Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

Visitantes terribles

El desaforado Alberto Pla se permitió afirmar algunas cosas en Gijón que si un gijonés las dice en Cataluña lo excomulgan de inmediato

No sé qué pecado habremos cometido los asturianos que merece severo castigo, pero lo cierto es que nos están cayendo encima visitantes de lo más peculiar (por calificados de alguna manera). El desaforado Alberto Pla (cuyo segundo apellido es Álvarez, para mayor coña marinera) se permitió afirmar algunas cosas en Gijón que si un gijonés las dice en Cataluña le excomulga de inmediato el laico oficio de la «corrección política»: pero las catalanes y los vascos son los únicos en España que tienen patente de corso para expresarse como racistas, que es una de las cosas que más deplora la democracia presente.

Hace pocos años el poeta Aquilino Duque escribió en un libro que durante un viaje en ferrocarril tuvo un compañero de apartamento a un negro bembón y se armó la marimorena: hasta se pidió que el libro fuera retirado de las librerías y su autor severamente castigado. Pero está claro que un catalán es igual que un sueco, pero si alguien comete la imprudencia de compararle con un extremeño se desatan las iras de quienes se consideren diferentes del resto de los españoles en el mejor de los casos y todavía distinguen, a pesar de que se dijo al comienzo que el «Estado de las autonomías» (según mandato constitucional) se basaba en la «solidaridad» entre «ciudadanos» de primera, que de paso no quieren ser españoles, españoles de segunda y hasta de tercera. En fin, si a los catalanes se les permitió contar la historia a base de ridículas falsedades, no es de extrañar que se permitan despreciar al resto de los españoles cuando les de la gana.

Aunque el tal Alberto Pla Álvarez se pasó «un pelín», que diría el difunto Silverio Cañada. Y si se alborota porque escribo Alberto en lugar de «Albert», debe tener en cuenta que Ortega y Gasset traducía los nombres extranjeros y así escribía Jorge Guillermo Federico Hegel, Carlos Marx y Federico Nietzsche, y con Goethe no se atrevía porque a ver quién es el guapo que traduce al español el nombre de Wolfgang. No obstante, entiendo que los rebautizados son muy sensibles a su nueva nomenclatura, y recuerdo la furia que acometió a un mal español cuando le llamaron «Enrique» en lugar de «Enric» y al hijo de un carabinero aragonés que no quiere ser español cuando le llamaron «José Luis» (que me parece que así es como se llama ese Pérez). Nada digo del apellido Pla, que debe ser catalán, o al menos catalán era José Pla, el mayor escritor catalán del siglo XX, lo que significa que fue el mejor escritor catalán por lo menos de un 75% de la literatura catalana de todos los tiempos. Y si Pla es generalmente reconocido y elogiado se debe a que escribió en español buena parte de su obra, porque si no, no hubiera tenido mayor trascendía que Pachín de Melás entre nosotros (dicho sea con todos los respetos para Pachín de Melás: pero escribir en lenguas excéntricas y de escasa difusión interprovincial, a la fuerza reduce el número de posibles lectores).

Bien sé que no conviene ocuparse de estos sujetos y todavía hay quienes me reprochan que con mis denuncias insistentes de cierto aventurero que cayó por mi pueblo como plaga asoladora lo diera a conocer al resto de la región, en la que alcanzo los más altos cargos políticos, saltando en la actualidad a la capital del reino en la que, gracias a su zafiedad y servilismo, está llamado tal vez a más altos destinos en su partido o en el que actualmente gobierna; porque si éste recoge con los brazos abiertos a Natalio Grueso, ¿por qué no va recibir a alguien como Trevín? Mas parece que el despropósito de Alberto Pla es contagioso y afecta a cualquier mediocridad que se acerca por aquí, ya que a los dos o tres días de la impertinencia del catalán, sale un tal Miguel del Arco, también de la farándula, a afirmar, a su paso por Avilés, que «también me da asco ser español y soy de Madrid» y para demostrar «cultureta» cita a un poeta que escribió que era español a la manera de los que no pueden ser otra cosa. Para su problema hay una solución muy sencilla y popular ajo y agua. Lo que pasa es que vivimos en una sociedad en la que se ha hecho creer a la gente ignorante que pueden ser lo que les apetezca ¿Qué no quieren el sexo que les tocó? Pues se les financia la operación de cambio de sexo a cargo de la seguridad social. ¿Que no quieren ser españoles? Pues venga el separatismo. ¿Qué las vestales del PP aspiran a parecer cosmopolitas? Pues se tiñen de rubio y hacen el ridículo chapurreando inglés.

Lo peor no son estos dos tipos que entre ambos no hacen uno, sino el «estamento progre» que en Gijón salta en defensa de la «libertad de expresión» de Alberto Pla y consideran que la cancelación del «espectáculo» por el organismo que le contrató es una «vuelta a la censura». ¿Y el pilote que organizaron a causa del artículo sobre Franco del diccionario de la Real Academia de la Historia no es censura? ¿No es censura que el director de RNE haya tenido que pedir disculpas porque un locutor denominó «caudillo» al anterior jefe del Estado? Y como cuando se trata de la defensa de «libertades» nunca faltan espontáneos, la alcaldesa de Castrillón tercia diciendo que como ella no es Franco, no censura a nadie En efecto, su partido no necesita de Franco: le bastaba con Stalin y Beria, y la censura no se limitaba a prohibir una actuación. Al disidente la mandaban directamente a Siberia cuando no le pegaban un tiro en la nuca. Ya que estamos en un período de «memoria histórica», refresquemos la memoria a los olvidadizos.

Ramón y Cajal, un español patriota (y a pesar de ello, premio Nobel, ese premio que deja turulatos a buena parte de nuestros compatriotas), clamaba contra «el odio infundado hacia Castilla Madrid» por parte de «nuestras provincias mas mimadas y privilegiadas por el Estado», criticando la actitud del gobierno, porque «en aras de la concordia, Madrid ha consentido reformas humillantes». Y menciona como excesos de tolerancia «la catalanización de la Universidad, los ultrajes reiterados a la sagrada bandera española, las manifestaciones antifascistas pero en realidad francamente separatistas con los consabidos mueras a España por nadie reprimidos», entre otros, consignando que en los años treinta, al ser obligatoria la enseñanza en catalán, el ochenta por ciento de los alumnos de la Facultad de Medicina de Barcelona trasladaron sus matrículas a otras universidades, pues a lo que aspiraban era a ser médicos, no peritos en una lengua medieval, de la misma manera que lo que debe esperarse de los bomberos gallegos es que sepan apagar fuegos, no «falar» la dulce lengua de Rosalía.

La situación del separatismo en España durante la idílica, poética (y nefasta) segunda república fue anuncio de la actual, con una nación también «decaída, desfalleciente, agobiada de deudas, empequeñecida territorialmente y moralmente, a la espera de mutilaciones irreparables». Tal parece que Ramón Cajal está refiriéndose a la España de ahora mismo y llega a una conclusión tan real como estremecedora: «Si España estuviera poblada de franceses e italianos, alemanes o británicos, mis alarmas sobre el porvenir de España se dispararían». Pero apaña está llena de españoles que se desprecian a sí mismos y que trasladan su rencor a la nación a la que pertenecen. Este pueblo fue capaz de tener como jefe de gobierno a uno que se consideraba «ciudadano de la libertad» antes que de España (¿lo hubiera podido decir un gobernante inglés o francés?) ahora tenemos a otro tal cual que evita nombrar «España» como si fuera la «bicha». ¿Por qué nos extrañan, pues, las intemperancias de pobres diablos como Pla o Del Río? Las tenemos más que merecidas.

La Nueva España · 26 octubre 2013