Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Semblanzas

Ignacio Gracia Noriega

El P. Nicolás Albuerne y la enseñanza

En este país es raro que reconozcan los méritos de alguien, y mucho más que los reconozcan en vida. Aunque a veces se enmiendan errores, porque de sabios es rectificar y más aún reconocer los olvidos, aunque con la prepotencia que otorga el hecho de tener la mayoría absoluta en muchos ayuntamientos, en la Cámara de Diputados y en el Senado, es fácil que en muchos casos no se tengan en cuenta otros méritos que los favores debidos y la «lealtad inquebrantable».

Tuvo que saltar a la palestra de los periódicos su viuda, doña Adela Palacio Gros, para que se le diera el nombre de don Lorenzo Rodríguez Castellano a una biblioteca en Oviedo. Don Lorenzo, corno director durante muchos años (y muchos de ellos en circunstancias bien difíciles) del Centro Coordinador de Bibliotecas, llevó a cabo una labor ingente, en favor de la cultura en nuestra región. Era don Lorenzo un hombre enamorado de los libros, un lingüista distinguido, aventajado discípulo y colaborador de Ramón Menéndez Pida] y de Tomás Navarro Tomás. entre otros, y un liberal que mantuvo una clara actitud opositora al régimen anterior. Don Lorenzo Rodríguez Castellano era hombre de buen criterio y un especialista en el bable a cuya obra no acuden jamás los oficiantes de la ceremonia de la confusión del «hable in vitro» (también conocido por los nombres de «bable normalizado» o «esperbeíbol»). A mí siempre me llamó la atención que nadie mencionara la obra de don Lorenzo a propósito del bable, sus «Aspectos del bable occidental» o «La aspiración de la "h" en el oriente de Asturias», por citar algunos de sus trabajos. Pero da la sensación de que los «nuevos bablistas» no parecen dispuestos a aceptar los trabajos anteriores que se hayan realizado con garantías científicas y con seriedad. Aquí y ahora todo se reduce a decir «entamu», «sofitu», «ayeri», a pedir subvenciones y espacios en los medios de comunicación, tanto radio, como televisión, como prensa, y a exigir, cada día con mayor virulencia, «hable nes escueles». Rodríguez Castellanos y Jesús Neira fueron los dos grandes estudiosos del bable o «lengua asturiana», como dice Fernando Losada, en los últimos tiempos. Pero si una biblioteca lleva el nombre de don Lorenzo será porque lo que se reconoce es su contribución a la cultura asturiana como bibliotecario y promotor de la lectura: lo que no cabe duda de que ya es algo.

Al P. Nicolás Albuerne podría reconocérsele una vida entera dedicada a la enseñanza (y no corta: acaba de cumplir los 94 años) rotulando con su nombre las escuelas de Proaza, su concejo natal, y hasta ahora innominadas. A mí me parece que este reconocimiento al veterano dominico es justo, y además estoy por apostar que el actual Ayuntamiento no va a inaugurarlas con el nombre del anterior secretario municipal. Sin embargo, se oponen razones de carácter político a la hora de dedicárselas al P. Nicolás. ¿Por qué razón? Que yo sepa, el P. Nicolás nunca fue político: se dedicaba a sus cosas, que eran la física y la química, y la biología, y de dar clases a alumnos, en ocasiones cerriles, y de sacarlos de vez en cuando al campo, para que vieran sobre el terreno lo que había explicado anteriormente en el aula. De este modo, aunaba la enseñanza teórica con la práctica.

El P. Nicolás ya era viejo cuando yo estudiaba en los dominicos. Era grueso y calvo, con el pelo que le sobraba cano. La chavalería le llamaba el «Chochu», porque era más bien despistado, y tenía un sentido del humor socarrón y aldeano. En el fondo, era el paisano de Proaza que se había metido a fraile, pero que seguía teniendo el.. alma de campesino, y le gustaba observar cómo cambiaban las estaciones todos los años, y cómo el campo florecía por primavera, cuando se retiraban las nieves. Gozaba de fama generalizada de sabio, y lo era, y tenía un gran prestigio tanto entre sus compañeros de hábito como entre los propios alumnos. De hecho, los dos curas más sabios de los dominicos de Oviedo eran el P. Muriel y el P. Nicolás. El P. Muriel era filósofo y se dormía en clase, mientras que el P. Nicolás era científico, y a veces se quedaba mirando cómo lucía el sol sobre los tejados y sobre los prados verdes, y en un camino en forma de ese que había a las espaldas del colegio. Caminaba con pasos muy cortos, como si le pesaran las piernas: pero en el campo se comportaba como si en su juventud hubiera sido un buen andarín. A veces, hacia la disección de un ratón de campo para que viésemos su anatomía y luego limpiaba su navaja en la hierba o en el hábito. Explicaba en las aulas con mucho detalle las leyes de Mendel, que había establecido un eclesiástico sabio, como él, y no recuerdo haberle escuchado nunca ninguna crítica contra Darwin. A veces, se reía con una sonrisa irónica, y tal vez le haga gracia la posibilidad de que unas escuelas lleven su nombre: al P. Nicolás, seguramente, le dan lo mismo estas «vanas pompas»: pero lo que es justo, es justo.

La Nueva España · 20 marzo 1988