Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Personas y hechos de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Fabada casera

Cada día que pasa estoy más convencido de que el único cine realista que se hace en España es el de los anuncios que intercalan los canales de TV cada dos por tres, y siempre en los momentos más inoportunos. No sólo es realista por el aspecto de los personajes, de una pobreza moral e intelectual estremecedoras, sino porque tales anuncios captan como ninguna otra cosa la miseria moral del colectivismo consumista. Ya nada se respeta: incluso las preguntas cruciales de nuestra cultura, ¿quiénes somos? ¿por qué estamos aquí? ¿adónde nos dirigimos?) se aprovechan para anunciar un automóvil. El cine exalta la golfería y la desvergüenza, como en los casos de Almodóvar o Trueba, o propone un escapismo pedante, artificioso y complica, como en el caso de esos plusmarquistas del cine subvencionado llamados Pilar Miró y Gonzalo Suárez. ¿Qué interés puede tener presentar la sociedad de su tiempo, si Pilar Miró y Gonzalo Suárez viven en el mejor de los mundos socialdemócratas posibles, el de Beltenebros (con su aire suficiente de película de espías mala) o de lord Byron o don Juan de cartón piedra? Pero la realidad se cuela en los cortos publicitarios: ahí vemos a gente conocida, a la que anda por la calle, y no a un Terence Stamp de yeso o un nuevo remedo del doble de Stevenson, que debe ser el único escritor que leyó G. Suárez; y que esto le dé fama de «culto» demuestra dónde llega la cultura en «este país».

Y entre la multitud de anuncios que incitan a los españoles de la segunda restauración borbónica a ser más guapos, a ser más sanos (ya les entró la obsesión de tener el cabello «sano»), a ser más esbeltas (cosa que se puede conseguir fácilmente sólo con un «panty»), a cambiar de coche, a tener «segunda vivienda», aunque sea empeñando la «primera», a pensar sólo en las vacaciones y en la jubilación, a comer porquerías y obsesionarse por la salud (una sociedad que tanto se preocupa por la salud forzosamente tiene que estar enferma), hay uno que llama la atención por su veracidad, por el realismo de los personajes, por la descripción de un mundo absolutamente tonto. Es un anuncio de «Fabada Litoral». Si de mí dependiera, yo proponía para el «Oscar» (pero el «Oscar» de verdad, no ese ridículo remedo que son los premios «Goya») a su guionista, a su director y a sus intérpretes. ¿Nunca le ha dicho a ustedes el amigo enteradillo, el gastrónomo advenedizo, el dominguero de caleya: «Conozco una aldea donde ponen la mejor fabada (o el mejor pote, o la mejor sopa, tanto más da) del mundo»? Y después de buscar esa aldea en el lugar más recóndito de la quebrada geografía asturiana, se encuentra uno con que ese pote se puede comer con mucha mayor calidad, mucho más genuino y mucho más barato sin necesidad de salir de Oviedo. Pues bien: el anuncio de «Fabada Litoral» nos presenta a tres «nuevos españoles» dispuestos a vivir una aventura gastronómica para iniciados. Son dos individuos y una señorita, jóvenes, prósperos, desenvueltos y deportistas: seguramente ya han jugado su partida de golf matinal y se dispone ahora a captar el «color local». Los vemos llegar atravesando caleyas a una casa de aldea: «Aquí es», dice el enteradillo. «No lo divulguéis», añade como quien confía el secreto de la bomba atómica. En fin, las tres especies urbanícolas se sientan a la mesa y se ponen a comer la fabada. El guía, un individuo tan campechano como Nacho Quintana (seguramente el gran Nacho sirvió de modelo a este personaje), dice a la cocine­ra: «Abuela, esto está de muer­te». Y la vieja le mira como diciendo: «Ya, ya». Las tres representaciones urbanas están comiendo «Fabada Litoral» a todo pasto. Así suelen acabar los descubrimientos de la mayoría de los Orinocos gastronómicos, bien abonados de «color local». Menos mal que la «Fabada Lito­ral» es de categoría, porque a lo peor la vieja no sabía hacer fabada. Gracias a estos incautos aventureros, la vieja, por cierto, pudo comprar un todo terreno. Tan real como la vida misma.

La Nueva España · 24 agosto 1996