía sentido del teatro, lo que lo impulsaba a integrar el mensaje dentro de una estructura dramática, aunque no renunciara a él en ningún caso. «Galileo Galilei» y «Madre Coraje y sus hijos» son la culminación de un «teatro épico» con cuyo planteamiento, incluso moral, no se puede discrepar (la libertad de conciencia o los horrores de la guerra), aunque su segunda intención fuera estalinista. El teatro «épico», cuya invención se atribuye a Brecht, y fue, en efecto, su mejor cultivador durante el siglo XX, hunde sus raíces en el gran teatro europeo del siglo XVII, principalmente el inglés y el español. Obras como «Coriolano», de Shakespeare, son de clara intencionalidad política, y «Fuenteovejuna», de Lope de Vega, o algunos autos sacramentales de Calderón, decididamente épicas. En Calderón coexisten épica e ideológica: como en Brecht. Pero el antecedente más importante del «teatro épico» es la «Numancia» de Cervantes; con su utilización de la Historia y su personaje colectivo, ya es de manera plena teatro épico.

Proponemos la relectura de una de las obras más representativos de Brecht, «Terror y miseria del Tercer Reich». Uno de los temas siempre presentes en esta obra, y probablemente, el que genera más angustia, es el de la delación. Brecht nos presenta ejemplos terribles. Yo recuerdo que la gran obsesión de los escasos grupos organizados frente al franquismo era la delación. Por eso me horroriza y escandaliza que la ministra de Sanidad proponga la delación como manera de combatir a los que incumplen la prohibición tabaquista. Es sabido que en la izquierda hubo multitud de delatores, pero, ¿cómo una persona que se supone de izquierdas puede plantear la delación para conseguir un fin? Por lo menos en este punto, Brecht era inflexible, como buen comunista que sabía qué eran la clandestinidad y el miedo. Aunque defendiera otro Estado totalitario, Brecht conocía el espanto de que es capaz el Estado totalitario. Hoy, como ayer, habrá que leer a Brecht para tener las cosas claras. Aunque las cosas que se deben tener claras hoy no son las mismas que se tenían hace cuarenta años.

La Nueva España · 20 abril 2007