Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Peñalba

En Figueras comemos en el restaurante Peñalba, con Charo y Manuel Lombardero y Santos Moro y su mujer, invitados por Eloína y Antonio Masip. Figueras forma parte del conjunto urbano-fluvial más fascinante de la cornisa cantábrica y tal vez de España. Al Sur está Castropol, que se destaca sobre la ría con edificaciones que llegan hasta el borde de las aguas, y al frente, al otro lado de la ría, Ribadeo, con sus cúpulas y su importante conjunto urbano. Un olor a vejez y deterioro, a polvo viejo que se acumula sobre cantidades de libros que no se abren ni leen y que es muy pernicioso cuando menos para la salud (intelectual), llega de una de las casas; pero en el puerto vuelve a respirarse el tonificante aire del mar. El puerto de Figueras es pequeño y apañado: hay una estatua casi miniatura de un pescador al que si se le mira de espaldas parece que lleva paraguas, pero si se da la vuelta y se la mira de frente descubrimos que lo que sostiene es un pez. Aquí se encuentra también el restaurante Peñalba, que supongo que formará parte del conjunto hostelero del hotel Palacio Peñalba, en el que me alojé en una ocasión en una habitación de mucha categoría, con magníficas vistas a la ría y al ocaso. Había ido a dar una conferencia invitado por la ínclita Sociedad Económica de Amigos del País, pronunciada en el teatro (notable teatro) de Castropol. Nada más terminar la conferencia, los organizadores desaparecieron como por arte de encantamiento, dejándonos solos a mi mujer, a Paco Rodríguez y a mí en una plaza en la que don FernandoVillamil moría en bronce de manera épica y un poco ampulosa. Pero nos compensaron las excelentes instalaciones del hotel Peñalba; el único inconveniente fue que al día siguiente tuvimos que pagar también la estancia, y habida cuenta que no me pagaron la conferencia, hice con esta gente de la cultura occidental un buen negocio, ya que el viaje, la cena, el hotel y el desayuno, corrieron de mi cuenta, pero a cambio vi las aguas del Eo, bajo la luna, deslizándose hacia el mar, desde los ventanales de mi habitación. Poco después, esa misma gente de la Sociedad Económica me encargó el prólogo de un folleto sobre la sidra de José Ramón de Luanco, y no considerándolo suficientemente correcto en materia política, me lo censuraron de tan mala manera que no autoricé su publicación. Aún así, sigo pensando que su presidente, don Luis López, es un tipo interesante y divertido. Un virguero.

La comida en el restaurante Peñalba fue en general buena, y las navajas excelentes.Yo no comía navajas desde hace por lo menos quince años, que por invitar a Rigoberto HenríguezVera, embajador deVenezuela, comí más de la cuenta y estuve tres días sin poder comer otra cosa, y quince años, como digo, apartándome de las navajas como del demonio. Pero las navajas de Peñalba tenían tan soberano aspecto que se acabó mi prevención contra ellas: comí dos y me supieron muy bien.

Después de la comida, Masip propuso ir a tomar el café a Ribadeo. Atravesamos la ría en lancha, y Masip dio muestras de coraje tanto al subir a la lancha como al desembarcar. Según Eloína, día a día se supera a sí mismo, y este corto recorrido en lancha representa un valeroso triunfo de la voluntad. El oleaje impidió que pudiéramos desembarcar en Ribadeo, por lo que volvimos a tomar el café al lugar de donde habíamos partido, al restaurante Peñalba, y fue mientras nos acomodábamos que se le ocurrió a Lombardero recordar el famoso café Peñalba de Oviedo, y yo caí en la cuenta de que todavía no le había dedicado un capítulo de esta serie. Así que me trasladé a la calle Uría de Oviedo desde la raya occidental de Asturias, y aquí me tienen ustedes contándoles algunas cosas del célebre café, que según Luis Arrones Peón fue el más aristocrático con que contó la ciudad entre el 14 de agosto de 1929 y el 30 de septiembre de 1962, y el primero que instaló cafetera exprés.

Mis recuerdos del Peñalba son vagos. Entré en alguna ocasión con mi padre y todavía recuerdo la agradable impresión de los olores conjuntos e inseparables (de acuerdo con una ordenación sensata del universo) del café y del humo de los cigarros habanos. Pero si el efecto olfativo era atrayente, el visual no estaba a su altura. Había puerta giratoria, y ventanales que daban a la calle Uría y al Pasaje, y por todas partes había mesas con cubiertas de mármol, camareros de negro con pajarita y la barra al fondo del gran salón. Calculo que detrás de la barra habría mucha actividad, con la cafetera silbando y el barman y sus ayudantes sirviendo con eficacia a los clientes de la barra y a los camareros que trasladaban en bandejas redondas las consumiciones a las mesas. Daba gusto ver a aquellos camareros deslizándose rápidamente como sobre patines, con la servilleta colgando de la muñeca y transportando, como si se tratara de objetos alados y estuvieran pegados a la bandeja, las tazas de café, las copas de coñac (todavía el coñac era la bebida por excelencia), las limonadas para las señoritas y los niños y todas las demás consumiciones que se pueden hacer en un café como Dios manda (o mandaba: no porque Dios haya dejado de existir, sino porque dejaron de existir los cafés: tan sólo en Dindurra en Gijón, y tal vez algún otro, son insignes supervivientes de un tiempo definitivamente ido). Yo me sentía muy a gusto en el ajetreo del café, quién sabe si un poco asustado. Pero las pocas veces que entré en el Peñalba, seguramente de día, me produjo la extraña sensación de ser un lugar muy oscuro, aunque afuera luciera el sol y tuviera grandes ventanales. Naturalmente, los ventanales más cotizados eran los de la calle Uría. El Pasaje era una especie de calle con techo que no acabó de convencerme, pero gracias a él recibí una de las decepciones más fructíferas de mi juventud pedante. En el film «A bout de souffle», del por entonces sobrevalorado Jean Luc Goddard, Belmondo le muestra a Jean Seberg un portal de París por el que no se entraba a una casa, sino se pasaba a otra calle, diciéndole que aquel «pasaje» lo utilizaban los miembros de la resistencia contra los alemanes, y yo caí en la cuenta de que aquello era igual que el Pasaje de Oviedo, por lo que decidí volver a ver películas del Oeste y de piratas, en las que, cuando menos, los escenarios eran exóticos.

Se solía calificar al Peñalba, de manera un tanto sorprendente, como un café «señor». No solo porque a él acudieran señores con abrigo, sombrero y puro, sino porque el propio conjunto del café, incluidas las sillas, las mesas, los ventanales, las tazas y los platillos, eran «señoriales». Tanto es así que durante años fue una de las manifestaciones de la burguesía ovetense, junto con el Club de Tenis y la ópera del teatro Campoamor. Por lo que fue extraordinario que no lo destruyeran los revolucionarios de 1934 lo mismo que a las tres expresiones arquitectónicas del orden burgués: la Audiencia, la Universidad y la Catedral, que aunque no sea otro de los fundamentos de la burguesía, lo es del orden en general. En cambio, aquellos feroces iconoclastas respetaron el palacio de la Diputación, porque representaba el desorden, la política, el relativismo, conscientes de manera más o menos intuitiva que si no lo conquistaban con la dinamita en la mano, terminarían tomándolo con la fuerza de los votos, como así sucedió.

Sofocada efímeramente la Revolución de 1934, los mismos revolucionarios, mientras cercaban Oviedo de 1936 a 1937, aspiraban a tomar café en el Peñalba, es decir, a ocupar el lugar de los burgueses por la vía revolucionaria. Así tituló Ricardo Vázquez Prada uno de sus libros: «Tomar café en el Peñalba». Aunque lo de tomar café en algún lugar emblemático se había convertido, de pronto, en el gran deseo de cuantos sitiaban ciudades en aquella guerra civil, y así el general Mola, que ciertamente tenía muy poco de revolucionario, se había propuesto tomar «café en la Puerta del Sol», cosa que no pudo hacer, porque no entró en Madrid, como los revolucionarios no entraron en Oviedo por segunda vez. Tal vez entren ahora si Gabino de Lorenzo les facilita caballo de Troya. Un café como el Peñalba forzosamente tenía que ser literario, aunque de aquélla, en Oviedo había pocos escritores y menguada vida literaria, gracias a Dios. En la novela «Cerca de Oviedo», de García Pavón, un grupo de descamisados alborotadores pretendieron entrar en aquel café tan «señor», pero «el remolino (de la puerta) y un camarero vestido de etiqueta les prohibía terminantemente pasar al recinto por no llevar americana». Porque al café no entraba cualquiera, y sólo en contadas ocasiones se le permitió la entrada a «Garrafundia». Como le confió un veterano camarero a Arrones, «parece como si dentro de la inconsciencia producida por el alcohol, un especial sentido les hubiera aconsejado (a los borrachines) no traspasar aquel umbral en tales condiciones».

La Nueva España ·6 septiembre 2008