Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

Cines malos, películas buenas

El encanto perdido de aquellas salas en las que cada día se inventaba otra realidad

En una película que creo recordar que se titulaba algo parecido a "Alicia en el país de las maravillas", Donald Sutherland inicia un par de pasos de esgrima con una espada imaginaria, como si fuera Stewart Granger en "Scaramouche", y se hace la meláncolica pregunta: "¿Qué se habrá hecho con las viejas películas buenas?"

Es explicable que muchas de esas películas ya ni existan de tanto rodar por cines de cuarta o quinta categoría y sobre cuyo celuloide actuaban de manera igualmente perniciosa el fuego, la cuchilla, único instrumental válido para volver a pegar al película, dejando en un montón de cenizas en la papelera la mitad de una escena, y la mirada siempre suspicaz del censor. A esto hay que añadir, en los colegios de curas principalmente, un contrabando de filminas de un erotismo muy elemental (las piernas de Joan Bennet o los labios rojos y un poco húmedos de Jane Russell), que se canjeaban por un bote de cola-cao, una pluma estilográfica que no estuviera "esgallada" o una pistola de agua y de restallones que, inmediatamente, el Padre Eutimio, como si fuera el sheriff de Dodge City, se apresuraba a incorporar a su arsenal con la promesa de devolver el artefacto a final de curso; pero no lo devolvía nunca.

Como estábamos ya en la era científica, los tiragomas no tenían valor de trueque. Sí lo tenían, en cambio, las radios de galena y las navajas. Porque en el colegio había más armamento clandestino que en Sing-Sing. Nada digamos del tabaco, aunque éste era material peligroso, difícil de esconder y podía suceder que un chivato se fuera de la lengua porque no se le dio una calada o que llegara el Padre Claudio con la rebaja y su finísimo olfato diciendo a los transgresores: "Tú, fumati", y antes de requisar la mercancía daba una tanda de palos al infractor.

Todo lo contrario que en el mundo civil, es decir, el del otro lado del colegio, donde primero el traficante era juzgado y su mercancía requisada y él padecía el oportuno castigo. Aquí no: el contrabandista se quedaba sin mercancía y salía con las orejas calientes y los pies fríos.

Por lo expuesto, el grado de ayudante de proyeccionista era muy cotizado. El proyeccionista era fray Guichi Pelotas, que como ya había visto la película la noche anterior, dejaba la cabina en poder de Juan Cueto, quien con mucha discreción se las ingeniaba para "sustraer de contexto" una fugaz escena en la que se veía como un relámpago un trozo de pierna de Jean Peters sobresaliendo de una falda verde o el escote con su canalillo de Rhonda Fleming que había pasado la censura de los reverendos padres de milagro.

Así eran los cines de aquella época: cochambrosos y siempre con posibilidades de aventura. En los cines de colegio siempre se corría el riesgo de recibir una bofetada por alboroto e insubordinación. En el cine Asturias, que era el más cercano a nuestro colegio, sentarse en el patio de butacas era peligrosísimo, porque te escupían desde el anfiteatro. No obstante, allí vi algunas películas, como "Kim de la India" con Errol Flynn, y "Jívaro" con un "latin lover" tan gallardo como mal actor, llamado Fernando Lamas.

Esta película fui a verla con Ávila, a quien le sirvió para aprobar la Historia del Derecho, muchos años adelante, estando en la Universidad. Pues no sabiendo qué decir sobre el tema del examen, citó a Fernando Lamas, lo que causó cierta sorpresa el catedrático, por entonces don Ignacio de la Concha, quien llamó a Ávila a su despacho y le preguntó: "¿Quién es ese don Fernando Lamas". "Un ilustre historiador del derecho argentino" -contestó Ávila- y don Ignacio abrió la boca como si cayera en la cuenta: "¡Ah, sí! El profesor Lamas".

Por aquella época el cine tenía mala fama entre las personas sesudas, que opinaban que solo servía para perder el tiempo. Pero a Ávila le permitió aprobar con nota. Aquellos "malos cines" proyectaban películas buenas, a no ser que la mala suerte nos deparara "Peppino y Violeta" o "Cónclave secreto". Pero daría yo algo importante por volver a ver por primera vez las películas de mi juventud. Ahora he recuperado muchas en formatos para proyectar en casa, pero no es lo mismo. Tendría que volver a ver "Tres lanceras bengalíes" o "El ladrón de Bagdad" con la magia y el asombro de la primera vez. Aunque ir al cine fuera un riesgo: en una ocasión a alguien se le ocurrió lanzar piedras y tierra al patio de butacas gritando: "¡Que se cae el cine!", y se armó, como era de esperar, la marimorena.

En otras ocasiones, el espectador colaboraba en las películas con todas sus fuerzas y su mejor voluntad. Manolo Avello cuenta que en una película que ponían en el Cinema, la protagonista se metía en un baño de vapor, y un espectador gritó: "Soplad, soplad todos". La carne escaseaba hasta en las carnicerías, por lo que muchos iban al cine a ver carne.

En Gijón existe una asociación benemérita que reivindica aquellas viejas salas de proyección y "las viejas películas buenas", muchas de las cuales son consideradas en la actualidad como auténticos clásicos del séptimo arte. Lo que sucedía era que entonces no se les concedía importancia. Eran películas de cine de barrio, para un público infantil o indocumentado. Películas de serie B y de serie Z, a las que se acudía con igual fervor como si se tratara de la más importante película de estreno.

Porque estas películas "malas" tenían la bendición de ser entretenidas, cosa que no siempre eran las "grandes películas de estreno", con actores importantísimos, gran fotografía, decorados espléndidos y directores de los que se ocupaba la crítica francesa hasta que llegó "Cahiers de Cinema" a poner orden. Tim Burton hizo un homenaje a las películas de serie Z en su film sobre Ed Wood, a quien se consideraba como el peor director del mundo.

Pero los peores directores del mundo son otros. Wood era capaz de filmar una batalla de marcianos en una palangana y los resultados no son peores que los de "La guerra de las Galaxias". A fin de cuentas, aquello era ficción y la ficción se resuelve con imaginación, que a Wood le sobraba. ¡Y dirán que era un mal director!

El término "cine de barrio" engloba muchos tipos de salas. Las urbanas de barrio tenían peor aspecto y estaban peor conservadas que las de las villas, que a veces imitaban en ostentación a los locales de estreno del centro de las ciudades.

Por el contrario, en el cine Goya de Gijón había goteras y llovía y en el Roxy de Oviedo el público se desmandaba con bastaste frecuencia. Bien es verdad que nunca, en ningún cine asturiano, se produjo el caso del "faro falo de Archidona", al que Cela le dedicó unas páginas.

Los cines animaban las principales calles de la ciudad como si fueran grandes centros comerciales. En los pueblos con juzgado y estación de ferrocarril ir al cine era algo más que una costumbre, sino una manera de distinguir las clases: en el patio de butacas, la burguesía; en el anfiteatro, los menestrales; en general o "gallinero", la plebe, y en la platea, el alcalde. Menos mal que en Gijón se acuerdan de aquellos cines y películas, que, fueran buenas o malas, hoy son pura nostalgia.

La Nueva España · 18 junio 2016