Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Semblanzas

Ignacio Gracia Noriega

José Suero: Bordón y santuario nuevo

Ahora, con tanto cochecito como hay, y que la gente saca del «garaje» con los pretextos más inverosímiles: Para ir a comprar tabaco; para tomar un vaso en el bar de la esquina; para pagar una letra al banco, etc., produciendo con ello el inevitable e indeseado caos circulatorio, se ven a pocos peregrinos por la carretera. Sin embargo, en ocasiones encuentra uno sorpresas. No sé si fue este invierno o el pasado, que yo iba a Oviedo, una mañana particularmente cruda, en compañía de Luis el de «La Bolera», cuando, a la altura de Villamayor, empezamos a ver gentes extrañas que circulaban por la cuneta, en dirección a Oviedo. Al principio vimos a tres o cuatro y luego empezamos a adelantar a grupos más compactos: No nos llamó primeramente la atención su aspecto, sino su número, la larga hilera de color oscuro que iban componiendo a lo largo de la carretera, y a partir del número de personas vestidas de manera parecida, o, cuando menos, con parecida extravagancia, pasamos a fijarnos en su aspecto. Eran gentes jóvenes, de razas distintas, muchos japoneses: Había una norteamericana o sueca muy alta, que caminaba rezagada, envuelta en un saco y con las piernas desnudas. La mayoría, tanto hombres como mujeres, llevaban pantalones cortos y se envolvían con sacos o con plásticos; de las espaldas de muchas mujeres colgaban bebés, que parecían leves fantasmas oscuros al otro lado de las nieblas matinales, y otros llevaban calderos de plástico azul y la mayoría un palo largo, a modo de bordón. No cantaban ni parecían comunicarse entre sí: Tan sólo caminaban, con grandes distancias entre grupo y grupo: Había grupos más compactos, otros de tres, a veces tan sólo veíamos parejas y, en ocasiones, a algún peregrino en solitario, como a la mujer rubia que hemos mencionado. Poco antes de entrar en Nava, alcanzamos la cabeza de la peregrinación, y mi acompañante, tocado por la curiosidad, detuvo el coche ante los tres que abrían la marcha. Eran de lengua francesa, con el rostro curtido y ennegrecido por los soles y por los vientos y descarnado por las privaciones; pero contestaron amablemente a nuestras preguntas. Según dijeron, eran peregrinos de la paz, que habían salido de Bruselas hacía muchos meses y que tenían como meta Senegal, donde se disponían a reverdecer el desierto: Antes querían pasar por Santiago de Galicia, como habían hecho otros romeros europeos siglos atrás, y luego bajarían por tierras portuguesas hasta Algeciras, donde los recogería el barco que los llevaría a África. Aquel viaje era como la metáfora de la vida: Algunos compañeros ya habían muerto y fueron entenados en el camino; pero también habían nacido niños que se sumaban a la expedición.

José Suero, un jubilado gijonés, también tiene alma de peregrino, aunque hace sus peregrinaciones de modo más confortable y con menos espectacularidad. Su meta son los santuarios de la cristiandad, pero confiesa que no es religioso: Tan sólo va a ellos porque en sus explanadas encuentra la paz interior, lo mismo que el piloto irlandés que prevé su muerte en el famoso poema de William Butler Yeats: «Un solitario impulso de placer me atrajo a este tumulto». Lo mismo que Sal y Dean en «En el camino», la mítica novela de Jack Kerouac, ya treintañera (cómo envejecemos: Estamos a 25 años de la muerte de Marilyn Monroe, a 30 del movimiento «beat», la «Lolita» de Vladimir Nabokov va poco a poco hacia los cuarenta años, y la mayoría de los compañeros de colegio son alcaldes o consejeros del Gobierno autonómico), José Suero se pone en la ruta, y va hasta donde llegue. Siempre fue buen andarín, y llega a hacer cincuenta kilómetros diarios, lo que para un hombre de 61 años no está nada mal. Llegó al santuario de Fátima en 16 días, y en uno de esos días se habrá detenido ante las torres de Santiago de Compostela. No sé si llevaría con él un ejemplar del «Codex Calistinüs», una especie de guía turística del camino de Santiago, de finales del siglo XII, y que, según Ramón del Valle Inclán, «suministra noticias referentes al camino que hacían los peregrinos: Sus riesgos y mantenimiento, los engaños de los hospedajes, la condición selvática y bronca de muchas villas y lugares ,donde les ocurría hacer huelgo; la recelosa cicatería del vasco, la mala fe litigante del gallego». José Suero, con sombrero que le proteja de los rayos del sol, cachaba, playeros y mochila, es la versión actualizada de aquellos peregrinos medievales con sombrero de alas anchas, adornado con las conchas; el bordón, la calabaza, la mochila y la cazuela que cuelga del cinturón y, como muchos de aquellos piadosos aventureros, un poco escéptico. Para José Suero, la peregrinación es un medio, no un fin. No espera otra cosa de la paz de los caminos y de la llegada, y como llegar es el equivalente a empezar de nuevo, ahora piensa en Lourdes, cuenta los 650 kilómetros que le separan del santuario y piensa que para recorrerlos hace falta un buen bordón de contera ferrada.

La Nueva España · 12 agosto 1987