Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Los cien años de la familia Antón

En este caso no se trata de una pérdida, sino más bien de lo contrario, de un nacimiento: del de la familia Antón en el gremio de la hostelería. En el año 1909, José Antón y Florinda Díaz, ambos de Tineo, regentan el café Alhambra, al lado del famoso teatro Alhambra de La Habana, que hizo historia dentro del género de las variedades en Cuba.

Esto de celebrar centenarios de establecimientos y familias hosteleras es relativamente reciente, pero se debe a que los restaurantes no son muy antiguos. Con la Revolución Francesa, las casas nobles cierran por quiebra, y quedan cesantes sus cocineros, entre ellos el gran Carême.Y como lo que mejor sabían hacer estos maestros cocineros era cocinar, ya que no podían seguir cocinando para un señor en particular, se resignaron a hacerlo para el público en general, y así surgen los primeros «restaurantes», que suponen la democratización de la alta cocina, y también el nacimiento de la «libertad de expresión» en ese reducido ámbito, ya que al colocarse la cocina en el escaparate, surgen de una parte la publicidad, que enumera excelencias las más de las veces inexistentes, y la crítica, que si es honesta, viene a decir lo que hay sin adornos. Al nacimiento del «restaurante» sigue el de la literatura gastronómica, por obra de Brillant-Savarin y de Grimod de la Reynière, principalmente. Hasta entonces hubo recetarios mejor o peor escritos: entre nosotros, el «Arte cisoria » es un tratado relacionado con la cocina debido a un importante escritor del siglo XV, don Enrique de Villena: pero «Fisiología del gusto», de Brillat Savarin, y «Manual de golosos», de Grimod de la Reynière, son algo más que libros de cocina, y libros de cocina, por otra parte, que no contienen recetas al menos prioritariamente: las pocas recetas incluidas en «Fisiología del gusto» ni siquiera son elaboración de Brillat Savarin, sino de su hermana.

Así pues, siendo el concepto de «restaurante» moderno, quien por tradición familiar cumple los cien años al frente de un establecimiento de este tipo puede considerarse legítimamente como un aristócrata del gremio de la hostelería: como si los antepasados, en lugar de haber ido a Cuba a fundar un café, hubieran ido a las Cruzadas, a conquistar Jerusalén y el Santo Sepulcro. Los cien años de tradición hostelera de la familia Antón crean una verdadera y excelente tradición que iniciándose en La Habana, tiene sus etapas en Madrid, Oviedo, Medina de Rioseco y nuevamente Oviedo, donde se encuentran sus dos «restaurantes» en la actualidad: Casa Conrado y La Goleta, que figuran entre los primeros de la región.

Ciertamente, esto de celebrar el centenario de un «restaurante», o, como en este caso, de una actividad familiar, es moda reciente. Hace treinta años no se hacía. El primer centenario que yo recuerdo a bombo y platillo fue el de Casa Gerardo, en Prendes, donde el por entonces muy joven Pedro Morán (que con sus gafas de montura metálica tenía un cierto aire a Al Bano) decidió «echar la casa por la ventana», como se dice, y trajo a Asturias a lo más granado de la crítica gastronómica madrileña: un cargamento de gamberros que llegaron en avión medio borrachos y volvieron a sus respectivos puntos de partida dos o tres días más tarde completamente intoxicados, y no por la fabada, precisamente. Había un tipo gordo que hacía propaganda desmesurada del salmón de Noruega, un par de hermanos perfectamente impresentables y un tipo que según tengo entendido había sido «factotum» del marqués de Villaverde, congestionado, sudoroso y despeinado, que se pasó la comida bebiendo whisky, negándose a probar la fabada ,y diciendo de vez en cuando al resto de los ocupantes de la mesa: «Rojos, tenéis cara de paredón». Y movía los dedos en sentido panorámico, haciendo como que nos rociaba con balas. Se le rió la chuscada por lo menos una docena de veces, hasta que el erudito e historiador gastronómico Juan Santana, que se sentaba a mi lado y que era de mucha envergadura, se puso en pie con toda su humanidad, y dirigiéndose al borrachete desde su altura, le dijo: «Como me vuelva a llamar rojo, le pego tal patada en salva sea la parte que le elevo hasta el techo». Mano de santo fue aquello: el fusilador a dedo se sumió en el más soñoliento silencio, aunque no por eso dejó de beber whisky ni se dignó a probar la fabada.

Poco tiempo después, Casa Consuelo, de Otur, celebró el cincuentenario de su fundación, y Juan Santana, que tenía mucha vara alta en la casa, convenció a los hermanos García López que no tiraran el dinero invitando a la crítica madrileña, sino que publicaran algo que dejara constancia de la efeméride. Como Santana era bibliófilo, tenía pasión por la letra impresa, aunque como buen bibliófilo no leía y escribía tirando las comas sobre el texto y dejándolas donde cayeran. Gracias a su empeño, se publicaron dos preciosos breviarios, uno de recetas y el otro de literatura gastronómica en torno a la casa que cumplía años. Santana opinaba que, de este modo, había hecho algo perenne (un libro) y de paso había ahorrado buenos dineros a los propietarios de Casa Consuelo. No obstante, aquel viaje de la crítica gastronómica «de la capital» hasta las lejanías rurales de Prendes fue la mejor inversión que Pedro Morán hizo en su vida, ya que de este modo entró en contacto con la crítica especializada, que por lo general es bastante pedante y caprichosa, además de afrancesada, y pasó de la tradición a la posmodernidad con grande éxito. Nunca se sabe dónde se acierta, pero lo que resulta evidente es que Pedro Morán acertó de pleno, y con el centenario, se proyectó hacia el futuro.

A partir de estas dos celebraciones, se hicieron otras. Casa Lobato sumó los cien años hace quince, y el Cantábrico, los cincuenta el año pasado.Y ahora le llega el turno a Casa Conrado y La Goleta, que siendo muy buenos restaurantes, no iban a ser menos. Pero debe entenderse este centenario como del inicio de la actividad hostelera de la familia Antón, de Tineo, tierra que según J. E. Casariego es de «buen y honesto guisar» que «tuvo mucho crédito en Madrid en los siglos XVIII y XIX, donde los cocineros y mayordomos de la tierra de Tineo adquirieron especial y merecido prestigio por su fidelidad, esmero y saberes culinarios, y ocupaban primeros puestos en los palacios de los grandes señores», añadiendo que «ahí está, por citar un ejemplo, el caso del gran Conrado, con su nombre y talante de dignatario del sacro Imperio romano-germánico». Pero antes de que Conrado Antón hiciera historia en la hostelería asturiana tuvo que salir de Tineo José Antón, su padre, en dirección a Cuba, como en la canción: «Que no te vuelvo a ver / porque embarco mañana, / en un barco de vela: / voy pa’ La Habana». José Antón era ganadero y un asturiano cabal, de pura raza y de mucha estatura, que legó a su descendencia junto con la gran capacidad de trabajo y los primeros pasos en el gremio de la hostelería: su hijo Conrado era alto y fuerte como un castillo, y la estatura se trasmitió a sus nietos Marcelo y Javier, y a sus biznietos Javi y Laura, que constituyen ya la cuarta generación hostelera del apellido Antón.

José Antón montó su café al lado del teatro Alhambra, un teatro de variedades a lo grande, para que la fiel parroquia del espectáculo en el que descollaban «las artistas y los maestros» (como decía Farfán de los Godos) hiciera boca en los entreactos y aguardara el comienzo de la función y celebrara la función terminada con una postrera copa, ya que en el teatro no había «ambigú» y es posible que no se permitiera beber salvo a los que llevaran la bebida de casa o del café, bien en la petaca o bien ya bebida y digerida. El ambiente del teatro Alhambra era fenomenal: lo describe Miguel Barnet en su libro «Canción de Rachel», evocación de un tiempo ido para siempre. El teatro conoció tiempos de gloria en los primeros años del siglo XX y en «los felices veinte». Luego este tipo de espectáculos entró en decadencia, y cuando «vino el comandante y mandó parar», le pusieron al teatro el nombre de José Martí, un señor muy serio, con bigotes y algo pedante, mal hijo de españoles y buen escritor. Pero José Antón ya había regresado a España muchos años antes, poco después de la gran depresión del 29. Toma la antorcha Conrado Antón, que casado con Jesusa Pertierra (maravillosa a sus más de noventa años), se establece en El Pescador (O Pexiero) de Madrid, para regresar al cabo a Oviedo, donde tiene sucesivamente Auto Bar y Cervantes, y después de un paréntesis en Medina de Rioseco, vuelve de nuevo a Oviedo para abrir Casa Conrado. De sus dos hijos, Marcelo sigue en la hostelería, mientras que Javier estudió Derecho y es un intelectual muy interesado en los grandes avances de la ciencia y de la electrónica. La cuarta generación, Javi, en Conrado, y Laura, en La Goleta, continúa al frente de esos dos prestigiosos restaurantes, el camino abierto por su bisabuelo José Antón en La Habana, hace ahora la friolera de cien años (que se dicen luego).

La Nueva España ·28 febrero 2009