Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

El Bar Azul

El bar Azul, aunque inmediato a La Viuda de Basilio, pertenecía más a la plaza de la Escandalera que a la zona de la Universidad. A la Universidad lo devolvimos algunos estudiantes de comienzos de los años sesenta del pasado siglo, no sé si para bien o para mal. Para bien en algunas cosas y para mal en otras, porque como clientes debíamos resultar bastante pesados, sobre todo cuando empezamos a meternos en política con riesgo de meter al dueño en algún compromiso. El dueño se llamaba Manolo, era un hombre muy serio, con gafas, que solía situarse en un extremo de la barra, junto al escaparate que daba a la calle, y había sido oficial del Ejército antes de ocuparse del bar. Por entonces imaginábamos que los militares eran personas de orden, por lo que los que nos reuníamos allí diariamente, en ocasiones para conspirar sin disimulos, nos sentíamos protegidos por el rango militar de Manolo, y por otra parte teníamos el vago temor de que algún día se cansara de nosotros y nos pusiera de patitas en la calle. Pero Manolo hacía como que no reparaba en nosotros ni escuchaba nuestras discusiones, las más de las veces con voces imprudentemente altas; pero en alguna ocasión que nos «visitaron» con intenciones aviesas los jóvenes tarzanes de Defensa Universitaria, los precursores de los guerrilleros de Cristo Rey, los puso en la calle sin contemplaciones, y asimismo nos echó varios capotes muy importantes cuando la Policía acudía a interesarse por nosotros. Que conste aquí mi agradecimiento.

En la misma fachada a la plaza de la Escandalera del bar Azul se encontraban la tienda de ultramarinos de Cuesta y la heladería Italiana. La tienda de Cuesta, un poco oscura, era un mundo de olores. Aquel nombre de «ultramarinos» lo mismo que el de «coloniales», evocaba aventuras comerciales, factorías en la jungla y puertos exóticos con grandes cargamentos de barriles y cajas de madera amontonados en los muelles, negros medio desnudos y blancos vestidos de blanco con sombreros de jipi de Panamá (a diferencia de ahora, que son los blancos quienes andan medio desnudos, o lo más en camiseta) y las rápidas goletas de pulidas maderas y esbeltos palos con las velas resonando al viento de la ruta del té. Todavía en los años sesenta se estaba cerca de aquel mundo maravilloso del comercio y la aventura en que era posible el exotismo y nadie, ni siquiera el loco más visionario, hubiera imaginado el mundo de ahora de internet y teléfonos móviles. De hecho, uno de los grandes temas de ciencia-ficción era el futuro, pero a ningún novelista se le ocurrió prever internet, salvo a uno de los años noventa, en una novela muy mala.

Así como en los ultramarinos de Cuesta había muchos olores y colores, en la heladería Italiana predominaba el color blanco. Presentaba un cierto aspecto aséptico que contrastaba con el variable sabor de los helados, especialmente los de nata montada, que en rigor eran helados. Aquellos helados sabían a lo que anunciaba e indicaba su color -a vainilla, a fresa, a nata, a chocolate, a turrón, a «tutti-frutti»-, y en ningún caso sabían a hielo, como la mayoría de los helados de ahora. La plaza de la Escandalera es una de las mejores plazas del mundo, y como por ella pasa todo Oviedo, a veces tarda uno en recorrerla una hora o más. Conserva mucho de su espíritu primitivo, pero hace medio siglo el ambiente era mejor. Había casetas de madera y mucha animación los días de partido de fútbol o de corrida de toros, y todo aquel mundo de revendedores, limpiabotas, loteros, etcétera, recalaba tarde o temprano en el bar Azul. Sobre el nombre de la plaza se aventuraban varias historietas, pero en este caso, como en el del «desarme», se confundieron varios sucesos para ofrecer una explicación errónea. Incluso se acudió a la celebración de un mercado de escanda para derivar «escandalera» de escanda. Pero fueron dos sucesos distintos los que le dieron nombre: las violentas discusiones municipales que trascendieron al pueblo soberano por la alineación de la primera casa construida entre las calles San Francisco y Fruela y la gran manifestación del 27 de mayo de 1881 contra el trazado del ferrocarril de Pajares que se consideraba perjudicial para los intereses de la provincia, y que, según Tolivar Faes, «no tuvo nada de escandalosa, porque representaba la unánime opinión de la provincia». También representa la plaza de la Escandalera el irrenunciable instinto liberal de Oviedo, pues habiendo recibido los nombres de Veintisiete de Marzo, del General Ordóñez, de la República y del Generalísimo, siempre fue la Escandalera, lo mismo que el paseo de los Álamos no perdió ese nombre, aunque los intereses políticos lo bautizaron paseo del Príncipe (durante la monarquía), de Pablo Iglesias (con la República) y de José Antonio (con el franquismo). Ejemplo que debería haber seguido el actual Ayuntamiento, tan complaciente con la extrema izquierda como todos los de derechas, que entró al trapo de la «memoria histórica» para cambiar los nombres de los que ganaron una guerra por los de los que la perdieron. Bien estaría olvidarse de la guerra y rotular las calles con nombres de flores o de pájaros o, ya que vivimos en un país de muchas convulsiones y espectaculares cambios de criterio conforme cambie el viento político, con números: pero cambiar el rótulo del coronel Aranda por el de General Miaja, además de estúpido es, sencillamente, indigno.

Volvamos al bar Azul a tomar un vaso de vino blanco si no hemos comido, o de vino tinto si estamos a primeras horas de la noche, antes de la cena. En la fachada había un escaparate al lado de la puerta, con las maderas de ambos pintadas de azul: un azul palidecido por la lluvia y descorchado por la humedad y los cambios de temperatura. En el escaparate solía haber algunas botellas polvorientas con etiquetas que amarilleaban.

Daba la impresión de que muchos de los bares de Oviedo que tenían escaparate -La Viuda, La Perla, Casa Manolo, etcétera- los destinaban a mostrar los productos que no deseaban vender. Pero el del bar Azul llegó a contar con un atractivo realmente extraordinario: una gran trucha dentro de un frasco de formol con una pulsera de plástico rojo en el lomo. Se conoce que alguna garrida moza fue al río a mojar los brazos, perdió la pulsera (que, como he dicho, era de plástico rojo) y, descendiendo por las aguas, se enganchó en una trucha que pasó por ella como si fuera un león de circo por el círculo de fuego. Y como la trucha fue creciendo, la pulsera pasó a formar parte de su anatomía hasta que fue pescada para sorpresa del pescador, que en lugar de comerla frita con tocino y jamón, prefirió su exhibición en un lugar público. Era una trucha enorme, una trucha verdaderamente espectacular, y con el tiempo el formol fue tomando una coloración parduzca que transmitió a la trucha. Entonces trasladaron el frasco al interior del bar, a la estantería situada detrás de la barra, de manera que quien quisiera ver la trucha con pulsera, que entrara y consumiera.

El bar era lugar de reunión de pescadores y cazadores, por lo que las paredes estaban decoradas con algunas piezas de caza. La barra se encontraba a la izquierda según se entraba y era alta y con azulejos de tonos azules, como no podía ser menos. Al fondo, el local se ensanchaba un poco y había mesas en las que se jugaban partidas por la tarde. Del final de la barra partía una escalera hacia un altillo que en otro tiempo se había utilizado como comedor, ocupado por cuatro o cinco mesas y una lavadora fuera de funcionamiento. Aun así, la lavadora era importantísima, pues muchas veces iban a vernos individuos activos del PC, como Areces, Alfredo Mourenza, Feito el cubano o Miguel Ángel del Hoyo, y de paso que bebían una botella de vino con los que formábamos allí tertulia, metían en la lavadora toda clase de propaganda clandestina, incluido el «Mundo Obrero», sin que nosotros nos enteráramos y, lo que es peor, sin avisarnos. No me extraña que Areces, siempre que me ve, se acuerde del bar Azul.

Con nosotros hacía tertulia el enorme perro lobo de la casa, muy circunspecto y atento, aunque según el inolvidable Pífalo a veces se ponía «bolifero». El vino era corriente, pero los bocadillos de calamares fritos eran de categoría, con el pan impregnado en su grasa y el rebozado de los calamares suave y crujiente. La cocina sólo servía bocadillos y tapas, y se encargaba de ella la mujer de Manolo, que era gorda, amable y con gafas. Tenía como ayudante a una mujer grande y de carácter estupendo, natural de Lorenzana de Galicia, que tenía un eterno novio limpiacristales, más pequeño que ella y, según Miguelito Novo, «algo pigarra», habitualmente sin afeitar (lo que agraviaba a la de Lorenzana), pero que nunca se olvida de llenar los escasos cabellos peinados hacia atrás con toda la gomina que sobró del tango. No he terminado de contar todo lo que recuerdo del bar Azul. Lo dejo para un artículo de la serie «De transición y copas».

La Nueva España ·27 septiembre 2008