Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Despedidas & necrológicas

Ignacio Gracia Noriega

Álvaro Delgado, in memóriam

En recuerdo de un pintor al que la edad no le impedía seguir entusiasmándose

En 2007, Álvaro Delgado organizó una exposición en Luarca, el preámbulo de cuyo catálogo de título algo tétrico escribí "In memóriam", pues la expresión latina se emplea habitualmente con sentido fúnebre, aunque en este caso el pintor se refería a otra clase de memoria: la del dolor que aflige a la humanidad sobre temas repetidos: Cristo arrojado sobre el lienzo, casi fundido en sombras y sangre (en el cuadro más luminoso de la serie predomina el color rojo), las imágenes de la guerra iniciadas con los fusilamientos de la Moncloa, el Holocausto judío en recuerdo de Primo Levi y los homenajes a los grandes pintores, Velázquez y Goya, más otra parte de carácter paisajístico y costumbrista (el gaitero de Aristébano, el cojo de Villapedre, el cuélebre, el nuberu, etcétera), con la descomposición de bodegones de floreros y bogavantes que los alejan de todo convencionalismo. Todo ello, pintado con trazo muy fuerte, con auténtico vigor, con una visión precisa y oscura, trátese de un paisaje o de una figura. La vitalidad de esta exposición sorprendía mucho más que su pesimismo, si se tiene en cuenta que era obra de un pintor que ya había cumplido los ochenta y cinco años (nacido en Madrid, en 1922). Superaba entonces o estaba a punto de cumplir la edad de los pintores más viejos: el Tintoretto había muerto a los ochenta y dos años y Tiziano sumó los ochenta y seis u ochenta y ocho, si se admite que nació en 1488. En aquel prólogo yo escribía que Álvaro Delgado tenía cuerda para superar la edad de ambos pintores y, por una vez, y felizmente, acerté de pleno: Álvaro sobrevivió en nueve años a aquella exposición, falleciendo al cabo, en su Madrid natal, a los noventa y tres años de edad.

Una de las características de Álvaro Delgado era que ni en su persona ni en su pintura producía la impresión de viejo. Su pintura era firme y la alegría de los colores desmentía al carné de identidad. Seguía entusiasmándose por la naturaleza: un raitán era una confortable mancha de color, mientras que, cada vez más, distorsionaba a las personas: así, tal vez, expresaba su opinión sobre ellas, aunque en este aspecto era discreto. Me confió que había descubierto la vejez pintando al Negus de Abisinia, que fue su primer retrato, arte en el que no ten-dría rival en la pintura moderna. Vio al Rey de Reyes y León de Judá como algo muy pequeño a punto de consumirse: tenía el color verdoso y gastado de una moneda muy usada. Pero al Negus le gustó el cuadro y como prueba de su afecto le hizo duque de Abisinia: luego vino la revolución y Álvaro se quedó sin ducado.

Le gustaban la buena vida, la buena comida, la buena conversación. Hablando era agudo y amenísimo: una fuente que no deja de manar anécdotas y opiniones. Como galanteador, asegura que tenía celos de todos los maridos. Era capaz de trasladarnos a las mil y una noches de un Madrid con tranvías y con "boys" con ros en los hoteles En Asturias aterrizó casi por casualidad y, hace ya más de sesenta años, descubrió otros paisajes y otras gentes. Asturias, a la que volvía siempre, le mostró que el mundo es inagotable.

La Nueva España · 14 enero 2016