Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Semblanzas

Ignacio Gracia Noriega

Germán Rubiera: En el reino encantado de los rebecos y de las águilas

Si Germán Rubiera, un viejo montañero de Gijón de 84 años, no fuera asturiano, o tuviera cuando menos noventa años, y los Picos de Europa fueran el Himalaya o, por lo menos, el Mont Blanc, es casi seguro que su hazaña de subir a Ordiales para darle el último adiós a aquellas montañas y al reposo del marqués de Villaviciosa de Asturias hubiera tenido mayor difusión y trascendencia. Todavía no hace tanto tiempo que la TV captó a una alpinista nonagenaria en plena actividad montañera, y aquello produjo admiración y pasmo. A esos años ya estaba bien que tuviera hijos Andrés Segovia, pero subir al pico de un monte tiene que parecerle demasiado a esas especies urbanas que a los cuarenta años ya son incapaces de moverse de un lugar a otro si no es en coche, en autobús o en tren (a veces utilizan el avión porque da cierto prestigio de ser persona activa, pero yo no se lo recomiendo a nadie, porque los aeropuertos son peores que cuarteles y las azafatas como sargentos), y que si salen al campo se desasosiegan, como aquel personaje de la novela «El malvado Carabel», de Wenceslao Fernández Flórez, que, un día que casualmente fue de excursión y respiró aire puro, se puso tan malo que hubieron de proporcionarle sus compañeros aire contaminado, humo de cigarrillos, olores a gasolina, etcétera, para que se recuperara, del mismo modo que otros se recuperan con oxígeno. Y lo malo del caso es que esta gente que para mantener sano su cuerpo come esto, bebe esto, practica esto y se ducha con un jabón que fortalece su piel, pero que nunca subió a una montaña, se ofende porque Germán Rubiera, quien seguramente jamás comió esto, ni bebió esto, ni se preocupa demasiado de la relación existente entre una determinada marca de jabón y la mayor o menor salud de su piel, pueda hacer montañismo a sus años, como lo hizo toda su vida. Claro que con toda seguridad, si Germán Rubiera, en lugar de ir a las montañas en su juventud y en la madurez, hubiera perdido el tiempo haciendo «futin» por las cunetas de las autopistas, respirando el aire enrarecido de los tubos de escape de los rugientes camiones de gran tonelaje y de los pretenciosos utilitarios del españolito medio, insaciable devorador de kilómetros, no estaría a los ochenta y cuatro años en condiciones de subir a Ordiales, ni de subir la cuesta de Cimadevilla, ni de subir las escaleras de su casa.

Yo le tengo mucha simpatía a los montañeros viejos, aunque reconozco que la mayoría están un poco chalados, y algunos llegan incluso a considerar a las montañas como si fueran personas, lo que, por otra parte, no está mal, porque a las montañas hay que respetarlas como si fueran personas, y no llenarlas de plásticos y basuras como se encuentran, sin ir más lejos, camino de Bulnes. El otro día hice el recorrido por las zonas altas del río de Nueva, desde el alto de Llamigo a los montes que están encima de Santianes, y fue para mí motivo de satisfacción y de alegría no haber encontrado, a lo largo de más de quince kilómetros de recorrido, más signos del paso del hombre civilizado que la colilla de un cigarrillo emboquillado, una botella de vino vacía junto al río, y dos cartuchos de escopeta.

Germán Rubiera, a quien no conozco personalmente, seguramente pertenece a la estirpe de los viejos y cordiales montañeros que este verano se sumaron, ante la iglesia de Abamia, a los actos en homenaje a don Roberto Frassinelli; y sin duda, se sumará a la conmemoración que se va a hacer el año próximo de la figura legendaria de don Pedro Pidal, con motivo del setenta aniversario de la creación del parque nacional de la montaña de Covadonga. Don Pedro Pidal tuvo su importancia también en la biografía de Rubiera; el mítico conquistador del Naranjo de Bulnes había escrito en el prólogo a la guía «El Parque Nacional de la Montaña de Covadonga», editada en 1932 por la Comisaría de Parques Nacionales: «Nosotros, enamorados del Parque Nacional de Covadonga, en él desearíamos vivir, morir y reposar eternamente; pero esto último en Ordiales, en el reino encantado de los rebecos y de las águilas, allí donde conocimos la felicidad de los cielos y de la tierra, allí donde pasamos horas de admiración, emoción, ensueño y transporte inolvidables, allí donde adoramos a Dios en sus obras como al Supremo Artífice, allí donde la Naturaleza se nos apareció verdaderamente como un templo». Don Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa de Asturias, falleció en 1941; en 1949 se realizó su deseo, y el 18 de septiembre, un grupo de montañeros y los bosques de Amieva y Ponga, y en la piedra, allá en el reino encantado de los rebecos y de las águilas, se labraron sus palabras. Germán Rubiera formó parte del grupo de montañeros, junto con Gavito y Lueje, que, llevaron por última vez a don Pedro a «su montaña, y lo depositaron en este mirador privilegiado, al borde del Parque Nacional, dominando las praderías del Valle de Angón desde una pared vertical de más de mil metros. Rubiera ha vuelto en vida para despedirse de Ordiales; pero creo y espero que los hombres de su temple no se despiden tan fácilmente.

La Nueva España · 15 diciembre 1987