Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

Frutos del mar y del árbol

El gran descubrimiento de la “nouvelle cuisine” fue la utilización de la cocina del lugar, empleando productos según la estación y de la máxima calidad. Que es exactamente lo mismo que se hacía en las cocinas de la Edad Media y lo que recomendaba Apicio en su recetario: con la cocina local y estacional no se falla, y además, no hay otra. Chesterton decía que la gran desgracia de la cocina fueron los alimentos refrigerados y, en consecuencia, destacionalizados. Hoy es posible comer fresas en Navidad y naranjas en verano, pero con ello no ganan las fresas, ni las naranjas, ni la Navidad. Cada cosa en su momento y en su lugar, o, como decía mi abuela, “cada oveja con su pareja”. El hombre occidental tiene adaptado el gusto a determinados sabores, por lo que rechaza los que le resultan excéntricos y, por lo general, se rechazan las novedades por lo que puedan tener de desagradable o pernicioso. En realidad, la “nouvelle cuisine” es la cocina de siempre aderezada con algunos productos químicos o mecánicos (hoy la cocina de un “nuevo cocinero” parece un laboratorio de la NASA) y, sobre todo, con retórica. Decía don Pedro Mourlane Michelena, un pintoresco personaje de los años treinta o cuarenta, escritor ágrafo pero de la palabra recia y sentenciosa, en elogio del vino que sin vino no hay cocina y sin cocina no hay salvación eterna. Hoy la salvación eterna importa poco, pero la cocina, desde hace más de un cuarto de siglo, empezó a preocupar a las personas de situación económica eminente, que se supone que son las más educadas, y de este modo, los que antes comían el plato del día en el restaurante “Niza” cruzaron la calle y entraron en “Casa Conrado” esgrimiendo el billete de cinco mil pesetas y voceando: “Yo, lubina”. Los “nuevos cocineros” cuidan su léxico y procuran pronunciar palabras “con impacto”, aunque no pronuncian demasiadas, y así, escuché a cierto famoso cocinero decir en una entrevista televisiva no menos de setecientas veces la palabra “textura”. Según él, todo tiene textura, en lo que no falla, y, por fortuna, no dijo que la “textura”, tenía también sabor. La retórica es, pues, imprescindible en esta cocina en la que no se llama al pan, pan, y al vino, vino y que un camarero tiene que explicar al cliente qué come.

La retórica de la “nouvelle cuisine” es geográfica y descriptiva. Es muy importante precisar de dónde se supone que procede el producto que se sirve, aunque acaben de comprarlo en el mercado de la esquina. Es el caso del “Filete de trucha de las montañas de Colorado, deliciosamente salteado sobre frito con guisantes frescos, mantequilla y patatas ligeras y crujientes”, que menciona Alan Watts, quien comenta que “los abstraccionistas, si pudieran, ahorrarían tiempo comiéndose el menú en lugar de la comida”. Comida, de hecho, comen poca. La “nouvelle cuisine” se basa en el principio de “lo bueno, si breve …”, por lo que, en un plato de esta tendencia, siempre hay más cerámica que viandas: eso sí, dispuestas de manera muy artística y atendiendo a veces a inspiraciones arquitectónicas, pictóricas y hasta musicales: pues aquel formidable camelo de la “cocina futurista” ideada pro Marinetti y Filliá para mayor gloria de la horterada irremediable del fascismo mussoliniano, tiene su aprovechamiento en la nueva era informática, donde, en la época de las vacas gordas, de lo que se trataba era de comer poco, o nada, pero caro. Los experimentos con olores de Ferrá Adriá, el ex mejor cocinero del mundo, tal vez tenga su aspecto cómico, como lo tiene Charlot comiendo una bota como si fuera un pollo. Pero, comicidad aparte, la escena de Charlot es desesperadamente dramática y la cocina de olores vulgarmente ridícula.

La “nouvelle cuisine” no es tan nueva (empieza a triunfar hace más de cuarenta años) ni tan original. Paul Bocuse se proponía como meta “atender” cada día a cuatro o cinco comensales y servir únicamente comida de Bocuse”; es decir, sentía la nostalgia de la cocina palaciega del siglo XVIII, anterior a la Revolución francesa, que fue cuando los grandes cocineros dejaron de cocinar para minorías muy selectas (los invitados de sus señores) y, abandonando los palacios, salieron a la calle, abriendo los restaurantes a los que podía acudir todo el mundo siempre que tuviera dinero para pagar la cuenta. De este modo, la cocina, en un principio aristocrático, se aburguesó y así entramos en el gran período culinario de los siglos XIX y primera mitad del siglo XX. En el siglo XX se producen los grandes desastres de los viajes transoceánicos de negocios que ponen en boga la insípida cocina internacional. Luego, como cada vez el mundo se hacía más pequeño, hicieron furor las novedades, que en cocina son difíciles de conseguir, pues como advertía Cunqueiro, no se debe innovar en cocina porque se corre el peligro de mezclar. A la retórica de esta cocina se añade el apoyo de “la omnipresente guía Michelín, que ha estado durante casi sesenta años imponiendo su criterio. Se comía mal o bien según Michelín lo dijera”, afirma Rafael Ansón. Por aquel entonces la famosa guía bendecía tres tipos de cocina: la alta cocina internacional, la cocina francesa y la cocina popular. La última de las tres es la que a nosotros nos afecta, y así encontramos promocionadas y exaltadas “novedades” como los tortos de maíz y el arroz con “pitu de caleya”, o fantasías como el pastel de morcilla o las raspas de sardina rebozadas y fritas. No condeno este tipo de comida: sencillamente, no la como. Y en cuanto a la Guía Michelín, es aburrida y totalitaria monotemática. Es como la actual legislación antitabaquista, que tal vez beneficia a la población no fumadora pero perjudica a los fumadores y a la industria tabaquera. La Guía Michelín mira en una sola dirección, por lo que excluye de sus listas a todos los restaurantes que no participan de sus dictados, dándose la circunstancia de que, debido a su juicio preconcebido, los mejores restaurantes de Asturias jamás podrán figurar en sus prestigiosas páginas, quedando reservadas éstas a pequeños restaurantes minoritarios que intentan internacionalizar una cocina popular mediocre creyendo que hacen cocina francesa.

Nos dice el Eclesiastés que nada hay nuevo bajo el sol. Y en cocina, mucho menos. Antes de que los Giradet, los Bocuse y demás hubieran descubierto que los productos son los de la tierra, el amor, los ríos, los árboles y el aire, ya lo sabía Jacob cuando le guisó un cordero a Isaac como si fuera caza. ¿Por qué no le preparó “manos de cerdo a la parrilla con salsa remoulade””? Pues porque el cerdo era un animal inmundo en la época del Génesis no se sabía hacer la salsa “remoulade”. Cuando los grandes maestros de la “nouvelle cuisine” afirman enfáticamente que hay que utilizar los productos de temporada que se tienen a mano, descubren algo que ya se sabía en el Antiguo Testamento. En cuanto a “nueva cocina”, efectivamente la hubo … en el siglo XVI, cuando llegaron de América productos como el tomate, el chocolate y la patata, aquí desconocidos. Lo demás, o es natural o es química. Y como estamos a comienzos del verano, ya empiezan a llegar los grandes frutos del mar como el bonito y las sardinas a la cabeza y los frutos de los árboles, jugosos y plenos de sabor y olor: las fresas, las cerezas, los melocotones … Todavía estamos en época de la menestra. La huerta en Asturias es magnífica y el mar batido produce pescados adultos y sabrosos. Una menestra, si el producto es de calidad, no necesita retórica. Y las sardinas, según Julio Camba, no necesitan ni tenedor: se comen con la mano lo mismo que los melocotones, mientras su jugo lento y espeso se escurre entre los dedos.

La Nueva España · 19 julio 2014