Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

La enemistad hacia el árbol

Los pretextos infinitos pura cometer un ”arboricidio”

Para Jacobo Cosmen

Azorín caracteriza al español de manera negativa en una de sus páginas: "El odio al árbol y el odio a la luz,". Vive en páramos y cobija en casas oscuras. Las ventanas, si las hay, son ventanucos, poco más que respiraderos. En los hogares de climatología extremada, se dice que lo que quita el frío, quita el calor. Al ser las ventanas estrechas y mezquinas, en invierno no permiten el paso de las heladas y de los vientos, y en verano el de los rayos del sol. Todo está en la penumbra. Si alguien desea luz ha de salir afuera, al aire libre. Es tan española la frase "salir a tornar el fresco" como la no menos propia de "pasar el tiempo", que aún tiene una versión más definitiva: "'Matar el tiempo". En el episodio del escudero de "El lazarillo de Tormes" se describe muy bien lo que es "pasar el tiempo": "No teniendo otra que cosa que hacer, el escudero salió, bien de mañana, "con aquel contento y paso contado a papar aire por las calles".

A Azorín un lugareño le informa, señalándole una casa principal: "En este pueblo, las rasas tienen las puertas y las ventanas cerradas siempre. Yo no recuerdo haber visto algunas nunca abiertas; los señores salen y entra por las puertas de servicio, a cencerros tapados. Es un carácter huraño el de las clases pudientes; una honda división los separa del pueblo, y los señores, cuando dan las ocho de la noche, si quieren salir de la casa, han de hacerse acompaña de dependientes y criados".

Y el colmo de la paradoja: en muchos de estos lugares sombríos se talaron árboles porque 'quitan luz". Los pretextos para talar pueden ser infinitivos. Bien porque una lechuza anida en un bosque cerca y su lúgubre canto nocturno interrumpe el sueño del humano vecino o se derriba un nogal porque una ardilla come las nueces. Así, resuelve el aldeano, las nueces ni para ella ni para él; justicia salomónica. O bien se tala por "servir al rey", y en ese caso, la tala es a lo grande. Se necesita madera para fabricar escuadras y lo que en principio tendría una utilidad concreta se convierte en un nuevo arreglo de cuentas entre el lugareño y el árbol. Los ilustrados del siglo XVIII atacaron las políticas de tala, coincidiendo con ellos el viajero inglés Edward Clarke, quien, al referirse a la devastación de los bosques asturianos, piensa que la región parece un lugar saqueado más que un país en poder de sus dueños.

Víctor de la Serna, un escritor de la España húmeda, presenta al español arboricida de manera más radical que Azorín. Al describir el Valle del Luna en su hermoso libro "La ruta de foramontanos”, indica que lo que es páramo, antes no lo era: "Enormes extensiones de carrasca de roble, entre las que de vez en cuando se cultiva una viña, acusan la tremenda y secular querella entre el español y el árbol. Un español con un hacha en la mano frente a un árbol era la guerra. Siempre sucumbía el árbol". Nada digamos de un español armado de una sierra mecánica: en ese caso es la guerra atómica.

En la tala de árboles se percibe un cierto sentido hedonista y progresista. El árbol molesta al urbanícola. En una de las pocas calles de Oviedo con árboles, los vecinos protestaron porque en sus ramas anidaban pájaros que ensuciaban los automóviles aparcados debajo. Se considera que el árbol es una forma de 'naturaleza portátil", ya que se puede plantar en una calle lo mismo que en un jardín, sin que sirva para otra cosa que para el adorno. Y el urbanícola “pasa” de ese tipo de adornos. El árbol es bueno porque proporciona leña para la chimenea (¡cómo se pusieron de moda las chimeneas en las casas modernas), porque la madera otorga a las casas un aspecto entre elegante y rústico, y para poco más. En la ciudad ocupa un espacio precioso, donde se podría aparcar un coche. Y, además, una de las inspiraciones del estamento progresista no se reduce a domeñar la naturaleza, sino a prescindir de ella. En un mundo mecanizado, un árbol es casi una ofensa.

También los árboles fueron abolidos en otro tiempo por motivos religiosos. Pío Baroja (ya que empezamos con Azorín, sigamos con Baroja), haciendo historia de las religiones un poco de andar por casa, suponía que el carácter adusto de los monoteísmos obedece a que habían surgido de la sequedad de los desiertos. Son religiones que, en sus, orígenes no tenían un cuenta los cambios estacionales, en los que está la metáfora de la muerte y la resurrección. En el Viejo Testamento no hay resurrección: no necesaria porque Yavé es eterno. Por el contrario, en el Nuevo Testamento la resurrección es el tema central. Cristo, muerto y resucitado en primavera, se equipara a Atis, divinidad de la vegetación. No olvidemos los elementos florales, tan importantes en los cultos cristianos, ni las especiales celebraciones del mes de mayo, dedicadas a la Virgen.

El cristianismo, escisión del judaísmo, en sus orígenes una seca religión surgida del desierto, se aclimata en los territorios húmedos de grandes extensiones arbóreas que hoy constituyen la Europa occidental, donde se rendía culto a las fuentes, los ríos y los bosques sagrados. El árbol más sagrado de la Galia era la encina y como apunta John Ryan, "cuando sobre aria encina aparecía muérdago, su eficacia se intensificaba". El roble, el haya, el fresno y el tejo, formaban parte del Olimpio arbóreo del bosque sagrado. En consecuencia, una religión surgida en un lugar sin árboles hubo de adaptarse a lugares llenos de árboles y el frenesí de los primeros misioneros cristianos entre los germanos, que talaban las encinas sagradas en medio del estupor de los paganos, fue decayendo, y así, si en un lugar preciso un árbol sagrado señalaba un culto, se cristianizaban el lugar construyendo un templo y se respetaba el árbol. Esto explica la gran longevidad de muchos tejos, que durante siglos acompañaron a las iglesias como el monaguillo acompaña al sacerdote.

Siendo tan antiguo, el tejo se fue convirtiendo en un miembro más de la comunidad aldeana. No sólo tenía el sentido religioso de estar al lado de las iglesias rurales, sino que a veces crecía en la plaza de la aldea o en el prado de la romería y las mozas bailaban en torno a él. Bajo el árbol ritual se celebraban concejos abiertos.

Las raíces del odio al árbol del español no son religiosas ni políticas, pero es evidente que algún Caín arboricida recorrió hacha en manos estas tierras de las que se decía que una ardilla podía ir desde los Pirineos a Gibraltar de árbol en árbol, sin pisar tierra. Pero con el tiempo, también el arboricida se fue civilizando, lo mismo que desaparecen los crueles instintos contra los animales. Al menos se reconoce que un árbol, como tal, tiene un valor material, además de sentimental e histórico. Otra cuestión es profundizar sobre el árbol con las hermosas palabras escritas por Martin Heidegger sobre el roble: “Que creer es abrirse a la amplitud del cielo y al mismo tiempo arraigarse en la oscuridad de la tierra: que todo lo que es genuino prospera solo si el hombre es a la vez ambas cosas, dispuestos a las exigencias del cielo supremo y amparado en el seno de la tierra sustentadora”.

La Nueva España · 31 enero 2015