Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

El puerto de Ventana

Nos dirigimos hacia el gran reino del otoño por el puerto de Ventana, uno de sus escenarios más majestuosos. En rigor, el otoño es magnífico en toda Asturias. Para ir a Ventana se sigue el curso del río Trubia, río arriba. En Trubia hay mucho arbolado y bastantes construcciones de comienzos del siglo XX. Después están Vega, Santiago y San Andrés, con su puente, que atravesamos a comienzos de noviembre, bendito mes, que empieza por Todos los Santos y termina con San Andrés. En Tuñón hay una preciosa iglesia erigida por Alfonso III en el año 891 y una oscura casa con torre al otro lado de la carretera, y en Villanueva de Santo Adriano, que en mis tiempos era lugar de reunión de los excursionistas que salían del desfiladero de las Xanas, se reúnen en un corto espacio dos magníficos castaños, un hórreo, una ermita, el río y el Ayuntamiento, que sin duda es lo más prescindible del conjunto. Más adelante, el concejo de Proaza empieza propiamente en el pueblo de Proaza, con su medieval torre redonda de cuatro pisos a la derecha. En este concejo se bifurcan los caminos: hacia la sierra del Aramo por Quirós y hacia la cordillera Cantábrica por Teverga. A partir de San Martín, la carretera empieza a subir. Ahora el río es el Teverga, y a partir de Las Vegas entra en escena el río Páramo. En San Salvador hay una desviación a la derecha hacia Torce, cuyo cura fue el último gran cazador legendario de osos. Don Eladio Arias, que murió en 1956 con más de 80 años, dio muerte a cincuenta y ocho osos con una escopeta de dos cañones: a algunos, después de la guerra, con más de 70 años de edad.

Más arriba se encuentra Páramo, «en una hondonada circuida en parte por peñascos y en parte por elevados montes», según Madoz. Fue concejo independiente hasta finales del XVIII, cuando se incorpora a Teverga. Un estrecho puente sobre el río Páramo conduce a Villa de Sub, aldea literalmente colgada de la montaña a la que el coche escala, más que sube. Pero merece la pena subir por el panorama que se divisa, con el valle literalmente a los pies y los bosques de las laderas encendidos por el otoño.

El otoño empieza en las montañas y va desparramándose hacia los valles como un río de oro, hasta alcanzar el mar. La carretera asciende hacia el puerto de Ventana y después del río Ortigosa se entra en el bosque mágico. Estamos rozando el inmenso hayedo del bosque de Montegrande, que la irremediable pedantería, sazonada con cursilería inevitable, califica de «itinerario didáctico». Esto sencillamente es ofensivo, y si se tratara del parlante y vigilante bosque viejo de la gran novela de Dino Buzzati, sin duda alguna sabría defenderse. Porque el bosque no está ahí para hacer didactismo con los vástagos de los urbanícolas, sino para mostrarnos la grandeza de la naturaleza en todo su esplendor: un esplendor al margen del Gobierno, de la informática, del laicismo y de todas las bobaliconerías de la modernidad.

Por el bosque compacto se acumulan los colores rojos, amarillos, marrones, el verde que se vuelve siena de los castaños y de los robles, y el amarillo retumbante de los abedules: más arriba, mucho más arriba, en las grandes extensiones arbóreas donde ya han caído las hojas, predominan los morados y los violetas. Las grandes hayas se despliegan a ambos lados de la carretera hasta perderse monte arriba: parecen gigantes blanquecinos, caballeros de la Mesa Redonda con armadura blanca. Y el sol se filtra entre las ramas e ilumina las copas de los árboles de las otras laderas. Como dice mi amigo Sidoro Villa Costales en su hermosa prosa bable, este solín de otoño no manca, pero a todo da brillo. Por cierto, que a Sidoro le parece raro que, según referí en un artículo sobre los montes de Sevares, dos nutrias caleyen a pleno día a la vera de la carretera. Digo yo que, entonces, lo que vi no serían nutrias. Para llegar al bosque en todo su esplendor es preciso pasar por un desfiladero tan imponente como el de los Beyos, aunque más corto. Y el bosque encantado y coloreado de Montegrande nos lleva al puerto, de 1.587 metros, y que, como una inmensa ventana, se abre a otro paisaje totalmente distinto, el del gran anfiteatro de la Babia, bañado por el sol. Al fondo, el resplandor del sol dora los perfiles azules de los montes, y en primer término, a nuestra izquierda, bajo montañas que se desmenuzan, se apiña un bosque de compacta herrumbre. Pero en Babia apenas hay árboles, por lo que el otoño es de otra manera. El aire es fino y el campo está verde. Nos desviamos a Torrestío, largo valle de vacas y cercados de piedra. Al fondo, Torrestío, con sus hórreos y el campanario de la iglesia dominando el caserío: por un puentecillo se entra y por otro se sale. Torrebarrio, de nuevo en la carretera del puerto, evoca arriería y ganados. Las casas son rectilíneas, de sólida piedra y tejados de pizarra.

En Candemula hay más iglesia que pueblo. Comemos en San Emiliano, en La Casona, buen embutido, sobre todo el chorizo y la cecina, y callos «con mucho morro». Muy bien.

La Nueva España · 15 noviembre 2007