Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Viaje a la India

A los viajes clásicos a la India, ese casi continente mágico, que dio tanto juego a los viajeros exóticos (me vienen a la memoria el «Viaje a la India de los maharajahs», de Louis Rousselot, el viaje de Wlademar Bonsels, «Pasaje a la India» de Edward Morgan Forster, que en realidad es la novela de un viaje), se suma «La India», de Mircea Eliade, en muy buena traducción de Joaquín Garrigós (que se lee como si no hubiera tal traducción), pulcramente editada por la Editorial Herder, de Barcelona. El centenario del nacimiento de su autor, en 1907, es un excelente pretexto para abrir este libro apasionante y no soltarlo hasta las últimas líneas. Mircea Eliade, rumano que padeció la terrible historia europea del siglo XX, exiliado en Lisboa, París y Chicago, donde murió, en 1986, es uno de los mayores historiadores de las religiones de toda época, autor de «Herreros y alquimistas», «El eterno retorno», «Mito y realidad», «Lo profano y lo sagrado», «Manual de historia de las religiones», «Historia de las creencias y de las ideas religiosas», «El chamanismo», etcétera. Pero además es novelista, autor de «La noche bengalí», entre otras novelas. En «La India» se manifiesta como un excelente escritor de viajes.

Mircea Eliade marcha a la India en 1929, para estudiar con Dasgupta, un filósofo considerado, según Mircea Handoca, como la segunda gloria nacional, sólo precedido por Tagore, y con quien rompe en 1930 a causa de unos amoríos (a lo que parece, Eliade fue bastante mujeriego). Pero a pesar de este incidente, al que en el libro no se concede mayor importancia, la India tuvo para Eliade una importancia decisiva, no sólo en su formación intelectual, sino también en la maduración de su experiencia y en el aspecto visual. Razón por la que no es de extrañar que aquel viaje tenga una influencia notable en su obra, que ahora comentamos y que, a pesar de su carácter fragmentario y desorganizado («todos los fragmentos publicados en el presente libro se escribieron al azar, a grandes intervalos temporales y sin sujetarse a ningún plan general preconcebido»), es una de las obras más deslumbrantes sobre la India que conozco y la demostración de que Eliade, además de ser un gran sabio, fue uno de los grandes escritores, imaginativo y plástico, de nuestra época. «Deslumbrante» es el adjetivo que tal vez mejor le cuadra a este libro bellísimo y singular. La primera impresión que produce es de color, de luz: en Rajastán, «al fondo del horizonte hacia el que avanzas desde hace diez horas, surgen unas murallas almenadas, es Bikaner, la altiva, de un color absolutamente rojizo»; Jaipur es de piedra roja y sus calles están llenas de pavos reales; en Amritsar, la ciudad del Templo de Oro, en las cercanías del Himalaya, «el cielo es límpido y a la hora del crepúsculo sopla un viento impregnado de los aromas de los bosques de eucaliptos» (en la India no se considera el eucalipto como un invasor). Al descender del tren en Moghul-Sarai, «el sol saca de sus sueños la riqueza en oro y sangre de los palacios, de los jardines y de los templos», y en Benares, al atardecer, «el cielo, de sanguinolento, se va tornando cada vez más añil, más oscuro y más frío», y «a esa hora una indefinida tristeza atraviesa la tierra». Benares, a pesar de las piras funerarias, está inundada de luz. La noche de la India no es la noche de nuestras montañas, porque entre ésta y las otras noches se extiende Arabia.

La suntuosidad de los palacios y jardines no desmiente la pobreza extrema, ni la luz la presencia cotidiana de la muerte. La ceremonia religiosa de Kumbh-Mela en Allahabad, en la que en un sólo día un millón de peregrinos se bañan en el río sagrado, no contradice el silencio reflexivo de los monasterios del Himalaya, a los que dedica un capítulo importante, ya que, según señala, es la primera aproximación hecha por un europeo al budismo de la vertiente india. Y, como era inevitable en su época, visita a Rabrindanath Tagore, que era una especie de santón de barba blanca, galardonado con el premio Nobel de Literatura.

De manera no sistemática y poco metódica (¡mejor!) Eliade nos presenta una visión de conjunto de la India, desde Ceilán hasta la frontera de Afganistán. Un territorio de ensueño y maravillas, de miseria, podredumbre y terror. Pasamos de las piedras preciosas de los bazares, de Jaipur, a las terribles ceremonias fúnebres a orillas del Ganges. Contemplando las incineraciones, Eliade no pierde el sentido del humor. El olor de la carne asada es tan horrible que, apunta, «quizá por eso los indios son vegetarianos».

La Nueva España · 25 octubre 2007