Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

Las lunas de Carnaval

La prohibición formal de las celebraciones del Antroxu fue anterior al franquismo y no por persecución religiosa, sino por motivos de orden público

«La decadencia del Carnaval viene de muy atrás; tal vez haya sido en el Renacimiento cuando más se desvirtuó el Carnaval heredero del Medievo -escribe Elviro Martínez en su libro "Tradiciones asturianas"-. A nosotros ha llegado ya muerto, bien muerto, y, al decir de Caro Baroja, "no para resucitar como en otro tiempo resucitaba anualmente"». El Carnaval llevaba mucho tiempo languideciendo, y no a causa del régimen anterior ni del nacional-catolicismo. Su prohibición formal fue anterior al franquismo y no obedecía a una persecución religiosa, sino a motivos de orden público, pues con el amparo del enmascaramiento se cometían numerosos delitos comunes. Las coplas jocosas e indecentes, los disfraces indecorosos, los comportamientos procaces, es cuestión secundaria que apenas se tenía en cuenta, salvo por el estamento eclesiástico, que anatematizaba tales relajos desde los púlpitos. Pero lo que concernía a la Guardia Civil y al Juzgado eran los robos e incluso asesinatos cometidos por desconocidos bajo máscaras festivas.

De todos modos, los disfraces y las máscaras fueron los aspectos carnavalescos que sobrevivieron mejor. Yo recuerdo, cuando niño, que en las aldeas de La Galguera y Soberrón, de caserío disperso, situadas entre la vía del ferrocarril y el áspero murallón vertical de La Muezca, el contrafuerte más al norte de la sierra del Cuera, solían disfrazarse las personas mayores con batas viejas, pañuelos sobre las cabezas, escobas y hasta una careta antigás que un vecino había traído en su macuto al volver de la Guerra Civil, y se comían los «buñuelos de viento», fritos rellenos de crema. Estos buñuelos obedecían, en un remoto principio, a unas razones carnavalescas cuyo sentido explica Claude Gaignebet en su libro «El Carnaval», páginas 8-10, pero que se había perdido en las aldeas a las que me refiero. Sin embargo, los «buñuelos de viento» atestiguaban que hace medio siglo quedaba todavía un leve rescoldo auténticamente carnavalesco, más profundo que los disfraces, las máscaras y el jolgorio más o menos artificioso.

Con la llegada de la «democracia» se quiso revitalizar el Carnaval, suponiendo que se trataba de un jolgorio irreligioso y acaso una manifestación un poco ruidosa del «hecho diferencial», y así todos los ayuntamientos progresistas patrocinaron sus Carnavales. Cuando una fiesta se reinventa con tanta facilidad es porque ha perdido su sentido profundo. Su nueva y actual decadencia obedece a que el dinero municipal dejó de fluir como si fuera agua y, en consecuencia, los Carnavales dejaron de ser subvencionados. No obstante, donde existía una cierta tradición perduran, como en Avilés. En realidad, lo que se intentaba resucitar era el Carnaval medieval, el de «comamos y bebamos que mañana ayunaremos», que es de entraña religiosa, ya que después de los días de hartazgo (ése es el significado de la palabra «antroxu», según Cabal), viene la sombría austeridad de la Cuaresma. El Martes de Carnaval no tendría sentido sin el Miércoles de Ceniza. Pero las raíces del Carnaval son mucho más antiguas, inquietantemente remotas, podríamos decir. Sus orígenes más próximos se remontan a dos frenéticas fiestas romanas, la Lupercalia, en la que los jóvenes se disfrazaban con pieles de anima-les y se reunían en banquetes sacrificiales, y la Saturnalia, donde se intercambiaban regalos, los esclavos recuperaban temporalmente la libertad y el ocio era completo, en recuerdo y simulación de la fabulosa Edad de Oro.

Pero las celebraciones del Carnaval son anteriores a la invención de la Edad de Oro y se remontan a los lejanos días de la aparición de la agricultura y de la domesticación de los animales, ya que tienen en cuenta los movimientos de las estaciones y los ciclos de los astros. En la época moderna, la época carnavalesca está fijada y definida de acuerdo con la copla que, según Elviro Martínez, se cantaba en Serantes no hace mucho: «Sábado freixoleiro, domingo lardeiro, limes gordo, martes antroido». Hoy, por motivos sindicales, de trabajar lo menos posible, el Carnaval se prolonga sin una fecha definida, ya que no teniendo en cuenta que abre el período de cuarenta días de la Cuaresma, cada Ayuntamiento la fija según su conveniencia. No obstante, en Pola de Siero las comparsas navideñas anunciaban el Carnaval como si ya estuvieran en él:

Antroxu, ya, el día de Navidad.

En efecto, como ya hemos escrito en artículos anteriores, en la Navidad hay muchos elementos carnavalescos como en Carnaval se mantienen algunos navideños, tal como señalaba Gonzalo de Correas cuando escribía que «se usan máscaras de Navidad al Antruejo». En Asturias, tenemos dos ejemplos importantes de enmascarados, el «guirria» de Ponga, que es navideño, y los «sidros» de Valdesoto, que son carnavalescos. Y como nexo de unión entre unos y otros están los aguinalderos, que salen a pedir los aguinaldos con charangas y que, según Ovidio en «Fastos», consistían en dátiles, higos y miel para que el año que entra sea dulce. Pero ya en aguinaldos habían perdido su sentido simbólico y lo que contaba era el aguinaldo en dinero: Antaño eran monedas de bronce lo que se regalaba; hoy día el oro, y la moneda antigua, vencida, ha cedido su puesto a la nueva». Los aguinaldos se prolongan hasta el centro del otoño, en que ahora, con la imposición de modas anglosajonizantes, se pretende sustituir el día de los Difuntos por el televisivo «Halloween», que no es otra cosa que el día de los Difuntos en la Inglaterra antigua, y bandadas de retoños de gente moderna disfrazadas de anglosajonizados o de monstruos repiten de casa en casa la ridiculez de «truco o trato», a la que tal vez sea oportuno y muy carnavalesco responder: «A tomar pol saco».

Estas fiestas vinculadas a la vegetación, a su renacimiento y a su decadencia, están íntimamente relacionadas. El Carnaval es la fiesta del final del invierno como la Navidad lo es de su inicio, y cuando el ciclo iniciado con el Martes de Carnaval se cierra, dentro de la liturgia cristiana, con el Domingo de Resurrección, ya ha entrado la primavera, la estación floral del año. Como escribe Mircea Eliade: «Se inicia una nueva etapa; se repite el acto inicial, mítico, de la regeneración. Por eso, el ceremonial de la vegetación se celebra, en distintas regiones y en diferentes épocas, entre Carnaval y San Juan». Atis es la representación ritual de este proceso de muerte y de resurrección (por no mencionar, claro es, a Cristo). Atis fue el amante de la diosa madre Cibeles y a su muerte ritual sucede el rito de su resurrección con el sacrificio de un carnero o de un toro, cuya sangre purifica y concede la inmortalidad. Por mayo, cuando la naturaleza primaveral se encuentra en su esplendor, se realiza el culto al árbol o mayo, que vuelve a plantarse o se quema, y del que quedan muestras con sus derivaciones folclóricas locales en algunos lugares de la zona oriental asturiana.

El calendario conecta el ciclo carnavalesco con el pascual. Entre uno y otro, los cuarenta días de Cuaresma. No se trata de una cuestión arbitraria, sino relacionada con las fases de la luna y con el misterio de la fecundación. Carnaval, tiempo de relajo y libertades sexuales, se celebra durante la luna nueva, que es período infecundo, mientras que la Pascua tiene lugar bajo la luna llena. Y a la vuelta de la esquina está mayo, mes del esplendor vegetal y de la Virgen: una forma de controlar la natalidad.

La Nueva España · 15 marzo 2014