Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Semblanzas

Ignacio Gracia Noriega

Carmen Guerra en la biblioteca

Por una sentida nota necrológica de Ramón Rodríguez Álvarez, querido amigo, colega en tiempos y compañero de algunas aventuras, me entero del fallecimiento de Herminia Rodríguez Balbín, bibliotecaria. Aunque el director de la Biblioteca sea ahora Ramón, la biblioteca universitaria de Oviedo, sin Herminia, sin Meana, sin Pedregal, sin Benigno, sin doña Carmen Guerra, no volverá a ser lo que era; del mismo modo que la Universidad no va a ser nada, o va a ser muy poco, sin Alarcos y sin Teo; que se jubilan. De la gente de la biblioteca que acabo de citar, tan sólo vive doña Carmen Guerra. Meana iba a la biblioteca de tertulia y leía los libros en el cuarto donde estaba el archivo (ahora la Biblioteca se hizo mucho mayor y todo parece lleno de papeles y de oficinistas, tal vez porque, para simplificar las cosas, la dotaron de máquinas computadoras), con las gafas de miope subidas sobre la frente: Meana era catedrático de Historia, sabía mucho sobre la II Guerra Mundial y sobre aviones y submarinos, y explicaba con mucho vigor, y mucho detalle las batallas antiguas: la batalla de Canas, ahí es nada, donde Aníbal venció a los romanos en el año 216 a. J. C. y la sangre llegaba hasta las rodillas de los guerreros; y en la batalla de Trasimeno, Aníbal venció también a los romanos, esta vez al mando del cónsul Flaminio, en el año 217 a. J. C... y "la sangre alcanzaba hasta las rodillas de los soldados", y enrojecería las aguas del lago, suponemos. Meana tenía una memoria prodigiosa: no leía los libros, los fotografiaba, y luego, si procedía, los repetía de «pe» a «pa».

Pedregal, en cambio, iba siempre de blusón azul, que sólo se quitaba para ir a tomar un vino a «El Manantial», donde hacía tertulia y sufría por el Oviedo (ya de aquélla, los aficionados al Oviedo empezaban a sufrir). En la biblioteca era serio y servicial. Se le podía pedir cualquier libro, el «Quijote», por ejemplo, y decía, de primeras:

—Non tá, non lu hay.

Y si se insistía, aclaraba:

—Llevólu don Juan Uría.

Benigno había sido sargento de la Guardia Civil, hombre de carácter dulce y muy fumador; como en la biblioteca estaba prohibido fumar, él fumaba haciendo pantalla con la palma de la mano y si había moros en la costa, metía el cigarrillo en el cajón de su mesa. Los moros era doña Carmen Guerra, la directora, a quien Benigno le tenía más miedo que al coronel en sus tiempos de servicio en la Benemérita. Doña Carmen llegaba a la biblioteca a las once en punto, con mucho aparato de tacones y dando órdenes a todo el mundo; y como ya estaba dando órdenes un kilómetro antes de entrar, se la sentía llegar y le daba tiempo a Benigno de apagar el cigarrillo (o de meterlo en el cajón, si todavía no lo tenía mediado) y de pedir silencio a los lectores. Porque a la biblioteca, principalmente, se iba a «ligar», o a estar un rato para no ir al «Bar Azul» demasiado pronto o a copiar apuntes (ya de aquélla había esa obsesión por los apuntes entre los estudiantes, y no había fotocopiadoras). Benigno era muy tolerante con todo el mundo, salvo cuando doña Carmen andaba por los alrededores. Al entrar en la biblioteca, doña Carmen le daba órdenes a Benigno (astutamente, Pedregal se confundía con el terreno). Tenía su despacho a fondo, con cristaleras, y a mi siempre me recordó el camarote del capitán de un velero en aquellas viejas y buenas películas de piratas, donde Errol Flyn andaba por las jarcias y repartía estocadas entre los enemigos, que lo mismo podían ser españoles que hombres de Morgan o de Barbanegra, con admirable imparcialidad.

Doña Carmen Guerra era una directora de biblioteca admirable y mujer erudita y culta; pero le pasaba, y supongo que le sigue pasando, aun-que ya está jubilada, lo que a casi todos los bibliotecarios: que a causa de una extraña modestia, a la larga se quedan en bibliotecarios, lo que no es poco. La biblioteca era el mundo de doña Carmen, y luego, la calle del Rosal, en la que siempre la veo, más que nada para que me pregunte cosas: que si sé algo de Aurobel, que por dónde anda Jesús Hernández (por Salt Lake City, doña Carmen, ¡estos matemáticos!), que cuánto me pagan por los artículos que escribo (muy poco, doña Carmen, muy poco); y lo mismo que se precipita sobre uno como un torrente, se va dejándole con la palabra en la boca. Las bibliotecas de la Universidad eran dos, la de Filosofía y la de Derecho, pero la más hermosa era la de Filosofía, con sus muebles de madera, de un tono dorado, y la escalerilla que conducía al altillo, que a mí siempre me recordó la biblioteca del profesor Higgins en «My fair lady». Una mañana estaba yo allí abriendo un libro con un cortaplumas; doña Carmen se acercó por detrás, me dijo: «No hay placer mayor que abrir un libro», y se fue corriendo a su despacho. ¡Admirable doña Carmen!.

La Nueva España · 22 julio 1987