Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Personas y hechos de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Herrerita

Tomando un vaso con Mandi, la otra noche, recordamos a Herrerita. Mandi empezó a jugar cuando Herrerita estaba a punto de retirarse. Se retiró en el Sporting, como se sabe, al lado de su inseparable Emilín. Emilín siempre le guardó gratitud al Sporting. Calculo que Herrerita también se la guardaría.

Poco a poco van desapareciendo las leyendas, pero, a la vez, se hacen más firmes. Borges habla, en «El hacedor», de un sajón moribundo, cuando «en los reinos de Inglaterra el son de campanas ya es uno de los hábitos de la tarde, pero el hombre, de niño, ha visto la ara de Woden, el horror divino y la exultación, el torpe ídolo de madera recargado de monedas romanas y de vestiduras pesadas, el sacrificio de caballos, perros y prisioneros. Antes del alba morirá y con él morirán, y no volverán, las últimas imágenes inmediatas de los ritos paganos; el mundo será un poco más pobre cuando este sajón haya muerto».

Con Herrerita, lo mismo que con el sajón borgesiano, ha muerto un poco más una concepción que tampoco volverá del fútbol y de la vida. Queda Antón, queda Lángara, felizmente; pero con la muerte de los dos grandes extremos, Emilín y Herrerita, la «delantera eléctrica» del Real Oviedo, portento del fútbol español, ha empezado a entrar por la puerta grande de la historia.

Nos estamos haciendo viejos y nos envejecen las muertes de los demás. Yo no recuerdo si habré visto jugar a Herrerita, porque mi padre me llevaba al fútbol cuando era niño; pero sí recuerdo que le vi en persona en El Cristo, cuando en los bares de aquella zona funcionaban los primeros televisores de Oviedo. No sé si era en Casa Javier o en algún otro establecimiento; pero el público se agolpaba para ver un partido de fútbol por televisión (una televisión en blanco y negro, con mucha «nieve»), y, entre los parroquianos, estaba Herrerita:

- Mira, ése es Herrerita.

Y, en defecto, Herrerita, elegante, bien plantado y bien peinado, estaba allí; y nosotros (no recuerdo quién me acompañaba), estudiantes todavía de bachillerato, no sabíamos hacia dónde merecía la pena mirar, si hacia el televisor o hacia Herrerita. ¡Ay!, si Herrerita estuviera jugando otro hubiera sido aquel partido televisado.

Luego ya conocí a un Herrerita por el que iban pasando los años, pero que no perdía el brillo de la mirada. Era todo lo contrario de Emilín: él, vivaz; Emilín, tranquilo. A Emilín los ojos se los tapaban las gruesas gafas de cristales oscuros; seguramente fue una de las mejores personas que pisó Oviedo en este siglo.

A veces, cuando voy a Oviedo y entro en Casa Manolo, visita inevitable, Ángel se pone melancólico y se acuerda de la buena clientela muerta. Lo mismo le pasa a Luis Alberto Cepeda, que un día le dijo a Paco Ignacio Taibo, y ése lo puso en un libro:

- ¡Pero cuánta gente se fue de Oviedo!

Ahora se acaba de ir Herrerita. Para siempre a la vez que su recuerdo permanecerá, al menos mientras queden ovetenses que amen el fútbol y los viejos tiempos. Permanece también en retratos y en fotografías en La Gran Taberna, y en el cuadro que le pintó Floro, con el esparadrapo en la frente, que cuelga en el bar de Artabe. Pronto alguien dirá:

- Por aquí pasó Herrerita. Aquí se sentó.

Y cuando haya transcurrido el tiempo, alguien, como el sajón del cuento de Borges, se morirá (dentro de ochenta, dentro de noventa años), y se habrán cerrado los últimos ojos que vieron a Herrerita. Y el mundo será, una vez más, más pobre.

La Nueva España · 31 agosto 1991